La acusación

Quiero contar un episodio bello y corriente, un episodio que evocará las palabras amor y felicidad, y que estuvo a punto de rescatarnos, a mí y a otra muchacha, de la fatalidad a la que ella sucumbiría poco después. El hecho de que yo no pudiera salvarla, habiendo depositado ella alguna esperanza en mí, contribuyó sobremanera a mi desaliento definitivo.

La muchacha se llamaba Yalé. Su madre era circasiana; su padre, un hombre anciano, uno de aquellos turcos ortodoxos y honorables que de mal grado se resignan a las innovaciones que se han producido en su patria.

Ya he mencionado el nombre de Yalé, como también el de Zadikka, su pequeña hermanastra. Al principio de estas anotaciones me apresuré a contar que, cuando el calor gravitaba blanco y mortal sobre la llanura de Teherán, uno podía ir al jardín sombreado de los turcos y sentirse consolado, casi a salvo. ¡Sí, aquello era consuelo y amparo! ¡Aquello era un respiro!

¿Pero por qué tuvo que pasar tanto tiempo antes de que encontrara el camino hacia ese lugar? Después lo hallaba siempre, en la oscuridad de la noche y en la claridad del día, y conocía la prominente raíz del árbol del último recodo. Se convirtió en mi trayecto diario, aunque luego me lo prohibieron. En efecto, había intentado hacer de él algo cotidiano, y tan segura me sentía de él como si se hubiera hecho realidad. La venganza fue tremenda.

Entonces comprendí que, en aquel país, uno no debía abrirse a ningún sentimiento ni fiarse de esperanza alguna que intentara detener el engranaje de la gran desolación. Había estado a punto de comprenderlo cuando Yalé y yo nos conocimos. Si bien cada mañana despertaba en un vetusto jardín persa, sombreado y oscuro, no podía evitar que lo primero que me asaltaba fuese la angustia de verme enfrentada, día tras día, a un poder superior a mis menguadas fuerzas. Una y otra vez me veía acometida por ese país, ese cielo, esa gran llanura y las montañas que la rodeaban… ¿Dónde puedo refugiarme?, pensaba. No había amparo, no había respiro…

Luego, cuando apareció Yalé, al principio no quise creer que el consuelo simple y tierno pudiese existir entre dos personas. Y cuando nos lo arrebataron, incluso habría aceptado la pérdida como una pena justa, pues a pesar de que la severa justicia de instancias ajenas al ser humano nos resulta amarga e incomprensible, uno no puede sublevarse contra ella. Pero lo peor fue que no hubiese sido nada fuerte, nada grande ni incomprensible lo que me hizo sentir que el mío era un vano intento y un pobre consuelo; lo peor fue que hubiera sido una persona extraña e indiferente la que me ató las manos para descargar sobre mí el mal. En ese país, uno no tiene enemigos, y los amigos poco pueden remediar. Incluso la persona más próxima no ve que uno sufre y pugna por respirar; uno está solo. ¿Por qué ser enemigos, pues? ¿Por qué habría uno de odiar al otro o infligirle dolores tan alejados del ámbito de lo posible? ¿Por qué pelear? Los molinos de Don Quijote son tangibles y pueden desafiar el coraje; pero en ese país no había nada tangible por lo que uno tuviera que luchar, ¡y nadie podía envidiarle al otro siquiera su enemigo!

Sé que algún día todo se esclarecerá. La muerte de Yalé y mi vida amargamente errada; a ambas se les exigirán responsabilidades, y estoy segura de que no me sublevaré, a pesar de lo que me hicieron. Solo levantaré una acusación, más amarga que todo lo demás: la acusación de que personas extrañas e indiferentes pudieron atarme las manos para descargar sobre mí el mal…