A veces me pregunto por qué dejo constancia de todos estos recuerdos. ¿Deseo acaso dárselos a leer a personas desconocidas? ¿Deseo ponerme en sus manos o siquiera en manos de personas cercanas, de buenos amigos? ¡Pero es tan poco lo que les entrego! Tengo la certeza de que este libro no contiene confidencias.
De vez en cuando mis conocidos ingleses me preguntan qué estoy escribiendo. «Un diario impersonal», respondo entonces. Pues qué más impersonal que describir este valle o las montañas, las llanuras, las carreteras y los ríos; un pintor sabría hacerlo mejor. Incluso cuando hablo de la vida que hacíamos en la expedición el relato dista mucho de ser una confesión personal. ¿Las noches en la terraza de Persépolis? ¿Las conversaciones ebrias? ¿Nuestras borracheras esporádicas y la pipa de hachís que Bibenski se fumaba en alguna que otra velada? Eso es tan impersonal como la melancolía del país de Mazanderán, o como el pitido estridente del barco ruso en el puerto de Pahlevi. E igual de impersonal es divisar al alba la delicada nube en torno a la evanescente cima del Demavend y reconocerla una noche, en la penumbra de la tienda, cual sustancia irreal en torno a los rígidos hombros de un ángel…
Por tanto, no me pregunto por qué me descubro sino más bien por qué escribo. Pues ciertamente no es fácil hacerlo; es un esfuerzo tremendo y, probablemente, infructuoso. Hay que recordar, y aunque el recuerdo no nos suelta ni siquiera por un instante —ni a mí ni sin duda a mis compañeros de destino—, al menos no tenemos que saber nada de ello. En efecto, ya estamos acostumbrados a la condición que nos es propia en este país: no somos libres ni por un instante, no somos nosotros mismos, lo ajeno se apodera de nosotros y nos aleja de nuestro propio corazón.
Al comienzo, entregados al grandioso paisaje, a sus magníficos colores y formas puras, a su majestuosa peculiaridad, llamamos a ese estado la fase de las «impresiones fuertes». Experimentamos modos de vida exóticos, primero con curiosidad, luego con resistencia; pero en algún momento, y sin que sepamos cómo, nuestra resistencia nos abandona.
A las personas fuertes les basta una risa para sacudirse esas tentaciones, insidiosas como ciertas enfermedades. Los prudentes se marchan a tiempo a casa. Pero son muchos los débiles, y entre los más débiles estoy yo.
Llevo mucho tiempo escribiendo sobre este país, de la forma más objetiva y sin traspasar los límites de mi intimidad. ¿De dónde vienen pues ahora esas amargas ansias de confesión? ¿Es que de veras no hay nadie entre mis amigos a quien pueda confiarme de forma más sencilla? Los que tienen que vivir aquí fuera, ¿no saben acaso cómo son las cosas? ¿Acaso no pueden ayudar?
Pero, por extraño que suene, somos reacios a llamar las cosas por su nombre. A menudo hablamos sobre Persia; seguramente vale la pena conversar sobre sus múltiples maravillas y peculiaridades. Pero cuando uno siente nostalgia de su hogar no lo manifiesta, y ese es el primer escalón del sufrimiento.
Si estuviera en casa, en alguna risueña orilla europea, creería sin duda en la posibilidad de la conversación esclarecedora —sabido es que los médicos están persuadidos de sus virtudes—, pero aquí uno no cree en nada. Los ángeles son demasiado fuertes y caminan sobre pies indemnes; las personas, en cambio, no quieren solicitarse ayuda unas a otras, pues nunca se sabe exactamente dónde tiene el otro su punto vulnerable, no vaya a coincidir con el de uno mismo. Así cunde el silencio. Endurecerse, lo llaman…