Noches de Rhages o el principio del miedo

Pero las de Persépolis eran noches ligeras. Noches claras, no siempre iluminadas por la Vía Láctea, no siempre alumbradas por la luz de la luna que se derramaba como un río sobre la durmiente llanura; noches de conversaciones claras, ligeras y tristes, de claras y ligeras borracheras de vodka; noches de largos crepúsculos que uno aguardaba en la terraza, y de suaves rachas de viento que rozaban las sienes acaloradas. Estirado sobre el catre, uno soñaba con caminos de futuro que serpenteaban por llanuras desconocidas, proyectándose hacia las montañas de las esperanzas. Uno yacía ahí, lleno de fe, agitado por la añoranza que, esbelta como las blancas columnas del exterior, se proyectaba hacia las alturas donde la alegría se unía a la tristeza. Podía soportarse con una sonrisa.

Conocí, en Persia, noches de índole muy diferente. Noches en que todo quedaba a oscuras y no había escapatoria. En Rhages, la ciudad muerta próxima a Teherán, solo separada de sus puertas por una nube de polvo, había noches totalmente huérfanas de voces amables pero repletas de ruidos portadores de lo ajeno. La polvareda que nos separaba de la capital habitada y de sus concurridas calles era casi insuperable. Pues cubría y embozaba un país que no era un país cualquiera. Era, desde hacía muchos siglos, tierra de ruinas. Al parecer, desde la invasión de los mongoles nadie se ha asentado allí, y donde uno hincara la pala no encontraría sino restos de muros, escombros y otros vestigios de la gran devastación.

La arena los cubre; llega del gran desierto de sal, última patria de los onagros. Aunque se asemeje al agua e imite el juego de las olas, la arena no es más que un elemento muerto. Pero mucho peor que todo ello es el hecho de que la gente de estas tierras lleve a sus muertos allí donde los vivos ya no quieren asentarse. Así, la franja entre Rhages y Teherán se ha convertido en un gran cementerio. Por lo general, sobre las tumbas no suele haber más que montoncitos de arena, alargados como el cadáver que descansa en su interior. Menos frecuentes son los pequeños sepulcros de adobe; menos frecuentes también, la cúpulas azules que falazmente relucen al sol.

Al atardecer, cuando el sol está próximo a extinguirse, a lo lejos, entre los árboles del oasis, todavía se vislumbra la cúpula dorada de Sha-Abdul-Azim, única promesa refulgente en el gran yermo. Pero quien en esa «hora muerta» se encuentre en la carretera que une las dos ciudades vecinas está completamente desguarnecido, a merced de la proximidad de la muerte, a punto de enterrar la cara en el polvo y de entregarse a un largo sueño como quien agoniza aquejado de hipotermia.

A veces se divisan allá fuera lejanas bandadas de buitres negros posados en la llanura; aguardan inmóviles con sus cuellos desnudos que tienen el color rojizo y amarillento de la arena. Primero uno avista una fila y se estremece; después son muchas las filas que se divisan y empiezan a multiplicarse tan rápidamente como lo hacen ciertas imágenes en las pesadillas. Al poco, la planicie extinta queda enteramente cubierta de buitres, y al otro lado de la carretera no hay más que tumbas y mujeres ataviadas de velos negros que deambulan furtivamente entre los muertos, yendo y viniendo en señal de luto. La visión no es menos terrible, por lo que no merece la pena volver la mirada y elegir entre alternativas tan espeluznantes.

Al borde del cementerio —si su extensión no es infinita— transitan los camellos, pues de Teherán a Veramin discurre una de las rutas de caravanas más antiguas de Persia; cruza por delante de Rhages, al pie mismo de la casa de nuestra expedición, atraviesa el vado ante el portal y bordea la tapia del jardín. Pasa tan cerca que oímos nítidamente el sonido de las campanillas, una de las voces más precisas de mis recuerdos. Cuando se bambolean en los costados de los animales producen un ruido atronador; cuando cuelgan de sus cuellos, repiquetean. Es algo ajeno y muy lejano ya, pero rezuma la misma tristeza.

Al rayar el alba sonaba una campanilla similar, era la campanilla que nos despertaba. Los perros que solían dormir sobre la estera de paja junto a mi lecho se sobresaltaban. Así comenzaba el nuevo día. Apenas tenía tiempo de enfundarme el pantalón, la camisa y el chaleco de piel. Ante la puerta aguardaba Gelina, una anciana rusa, con el vaso de té en la mano. «Drink, my child», decía. Siempre me llamaba «mi niña», y cuando al cabo de un año volví a Rhages, me abrazó llorando. Decían que antes de llegar a la excavación para emplearse como criada había regentado un burdel en Teherán. Pero qué importaba; era cariñosa y de buen corazón, además era una pobre desgraciada. A menudo me decía que de noche rezaba por mi alma. Y yo bien que lo necesitaba.

Durante los meses calurosos, la campanilla sonaba a las cuatro de la mañana; en otoño, a las cinco. El crepúsculo de los días otoñales era prolongación de la noche. Asombrosas escalas de luz se sucedían en el pálido cielo. Salíamos en el camión hacia el campo de las excavaciones, donde nuestros trabajadores realizaban la oración matinal mirando al este. A veces hacía un frío gélido, pero a las ocho, cuando sonaba la campanilla del desayuno, el sol daba ya en la entrada de la tienda, y mientras comíamos nos desprendíamos de los chalecos de piel. Las mañanas en la excavación eran largas; los días, cortos. Mientras en el museo ya oscurecía, nosotros seguíamos sentados en nuestros taburetes, ordenando objetos y dibujando números de catalogación.

A mi lado estaba el puesto de George, mi mejor amigo. Más tarde, cuando despidieron a los trabajadores, nos quedábamos todo el día en el museo para «despachar el trabajo». Había mucho que hacer. Van empezó a beber y se pasaba las noches ante su mesa de dibujo. Así nos acostumbramos a seguir trabajando después de la cena. Cada uno tenía un quinqué al lado de su puesto. Yo pasaba a máquina las fichas del catálogo. George, junto a mí, tenía un trabajo más difícil y más científico: descifraba la inscripción de las monedas con el microscopio. El director, sentado frente a una pila de objetos, redactaba el gran catálogo general del que yo hacía una copia resumida para las fichas. Era un alemán aplicado; bebía poco, no leía nada y trabajaba mucho. Su mujer, una estadounidense joven y rica, venía a veces al museo para ofrecernos vodka. Bebíamos durante el trabajo, tiritando de frío. Así transcurrían las largas noches.

George me acompañaba a mi habitación; atravesábamos el jardín de los granados. Aunque no tocábamos el tema, él sabía que yo tenía miedo. Mi miedo era infundado y extraño. Sola, había superado peligros mayores que el de atravesar un jardín propiedad de una expedición estadounidense, rodeado de una alta tapia de barro. Por eso el ruso Bibenski no entendía que yo tuviera miedo; me tenía por una muchacha valiente.

A veces, de noche, después del trabajo, iba a su barraca para fumarme una pipa de hachís con él. Nos sentábamos en el suelo de barro apisonado, recostados contra la pared; a veces me daba un cojín y un pustin, a veces se le olvidaba. Su criado nos cargaba las pipas metiendo en la cazoleta un trozo de hachís del color de la arcilla y cubriéndolo con una capa de tabaco. Bibenski, flaco, de pómulos salientes y ojos afiebrados de desvaído brillo, daba hondas caladas a la pipa. Yo no conseguía imitarlo, me atragantaba y tosía. Hassan, el criado, un muchacho de quince años, lo notaba y sonreía. El ruso, arrodillado frente a mí, abría los labios, aspiraba hondo y me obligaba a hacer lo mismo. Yo lo intentaba y tosía hasta marearme.

—No aprenderás nunca —decía.

—Prefiero irme a dormir —decía yo, y salía al jardín donde reinaba el silencio… Pero a la puerta del museo, en la penumbra, aguardaba George.

—La acompañaré —decía el hombre, que calladamente adivinaba mi innominado miedo. ¿Miedo? Por entonces ni siquiera comprendí en qué consistía esa nueva sensación. Más tarde, cuando se hizo avasalladora y estuvo a punto de destruirme, la comprendí. Y desde entonces, sobre el soberbio y policromo yermo de aquellos países, sobre su recuerdo en parte transfigurado, en parte terrorífico, planea cual penacho de humo el miedo sin nombre.

Nuestro jardín era el granadal de un persa acaudalado. Entre los pequeños árboles discurrían nuestros arriates con los fragmentos de cerámica, y a la vera del camino corría el turbio arroyo de las tarántulas. Por detrás se alzaba la tapia de barro que nos separaba del mundo exterior. ¿Pero qué era, en este caso, el mundo exterior? ¿La nube de polvo, la ruta de las caravanas, el vado, la llanura del cementerio, la de los buitres, la difuminada carretera hacia la capital?

Sabíamos que bajo la arena había ruinas y que excavaríamos en busca de preciosos fragmentos. Pero eso se hacía durante el día, y ahora era de noche.

George caminaba por la alameda, a mi lado. Se nos unían los grandes perros moteados que dormían junto a mi cama y ahuyentaban a las ratas.

Gelina dormía en la terraza. Yo cogía el quinqué de la mesa antes de encaminarme a mi habitación. George me daba las buenas noches y el apretón de su mano me tranquilizaba durante un minuto.

—Ahora ya no tienes que tener miedo —decía, y la luz de su linterna se deslizaba sobre los peldaños hacia el oscuro jardín. A veces subíamos a fumar a la azotea. A nuestros pies se encontraba el río que bordeaba la tapia. Tenía visos plateados y atravesaba la llanura rumbo al Demavend. Se podía seguir con la mirada hasta muy lejos, pero hacerlo no era propiamente un consuelo. No hay, en aquel país, un consuelo propiamente dicho. Y siempre creí que en aquellas aguas plateadas flotaban peces muertos, con sus plateadas panzas vueltas hacia arriba.

Después yacía en mi cama, bajo un techo de vigas y paja, y los perros moteados respiraban pausadamente a mi lado y alzaban la vista hacia mí cuando me movía. Comenzaba la noche de los sueños. El muro de la pequeña casa, la pared de mi cuarto, era al mismo tiempo la continuación de la tapia del jardín; y si bien me resguardaba del viento y de las lluvias otoñales no me protegía del ruido atronador de las campanillas de las caravanas, de los gritos de los arrieros empujando a los camellos por el vado ni del acompasado murmullo del plateado río. Ante eso no había protección alguna. Ante eso no había nada, y yo lloraba añorando a mi madre.

¡Como si algún alma mortal hubiese podido oírme!

Lentamente fui entendiéndolo. Era el principio del miedo que nunca venceré. Ya nunca podré olvidarlo.