Whisky, fiebre y el canto de los obreros

Al día siguiente, al médico le bastó con echar una mirada a mi pierna, ya hinchada hasta la cadera.

—¿No podría haber venido un poco antes? —preguntó.

—No era fácil —dije—, es un trayecto largo.

—También tiene usted fiebre, una fiebre de órdago.

—La fiebre no es molesta.

—Pero será molesto cuando le hunda el bisturí en ese bulto inflamado.

Conocía su manera de tratar a los pacientes. Conocía a los médicos ingleses del trópico.

—No se me vaya a poner histérica sin motivo —dijo—. Tómese primero un buen whisky.

Se levantó y cogió una botella que había en un estante.

—Después la llevo al hospital. —Vertió el whisky en un vaso—. Siento no poder ofrecérselo con hielo —dijo—. No es que les tenga manía a los microbios, pero tampoco hay que pasarse. Y ese hielo transparente del verano de Teherán no puede menos que matar a una persona con tan poca resistencia como usted.

Después caminamos hasta su coche. No sabía cómo hacer para pisar con el pie afectado.

—Hay siete leguas del bungaló hasta su coche —dije.

Me cogió por debajo del hombro para sostenerme.

—Sabía que un whisky hace milagros —dijo—. ¡Todavía anda usted muy derecha!

Cuando desperté de la anestesia dije:

—Todo lo que he dicho es mentira. Lo único que quiero es que venga Yalé.

—Es usted muy simpática —dije—, pero no crea nada de lo que he dicho.

—Claro que no —dijo la simpática muchacha—, solo le hemos quitado la venda porque usted lo ha pedido así, y hemos escrito la carta que nos ha dictado.

—¡No he dictado ninguna carta!

—Era una carta muy breve. Y pronto vendrá su amiga a visitarla.

Fue una noche larga y calurosa. Veía mi pierna descansar sobre la sábana y mi pie sobre una almohada. El bulto había desaparecido y la herida ardía, pero el pie no formaba parte de mí.

A primera hora de la mañana empezaron a cantar los obreros. Estaban construyendo una casa cuyo andamio se veía desde mi ventana. Los obreros persas tardan pocos días en levantar una casa; van colocando una sobre otra hileras de ladrillos de adobe húmedo y acompañan su labor con una cantinela. «Dame un ladrillo, dame medio y ahora uno entero…», canta el capataz. A veces increpa al mozo que le va pasando los ladrillos.

—¿Estás sordo, so imbécil, hijo de perra? —Esa es la única interrupción. Enseguida prosigue su acompasada cantinela: «Dame medio ladrillo, uno entero…».

Al cabo de unas horas empecé a gritar. Acudió la simpática enfermera.

—Lo siento —dije—, pero no puedo moverme, de otro modo habría llamado al timbre.

—No debería gritar tanto; en la habitación de al lado hay un paciente con tifoidea.

—Lo siento…

—El doctor no llega hasta la una. Tiene que embalsamar al alemán.

Sentí náuseas.

—Es solo por el calor —dijo la muchacha.

—¿Le importaría pedirle a esa gente que deje de cantar?

Se marchó. Los obreros siguieron cantando hasta la puesta del sol. Yalé no vino.

Por la noche me puse a charlar con la enfermera.

—¿Cómo puede trabajar con este calor? —pregunté.

—Es cuestión de costumbre. Si uno está sano…

—¿Cree usted que recuperaré la salud?

Sonrió.

—¡Ojalá solo tuviéramos casos tan sencillos como el suyo!

—¿Quiere usted decir que mientras uno no tenga la tifoidea…?

—No, no quiero decir eso. Aquí la gente se muere fácilmente, de todo tipo de enfermedades. Pero fíjese en su pie.

—Pues sí, parece bastante sano.

—Salvo la herida. En un par de días podrá bailar otra vez.

—¡Ojalá se tratara solo de bailar!

—¿No le ha dicho el médico que la darán de alta dentro de un par de días?

—¡Ojalá solo se tratara de eso!

—¿Pero qué es lo que teme usted? —preguntó la simpática muchacha.

Me incorporé ligeramente.

—Oiga —dije—, ¿cree que me pondré bien? ¿De veras escribió usted la carta que dicté?

Dejó su labor a un lado.

—Por supuesto —dijo en un tono que revelaba cierta extrañeza—, ¡por supuesto!

—Sí, sé que le dicté una carta para mi amiga Yalé.

—¿Se acuerda?

—Primero lo negué, pero ahora lo confieso. Sé exactamente lo que hice. Sé lo que dice la carta… Pero ya ve usted, aun así la chica no viene.

—Quizá hoy no ha tenido tiempo.

—Usted no entiende de eso. Tampoco vendrá mañana.

—¿No podría tener un poco de paciencia?

—No —dije—, usted no entiende de eso. ¡Si uno empieza a tener paciencia en este país está perdido!

La simpática muchacha se inclinó sobre mí.

—Tiene un poco de fiebre, debería tratar de dormir —dijo. Y como no contesté nada añadió de improviso—: No hay que empezar a temer a este país ni a responsabilizarlo por lo que pueda pasar. ¡Más vale no empezar!