Por la gran carretera atravesábamos la meseta onírica de Persia, grande y saturada de calor. Era la misma carretera que, muchos siglos atrás, después del incendio de Persépolis, verdadero ocaso del mundo, recorrieron los soldados de Alejandro rumbo al norte para capturar al fugitivo rey Darío. El soberano se había dado a la fuga. Había luchado con coraje, pero ya nada pudo hacer después de perder la batalla de Gaugamela, razón por la que huyó imparable por las montañas kurdas, el país de los medas y Bakhtria, sus territorios, hasta que Bessos, su lugarteniente, lo mandó asesinar.
Tampoco la meseta de Persia ha cambiado desde entonces, y seguramente no cambiará jamás. En sus confines siempre descansan, cual barcos varados, las montañas a las que uno cree acercarse; pero cuando por fin las ha alcanzado, ve que tras ellas comienza otra meseta que en realidad es la misma, y cuyos confines nunca alcanzará.
Así se lo dije a Barbara, sentada junto a mí en el vehículo.
—Nunca llegaremos a Persépolis —le dije—, no resistiremos este viaje.
—Son cuatrocientos kilómetros —dijo ella—, y ya los has resistido una vez.
—Precisamente por eso —dije yo—; la primera vez uno se atreve a todo porque no sabe lo que le espera. Pero después… ¡después uno no debería volver a tentarse a sí mismo!
—Esta vez he sido yo quien te ha tentado —dijo Barbara—. Te he persuadido para hacer este viaje. ¡Ahora no digas que te arrepientes!
—En cualquier caso, lo habría intentado otra vez.
—¿En cualquier caso?
—Sí, porque en este país uno tiene que cerciorarse doblemente de las cosas que ama.
—¿Quieres decir que te resistes a la cualidad onírica?
—Sí —dije—, la temo. Temo las cosas perecederas.
Pero el mero nombre de Persépolis era ya imperecedero e intocable, ya la mera visión de sus ruinas era imposible de olvidar.
—Este país acobarda —dijo Barbara.
Tuvimos que conducir muchas horas hasta que comenzó a refrescar un poco; luego, otras muchas horas a través de la oscuridad. Enclavada sobre su promontorio, Yezdi Yazd estaba sumida en una luz solar tan estridente que al principio la tomamos por un espejismo. Pero también ese lugar, ciudad de los mendigos, era real, y de sus cuevas y huecos de ventanas ruinosas salieron niños leprosos para rodear nuestro vehículo.
Rashid condujo durante diez horas sin fatigarse. Le bastaba una sola cerilla para encender un cigarrillo, una habilidad que Barbara le envidiaba. Yo dormía con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados.
En cierto momento, nos detuvimos en una ciudad para comprar gasolina. Unos nos dijeron que nos quedaban seis, otros que sesenta fardas de viaje. Tenemos gasolina incluso para sesenta, dijo Rashid. Un fardas es la antigua medida de Pasargadas; las tropas persas tardaban una hora en salvar esa distancia.
Me eché a llorar.
—¿Quieres que pasemos la noche aquí? —me preguntó Barbara. Dejé de llorar y proseguimos el viaje.
No recuerdo si luego atravesamos el bosque de helechos, donde la carretera desciende en cerradas curvas; tampoco recuerdo cómo alcanzamos por fin la meseta al fondo de la cual, muy lejos todavía, yace Persépolis.
Vimos sus columnas a la luz de la luna, abandonamos la carretera principal, y lo reconocí todo. Emocionada, abracé a Barbara.
Cuando poco después salimos a la terraza, Rashid, acostado en un catre, ya dormía.
Era una gran noche persepolitana, clara como la luna. Desde la terraza, que dominaba la planicie como suspendida por unas cuerdas, se apreciaban las montañas que emergían sin pie en el horizonte; una orla plateada rodeaba reluciente su oscura mole, y una luz celestial lo anegaba todo, las montañas, la meseta y los relieves de la escalinata real. El mundo yacía en su ligero sueño de alturas, bastaba un soplo de viento para despertarlo. Detrás de la roca, donde los aqueménidas descansaban en profundas cámaras sepulcrales, las nubes se deslizaban blancas hacia la Vía Láctea; su vuelo era casi alegre. Luego empezaron a multiplicarse y a esparcirse en el excelso espacio formando grupos compactos, a anteponerse blandamente al acerado azul y a tapar la luna. La tierra quedaba a la sombra.
—Todo sigue igual —dije, y mi amigo Richard asintió:
—Nada ha cambiado. ¿Todavía te acuerdas?
Me acordé; recordaba noches idénticas, de idéntica ebriedad, de serenidad, tristeza y excitación, suscitadas por el mismo silencio sobrehumano y desapasionado del lugar. Pero en aquel entonces uno se sentía más arropado, porque estaba ese hombre que, con su sabiduría y su hondo amor al pasado, había arrancado Persépolis del olvido convirtiéndola en una morada de la exploración y del hacer científico. Ahora el profesor se había marchado. Los libros de su biblioteca, embalados en baúles, esperaban en Bushire para ser enviados a Inglaterra, a Estados Unidos, o adondequiera que el apátrida se encaminara. Antes los altos ventanales de su despacho estaban iluminados durante toda la noche; ahora permanecían oscuros entre los pilares de piedra del harén de Darío, que habían sido levantados de nuevo y coronados con vigas y cabezas de toro de madera.
—La verdad es que el profesor no siempre nos lo puso fácil —dijo Richard—, era tan cerrado que uno apenas se atrevía a dirigirle la palabra. No parecía ni siquiera tomar nota de nuestro trabajo, nunca nos elogió. Sin embargo, ahora desearía que volviera…
Se había producido pues un cambio trascendental desde entonces.
Un gran erudito, expulsado de su patria por su condición de judío, se había visto obligado a abandonar también su patria de elección, el castillo real de los arios primitivos…
Recuerdo que un diplomático alemán de alto rango me dijo: «¡Precisamente en los tiempos que corren el profesor, como no ario, tendría que haber dado muestras de máxima prudencia!».
—Sí —dijo Richard, pensativo—, es la lógica infame de esa gente…
Los sucesores del profesor eran jóvenes estadounidenses, excavadores de buena voluntad, scouts; ninguno de ellos sabía descifrar ni siquiera una inscripción cuneiforme.
—Y aunque supieran —dijo Richard—, aunque enviaran a personas competentes, ya no sería lo mismo.
Unos amigos comunes de Teherán me habían encomendado convencer a Richard de que aceptara la nueva situación y se quedara.
—¿Aguantar? —preguntó él. Estaba apartado de mí, a la sombra de un portón presidido por un genio barbudo de alas desplegadas.
—Tienes apego a este lugar —dije.
Asintió.
—Desde hace cuatro años. Y desde hace cuatro años no he estado en Alemania… —dijo—. Los estadounidenses odian a Alemania, la odian como solo puede odiar la gente inculta. Ignoran que la esvástica no es Alemania, y olvidan que el profesor también era alemán.
—¿No puedes explicárselo?
—¿Yo? —preguntó.
—Tú sabes cómo son las cosas.
—No, no sé en absoluto cómo son las cosas. Durante todos estos años he sentido nostalgia, nostalgia de una Alemania que por lo visto ha dejado de existir. Y lo que existe ahora no se puede defender. ¡Simplemente no se puede defender!
—No, no se puede.
—Y por eso tengo que soportar cada día su odio, su desprecio, sus chistes. Además, mi madre es judía.
Guardé silencio, profundamente conmovida.
Richard no parecía estar esperando respuesta. Durante un rato permaneció en silencio, con la cabeza erguida. Observé cómo el mentón anguloso sobresalía en su dura cara de niño, cómo la frente cuadrada se le arrugaba y las gruesas cejas se le fruncían. Luego se me fue acercando lentamente.
—Eres la menos indicada para decir que hay que aguantar —dijo—. Sabes muy bien que eso es imposible en este país, que no tiene sentido.
—¿Entonces quieres marcharte?
Asintió con la cabeza.
—¿Y cuál será tu futuro? ¿Quieres volver a Alemania?
—Sí, para visitar a mi madre, pero nada más.
—¿Y después?
Se encogió de hombros.
—Ven —dijo—, los demás nos esperan.
Bajamos las escaleras y volvimos a la casa donde se alojaba la expedición.
—Tienes que darte un poco de tiempo —dije—. Llevas cuatro años aquí, haciendo acopio de paciencia; ya no puedes calibrar bien lo que sucede en tu país.
—Sí, me daré tiempo.
Me habría gustado decirle algunas palabras de consuelo. Pero la paciencia no es un consuelo para un hombre de veinticinco años, y la impaciencia solo podía separarlo de Persépolis. Aunque eso significaba también salvarlo de ese país.
—Comprenderás que no puedo quedarme —dijo Richard, ya en la puerta de su habitación.
—Sí —dije—, no debes quedarte más tiempo.
En la habitación de Richard seguían Barbara y el joven Heynes, su compatriota. Heynes estaba ya un poco borracho. Discutían acaloradamente sobre Roosevelt y la National Recovery Administration (NRA), y Heynes poco podía oponer a los argumentos que Barbara formulaba con maravillosa concisión. Se hacía el escéptico, y Barbara protestaba con su voz opaca y severa.
—¿Adónde iremos a parar si ni siquiera los jóvenes como usted se interesan por el futuro? El futuro, nuestro futuro americano, debería importarnos a todos. Roosevelt nos había tendido la mano, nosotros solo teníamos que aceptarla. Por entonces trabajábamos en el office todo el día y la mitad de la noche, y durante el lunch nos sentábamos juntos para poder conversar. ¡Porque hay que hablar de las cosas, hay que saber lo que está en juego, hay que ser inteligente!
—¿Y qué se saca en claro? —preguntó Heynes, con la cabeza apoyada en el respaldo de la silla—. ¿De qué sirve saber que la cuestión racial no tiene solución y que toda América está llena de problemas que superan a nuestros mejores hombres? ¿De qué sirve todo eso?
—¡Si usted supiera lo espantoso que fue el fracaso de la NRA! —exclamó Barbara en tono apasionado—. ¡Hasta qué punto estábamos todos involucrados!
Heynes sonrió con gesto soñoliento:
—Ya lo ves.
—¿Y tú te dedicas a los palacios de los aqueménidas (in this rotten country) y crees que puedes no implicarte? ¿Crees que eso no va contigo?
Enmudeció.
—¿Qué sabe usted de Persia? —intervino Richard, de pie junto a mí en el umbral de la puerta—. Además, Heynes es arquitecto como yo, y para nosotros es interesante e instructivo dedicarnos a los palacios de los aqueménidas.
Barbara, con un movimiento rápido, volvió su bella cabeza.
—Por fin llegáis —dijo—. Me parece que ya no nos queda nada para beber. —Nos tendió su vaso vacío.
Echamos un tomán plateado para determinar quién tenía que ir a buscar aguardiente a la taberna de la fábrica de azúcar. Le tocó a Richard, y yo lo acompañé.
La fábrica de azúcar se hallaba abajo, en la llanura. Divisamos sus luces cuando enfilamos por la carretera de Shiraz. El viento arrastraba el polvo levantado por el vehículo, la luz de los faros lo traspasaba suavemente como si atravesara una cortina de niebla. Richard iba al volante. Al menos no estaba borracho.
—Eres muy amable en acompañarme —dijo.
—Antes solíamos viajar juntos toda la noche. Recuerdo que cruzamos el río para ir a Naqs-i-Rustam y que incluso llegamos a Isfahán.
—Sí, antes… —dijo Richard, mirando al frente con el gesto tozudo de los solitarios.
—No hace tanto —dije vacilante. En efecto, solo había pasado un año, aunque me parecía una eternidad.
—Desearía que volviéramos a Naqs-i-Rustam —dije—, como hicimos entonces.
—Está el río de por medio.
—O al fin del mundo.
—Ya estamos en el fin del mundo.
Doblamos hacia el patio de la fábrica de azúcar. Había que bajar del vehículo, acercarse a la barraca, abrir una puerta y resistir la embestida de la humareda, de la turbiedad amarilla, la embestida de muchos rostros persas. El hombre que atendía la barra era ruso.
—¿Tienes vodka? —preguntó Richard. El hombre nos dio dos botellas. Mientras esperábamos tuvimos ocasión de examinar el ambiente. Lo que se había congregado allí era sin duda la escoria de Persia. Había nómadas rechazados por su tribu, atraídos por la tentación de una vida diferente. Había también gentes del Luristán expulsadas de sus pueblos y hombres desterrados de las aldeas y las ciudades. Rostros flacos y macilentos, curiosamente parecidos, cuerpos extrañamente desmadejados, con ropas miserables importadas de Estados Unidos y vendidas al por mayor desde Bushire, pues el traje nacional de Persia había sido prohibido por el gobierno de cuño progresista. Los fumadores de opio estaban sentados en un rincón, separados de los bebedores comunes y corrientes, cerca del horno de barro donde se hallaba el enorme samovar. Si un europeo preguntaba qué hacían esos hombres allá al fondo, le contestaban: «Están enfermos». Por lo general tenían hambre y, embotados por el humo dulzón, se agazapaban como animales sobre sus alfombras y gruñían a los forasteros.
Le pagamos al ruso las botellas de vodka. Fuera, el resplandor de la luna se reflejaba blanco sobre la arena. Dimos media vuelta con el coche y emprendimos el viaje de regreso. Iba sentada al lado de Richard, con el brazo sobre sus hombros. Volvíamos a ser amigos como en los tiempos que no retornarían. Y fue de nuevo un largo camino que, recto como una flecha, cruzaba la resplandeciente cortina de niebla. Luego aparecieron las solitarias columnas de Persépolis, encaramadas sobre la terraza que parecía planear fantasmagóricamente por encima de la llanura.
Cuando entramos en la habitación de Richard, Heynes estaba solo porque Barbara se había ido a la cama. Nos sentamos; Richard abrió una de las botellas. Heynes, locuaz y borracho, nos explicó los nuevos planos de la fortaleza, que, a diferencia de lo que se acostumbraba a hacer en los tiempos del profesor, ya no se dibujaban manteniendo la desviación de treinta grados con respecto al norte, correspondiente a la antigua planta de la ciudadela, sino de acuerdo con el sistema de cuadrículas de diez metros cuadrados, orientadas de norte a sur, que era lo correcto según Heynes.
—¿Y qué pasará con mis planos? —preguntó Richard.
—¿Tus planos? Pero si son obsoletos —dijo Heynes con amabilidad.
—¿Y las publicaciones del profesor?
—Espera a ver si publica.
—Él respetaba el sistema de los treinta grados.
—¡Todo eso es obsoleto!
—Conque esas tenemos —dijo Richard—. Eso es lo que estáis tramando.
—Respetamos a tu profesor —dijo Heynes con ánimo apaciguador—. ¡Pero comprenderás que no podemos trabajar siguiendo vuestros planos, absolutamente caducos!
—Por supuesto que no —dijo Richard—. Por supuesto que estáis mucho mejor informados sobre Persépolis. ¡Malditos novatos! —gritó.
—Siempre se porta así —dijo Heynes dirigiéndose a mí—. ¡No entiende que tenemos que volver a comenzar por el principio!
Estaba sentado en el suelo, entre sus planos de orientación norte-sur.
—Escucha —le dije a Richard—. Si el profesor se decide a publicar, no cabe duda de que utilizará tus planos.
—No cabe la menor duda —corroboró Heynes—. Es obvio que ni se fijará en mis planos de novato. Puedes celebrarlo tomándote tranquilamente otro vodka.
Reconciliados, nos servimos otro vaso.
—No quería probar el vodka de la fábrica de azúcar —afirmó Heynes.
—Él en cambio no puede dejar de probarlo —dijo Richard, soñoliento.
—No creo que Barbara no quisiera probar un vodka, sea cual sea —dije. La conocía, y me tenía preocupada.
Pero Heynes ya no contestó. Deposité mi vaso al lado de mi tumbona y salí. La puerta no era más que un marco con mosquitera. Conocía la sensación de empujar esa liviana pared divisoria que mediaba entre una estancia apacible, inundada por el calor de una lámpara, y la gran irrealidad exterior, la claridad de la luna, el resplandor del desierto, la franja de suelo transitable hasta las rígidas y blancas crestas de roca, el lugar de las tumbas reales donde pernoctan los íbices y donde fondean, para siempre, barcos ajenos de velas paralizadas.
No hacía frío, pero me estremecía ante la acometida del aire tibio. Caminé por entre los arriates vacíos que había dispuesto la mujer del nuevo director, una estadounidense del Medio Oeste. Luego comenzaban los arriates con los fragmentos de cerámica, idénticos a los que teníamos en nuestro jardín de Rhages. Era el jardín de los granados; me sentía casi transportada a mi tierra por el recuerdo de sus sombras, que me acompañaban hasta mi dormitorio, siguiendo un arroyo en el que nadaban tarántulas. Y fuera, al otro lado de la tapia amarilla del jardín, se oían las campanillas de las caravanas de camellos…
Aquí no había nada. Aquí solo había suelo, suelo grande e impoluto, suelo de Persépolis. Y el claro de luna envolvía las crestas rocosas. Fui en busca de Barbara. Caminaba con cautela por entre los arriates de los fragmentos de cerámica y luego sobre la arena arremolinada por el viento. Después tropecé con los rieles de un carril de rodaje y trepé por un montículo de tierra recién excavada. Detrás estaba el garaje, con un Buick y dos viejos camiones Ford.
—¡Barbara! —grité.
Estaba sentada arriba, casi a la sombra de las rocas.
—¿Qué haces tú por aquí? —preguntó—. ¿No podías acostarte sin mí? ¿Todavía no es hora de irse a dormir? (A decent time to go to sleep).
La luz de la luna bañaba sus pies como las olas que lamen la arena y luego vuelven al mar. Guardé silencio; estaba tan contenta de haberla encontrado… Me quedé sentada con la cabeza apoyada en sus rodillas encogidas, mirando cómo las menudas olas ascendían hasta sus pies.