Tuvimos largas conversaciones. No hablábamos de nada en especial ni nos empeñábamos en decirnos cosas trascendentales. No queríamos aclarar nada, y tampoco necesitábamos conocernos.
—Quizá no soy la muchacha que tu te imaginas —dijo Yalé en una ocasión—, quizá soy totalmente diferente.
—No me imagino nada —contesté.
—A lo mejor estarías decepcionada.
La conversación no pasó de ahí, y yo no tenía ningún motivo para estar decepcionada pues no reflexionaba mucho sobre su manera de ser, y menos aún sobre la relación que mantenía con ella. Existía el camino de mi casa a la suya —el camino con la prominente raíz del último recodo—, y eso era más que suficiente aunque se convertía en algo cotidiano e incuestionable. Por las tardes yacíamos a la sombra del gran árbol y conversábamos mientras los jóvenes, huéspedes en el jardín de los turcos, jugaban al tenis. Había gente simpática entre ellos, y a veces nos sentábamos junto a la cancha para mirarlos. Pero la luz blanca fatigaba a Yalé, y la gente se acostumbraba a vernos solas bajo nuestro árbol; de todas formas, las dos teníamos prohibido jugar.
Hacia la noche, el padre de Yalé volvía de la oficina. Bajaba del coche e iba derecho a la cancha de tenis. Al pasar me saludaba e intercambiaba cuatro palabras con Yalé. Tenía la voz queda y muy dura, y con solo oírla Yalé se ponía triste.
Por aquellas fechas le volvió la fiebre, y él censuraba su comportamiento.
—Quiere que vaya a la cancha y me ocupe de la gente —dijo.
—¿No ve que estás enferma?
—Dice que si lo estuviera tampoco podría conversar contigo y debería quedarme en mi habitación.
—¿Vamos a tu habitación? ¿No será mejor que guardes reposo?
Su rostro adquirió aquella expresión de sufrimiento sereno que yo soportaba menos que su llanto.
—No —dijo—, allí no puedo respirar. Allí tengo miedo. ¡Además, él ni siquiera toleraría que me acompañaras!
—¿Acaso no sabe que te gusta estar conmigo?
—Odia todo lo que me proporciona alegría. Me lo quiere poner difícil.
Entonces comprendí lo que nos esperaba.
—No te pongas triste por eso —dijo. Me giró la cabeza y se quedó mirándome—. Mi madre te tendría cariño —añadió.
Sonreímos al unísono.
—No puede prohibirme que te quiera —dijo Yalé.
—No —reiteré—, no nos puede separar.
Sostuvo mi cabeza entre sus manos como para tranquilizarme.
—Sí que puede —dijo—, es justamente eso lo que puede hacer. Es justamente eso lo que hará.
—¡Yalé!
—No te enfades porque te lo diga.
—Yalé, ¿acaso no sabe que solo nos tenemos a nosotras mismas? ¿Por qué iba a querer causarnos tanto dolor?
—Lo hará, y pronto —dijo Yalé mansamente.