Tres estancias en Persia…

He ensayado en Persia todas las formas de vida posibles, pero siempre he fracasado. He tenido a mi alrededor personas que, al igual que yo, solo intentaban vivir. Luchaban contra los mismos peligros, y mientras los peligros eran reales todo marchaba bien. Como yo, superaban los grandes caminos de montaña, las noches en orillas anegadas, los accesos de fatiga y de desaliento. Como yo, regresaban un día a la capital, vivían en las legaciones, tomaban baños, comían regaladamente y dormían muchas horas.

Creían, como yo, que de ese modo podían recuperarse y fortalecerse para nuevas aventuras. Superaban la disentería y la fiebre, comenzaban a beber y frecuentaban cada noche y durante semanas los tristes locales de Teherán, donde había whisky, música y bailarinas. El ambiente era similar al de las ciudades europeas. Un día se sacudían la pereza…, ¿pero cuánto tiempo duraba el efecto? Pues en cierto momento llegaba el peligro intangible. Entonces uno ya no podía formular propósitos morales, de nada servía ya dominarse.

El peligro tiene diferentes nombres. A veces simplemente se llama nostalgia del hogar; a veces es el árido viento de las alturas, que crispa los nervios; a veces, el alcohol; otras, un veneno peor. Y algunas veces no tiene nombre, y es cuando a uno lo azota el miedo innominado.

Durante los primeros meses viajé con nuevos amigos y fui conociéndolo todo: Persépolis e Isfahán, los jardines de Shiraz, las ermitas de los derviches en la roca pelada, las grandes puertas de las mezquitas, las carreteras interminables, las aún más interminables llanuras. Crucé los puertos y cabalgué por los caminos de herradura de las montañas de Elburz. Vi la orilla del mar Caspio, la jungla y los arrozales, los cebúes en la playa fustigada por el vendaval, los techos de paja bajo la pesada lluvia, los leñadores y pastores turcomanos y las plazas grandes y desiertas de Rasht y Babol, dos ciudades de provincias. Vi la rica Mazanderán, paradigma de la melancolía.

Abandoné Persia por el puerto marítimo de Pahlevi. Allí pasé el último día. Las caravanas de camellos venían de Tabriz, paseando sus campanillas por calles tan grises como la niebla. Frente al hotel, los chóferes aguardaban a los viajeros que venían de Bakú. En el patio de la fonda me encontré con un hombre que parecía un aventurero europeo, cansado y enfermo de malaria. Me reconoció; no recordaba dónde me había cruzado con él. Se hacía llamar Shanghai-Willy y era un ingeniero danés.

—Me marcho —dije— y no volveré.

—Eso lo dicen todos —dijo él.

Fuimos a tomar algo, luego llegó la hora. Me acompañó al edificio de la aduana. Un funcionario le dijo que iban a cargar arroz, por lo que el barco no zarparía hasta las siete de la tarde. Nos pusimos a deambular entre las pilas de mercancías mientras fumábamos. En el edificio de la aduana estaba prohibido hacerlo; fuera también. Por eso tomamos una barca de remos que nos llevó a la laguna. Desde allí se podían contemplar el pequeño puerto y los navíos rusos, que en realidad eran vapores de poca eslora pero que vistos de lejos parecían colosos. En la parte más estrecha de la laguna se distinguían los primeros pilotes del nuevo puente.

—Ahí estoy construyendo yo —dijo Shanghai-Willy con orgullo. Me contó que a los trabajadores los sumergían en tanques estancos para que cavaran los huecos de los pilotes. Tuve que escuchar muchas explicaciones sobre los puentes que Shanghai-Willy había construido en Turquía y en Irak. En cambio, no me contó lo que había hecho durante ocho años en China. Luego regresamos a la orilla, al embarcadero que correspondía a su casa. Para alcanzar la escalera había que trepar por vigas y bloques de hormigón.

Arriba, sentado ante una mesa de dibujo, estaba su asistente, Nils, un sueco de veinte años, de piel rojiza, cabellera rubia y gran boca de niño.

—Danos algo de beber —dijo su jefe.

Nils se incorporó e hizo una reverencia; fue a la habitación contigua y volvió con vasos y una botella de whisky medio vacía. Shanghai-Willy levantó la botella para examinarla a la luz de la lámpara.

—¿No me dirás que anoche me bebí todo esto? —dijo.

Claro que sí —dijo Nils—. ¡Lo afirmo y lo sostengo!

Apuramos la otra mitad de la botella. De vez en cuando me acercaba a la ventana para mirar hacia el muelle donde estaba anclado mi barco.

—Cuando empiece a echar humo todavía estaremos a tiempo de salir —dijo Nils con aire de enterado.

Alcanzamos la escalerilla en el último momento. Shanghai-Willy y Nils se quedaron en el muelle, con las manos enterradas en los bolsillos. Durante un trecho nos acompañó el barco del práctico, que lucía pabellón persa.

Así abandoné Persia por primera vez…

Cuando, cuatro meses después, regresé procedente de Rusia, recalé de nuevo en Pahlevi. Pero a esa estancia ya me he referido antes. El día era nuboso. Luego me quedé en Rhages, en el jardín de los granados. En esa ocasión, la vida no era tan mala; trabajábamos mucho y nuestras alfarerías islámicas y fragmentos de cerámica china nos daban tanto que hacer que prácticamente no nos percatábamos del ruido que hacían las campanillas de las caravanas. La tierra muerta entre las ciudades vecinas apenas ocupaba nuestro pensamiento. Todo aquello no revivía más que durante las largas noches, pero entonces se confundía con mis sueños. El mundo onírico tardó en apoderarse de mí, y más aún tardó en hacerlo la angustia. Entonces empecé a comprender la grandeza letal del país que nos arrobaba cada mañana con sus bellezas y su crepúsculo sobrenatural.

Ese fue mi segundo intento de vivir en Persia. Cuando, poco antes de Navidad, abandonamos Rhages, no se sabía quién de nosotros volvería. Pero evitamos el tema. Durante los últimos días llenamos treinta cajas para los museos de Boston y Filadelfia que habían costeado nuestras excavaciones con el fin de obtener piezas de cerámica del mundo islámico. Embalamos cuencos pintados con cobalto y esmaltados, vasijas de loza gruesa procedentes de épocas más antiguas, moteadas y con mogate, impropiamente llamadas gabri, que significa mercancías de los que adoran el fuego; luego, grandes cuencos blancos de poca profundidad, hechos a la manera china, y otros que presentaban vetas turquesas sobre un fondo negro. Gastamos cantidades inmensas de virutas y de papel de periódico, y una vez cerradas las cajas, estampamos sobre ellas la dirección con pintura roja. También se embalaron los fragmentos, provistos todos y cada uno del correspondiente número de catálogo, y se confeccionó una lista con el contenido de cada caja.

El museo era demasiado pequeño, de modo que embalamos al aire libre, expuestos a los gélidos vientos de otoño.

Y llegó el día en que George partió con los dos camiones. Nadie le envidiaba la tarea de tener que llevar treinta cajas a través de las montañas y el desierto sirio hasta el mar Mediterráneo.

Entonces la expedición se disolvió rápidamente, y ya en Teherán nos perdimos de vista; era como si nunca hubiésemos caminado juntos, por la mañana, sobre el campo de excavaciones de Rhages…

Exactamente cuatro meses después regresé de nuevo al Oriente Medio y desembarqué en Beirut. De la expedición no había sabido nada, tampoco de la fecha en que esta reanudaría su trabajo en Rhages.

Antes de dirigirme al hotel me acerqué, desde el barco, al edificio de la aduana para informarme sobre mi coche. Allí, caminando entre cajas y fardos procedentes de Filadelfia, me encontré a mi amigo George.

No fue más que una extraña casualidad, y de hecho nos separamos al poco rato, puesto que cada uno de nosotros estaba ocupado con sus propios asuntos.

Por la noche George vino a mi hotel y tomamos un cóctel en la terraza. Me dijo que a partir de ahora sería el subdirector de la expedición de Rhages y que había traído dos nuevos Buick. Pronto llegaría también un avión. Casualmente, mi nuevo coche también era un Buick. George tenía poco tiempo, debía partir y coger la ruta más corta, vía Bagdad, mientras que yo proyectaba un gran viaje hacia el norte, a la frontera rusa, pasando por Mosul y el Kurdistán. George comentó que era un bonito plan y que mi situación le parecía envidiable. No sé por qué de repente, mientras hablábamos del viaje, me sentí desalentada.

En Beirut hacía ya bastante calor, y la brisa nocturna que venía del mar nos reconfortaba. Tomamos otro cóctel y prometí a George recogerlo al día siguiente en su hotel. Después probaríamos mi nuevo Buick en la carretera asfaltada de la costa.

Pero el propósito no se materializó. Cuando llegué y pregunté por George me dijeron que se había marchado rumbo a Damasco.

Ahora bien: no era eso lo importante, puesto que al cabo de un par de semanas lo volvería a ver en Teherán. Además, había sido mera casualidad el que nos hubiéramos encontrado en el edificio de la aduana. No obstante, la sensación de desaliento repentino me persiguió por mucho tiempo, y llegué a la conclusión de que, posiblemente, tenía que ver con la casualidad de nuestro encuentro. ¿Y si hubiera pedido a George que me llevara con él? Sabía que no habría puesto reparos. Pero no se lo había pedido, y ahora era demasiado tarde.

Medité sobre los límites de lo aleatorio, que desempeñaba un papel tan importante aunque engañoso en aquellos países donde nos movíamos con una libertad aparentemente ilimitada. Una vez más había elegido mi camino conforme a un muy libre albedrío. ¿Dar un rodeo por el Kurdistán? ¿Adónde quería ir a parar?

Y hoy me encuentro en este valle que llamamos The happy valley, situado por lo visto al final de todos los caminos.