Una fiesta en el jardín

(¡De nuevo he visto a Yalé! De nuevo la he visto…) Volví a ver a Yalé cuando regresé del valle a la ciudad. Para mi sorpresa constato que, en efecto, interrumpí mi estancia; es un hecho cronológico y prueba sencillamente el escaso poder que tiene sobre nosotros eso que llamamos realidad. Por mucho que rastree mi memoria, tengo que decir que, cuando me despedí de ella por primera vez, mi decisión de no volver a verla era irrevocable. Desde que en Abala nos montamos en las mulas para llegar a este valle atravesando los dos puertos, supe que este sería mi último camino, y este campamento mi última estancia. Se diría que éramos una caravana de muertos que, en el tórrido verano persa, transitaba con suave campanilleo por la montaña. Pero tales caravanas solo las he visto en el desierto iraquí; los camellos llevaban los largos y estrechos féretros en sus costados, a veces los cadáveres estaban simplemente envueltos en una alfombra. Y así los conducían, conforme a su piadoso deseo, a Kerbala o Nayaf, las santas ciudades funerarias de los chiíes. Un viaje de estas características duraba a menudo treinta días, y las tumbas en el recinto sagrado eran caras. Sin embargo, cuán consolador era el mero hecho de tener un último deseo cuyo cumplimiento daba paz y sosiego al alma atribulada. Pues por mucho que esta hubiera errado en vida, en ese momento se encontraba, por una vez, con que el camino estaba ya trazado.

Pienso sobre todo en los arrieros de camellos y en los guías de las caravanas porque, si bien las rutas que siguen no han cambiado desde tiempos inmemoriales, existen no obstante los vendavales de arena, que las azotan y hacen irreconocibles las huellas; existen también las tormentas cuyas aguas borran lo que queda del camino. En primavera, los ríos que manan de fuentes misteriosas llenan los vados secos en cuyas laderas no suelen habitar más que serpientes y lagartijas, acechante peligro para todo pie descalzo. Cuando la naturaleza se subleva de esta forma, los beduinos se desesperan ante sus tiendas ondeantes y ya no saben dónde se oculta el sol. Las oraciones les son arrancadas de los labios cual jirones y no alcanzan los oídos de Alá, e incluso el mejor de los guías puede extraviarse. Por eso agrupan sus camellos en círculo y los obligan a tumbarse hasta que amaina la borrasca; los animales permanecen en esta posición, con los largos cuellos inclinados, de tal manera que sus cabezas se tocan y ofrecen el aspecto de una rueda.

Dados los múltiples peligros y errancias, considero que la última voluntad de un piadoso arriero de camellos es bastante comprensible. Pues puede estar seguro de que un día la caravana de los muertos llegará al verde oasis de Kerbala o a la blanca ciudad de Nayaf, que, rodeada de un ancho cinturón de tumbas y coronada por la dorada cúpula de su mezquita, yace como espejismo centelleante en medio del desierto.

Volví a ver, pues, el camino de Abala. Los ascensos hacia los puertos me parecieron más largos, los descensos más empinados, y más inerte aún yacía en las honduras el valle muerto con el diminuto manantial, cuyos latidos ya no eran comparables a los del corazón de un pájaro.

Cuando por fin enfilamos la carretera divisamos a lo lejos, planeando sobre la llanura, un vaho caliginoso; era el polvo que envolvía la ciudad de Teherán como una nube tóxica.

Esa misma noche, el ministro de Asuntos Exteriores daba una recepción. Cientos de luces iluminaban el follaje asfixiado bajo finas capas de polvo; lámparas persas, provistas de orificios, pendían inmóviles sobre los caminos trazados con arte y maestría. El poder mortal del verano presidía la fiesta.

Sentado junto a mí se encontraba el encargado de negocios de la embajada alemana, un hombre que vivía desde hacía seis años en Persia y amaba el país. Murió de un infarto esa misma noche.

Doscientos invitados deambulaban entre los arbustos y los dos porches de la mansión, desde donde una amplia escalinata descendía hacia el jardín. Arriba tocaba una orquesta europea. Desde mi puesto vi a los bailarines, damas y caballeros vestidos de blanco, con rostros que parecían máscaras y cabelleras rubias y alisadas. Bailaban a cierta distancia unos de otros, las mujeres con la mano sobre el hombro de su pareja en ademán de discreta defensa.

A Yalé no la vi hasta muy tarde; su aspecto me causó un dolor particularmente agudo: desde que la había visto por última vez su enfermedad se había agravado.

En el porche, la orquesta dejó de tocar. De repente no oí sino voces de gente conversando a mi lado.

Como desfilando por una pasarela, Yalé vino a mi encuentro, rodeada de otras jóvenes. La pasarela era un camino entre arbustos oscuros; las pequeñas lámparas proyectaban su tenue luz sobre la cara muy blanca, muy maquillada de Yalé. Medí la distancia y vi que no nos separaban más que cuatro pasos.

«¿Habré invocado a veces esta cara en el alto valle?», me pregunté. Entonces caí en cuenta de que solo había hablado con un ángel, y al recordar su silenciosa presencia en la penumbra de mi tienda me percaté con horror de mi soledad.

Yalé se detuvo; charlaba con las muchachas, y su dulce voz llegaba hasta mí. A pesar del dolor que sentía en mi pie hinchado por la infección, me incorporé y fui a su encuentro.

—Has vuelto antes de lo previsto —dijo.

—No he vuelto por la fiesta.

Se quedó mirándome.

—Ni tampoco por ti —dije en voz baja—, sino por la infección y porque tengo que ver al médico. Solo por eso —agregué, como si se tratara de apartar cualquier sospecha lo más lejos posible.

—¿Quién volverá a llevarte al valle?

—Volveré lo antes posible —dije.

—Claro que sí —dijo en tono apaciguador.

—Y tu tienes fiebre… —Miré su cara blanca con las manchas rojas de la enfermedad en las mejillas y no reconocí mi voz cuando pregunté—: ¿No podría quedarme? ¿No podría hacer algo por ti?

—Ven —dijo.

Subimos al porche. Me tuve que apoyar en la barandilla de la escalinata.

—Pero si apenas puedes caminar —dijo Yalé, súbitamente preocupada.

—En efecto, arde como el fuego del infierno —dije riendo. Desde la balaustrada contemplamos el jardín. Las lámparas rojas se bamboleaban a la brisa imperceptible de la noche.

—Empieza a hacer fresco —dijo Yalé. El frescor no era más que un pequeño respiro; detrás del jardín, la nube tóxica gravitaba todavía como un rescoldo sobre los tejados abrasados por el calor.

—Mi padre ya no consiente que te vea —dijo de improviso—. Ya no consiente que vea a nadie.

Los invitados reanudaron el baile. Sus cuerpos, muy separados unos de otros, pasaban despacio a mi lado. Aun sabiéndolo desde hacía tiempo fui presa de un horror inconcebible.

—No lo tomes a mal, te lo ruego —dijo Yalé a mi lado.

Y la sentía ya tan lejos de mí. Tuve la sensación de que estábamos bailando como los demás, despacio y sin esperanzas de escapar al abrazo de la noche festiva.

—Ahora él sabe que estoy enferma. No quiere perderme, por eso me separa de vosotros. Es testarudo.

—¿No puedes ir a vivir con tu madre?

Entonces vi que luchaba con las lágrimas. Con la espalda doblada sobre la balaustrada respiró hondo para armarse contra la debilidad, la fiebre y el poder del llanto.

—No lo tomes así —dije.

—Ya estabas tan lejos —contestó—. ¡La despedida había sido definitiva!

Quise sublevarme, coger sus manos, protestar.

—Solo conseguirías que él se encolerizara contra mí —dijo tan mansamente como si el mal no se le infligiera a ella, a ambas—. Pensaría que me he dirigido a mis amigos para solicitar su auxilio contra él. Su orgullo no lo soportaría. Se vengaría de mí, y eso a ti no te serviría de nada. Y ahora tengo que marcharme.

La vi en la escalinata, entre muchas personas que subían y bajaban; luego la vi en el jardín, luego la perdí de vista.