El ángel (para Cathalene Crane)

Esa misma noche, el ángel entró en mi tienda. Desde mi catre de campaña vi cómo apartaba la cortina y franqueaba, sin agacharse, el hueco que incluso para mí, para mi estatura de mortal, era demasiado bajo. Quedó a la sombra, pero era visible.

—He regresado —dije.

Él estaba ahí, de pie, pero ni siquiera sé si me miraba. Más bien parecía tener la mirada puesta en el exterior, en la noche del valle de montaña, y su brillo era idéntico al que suavemente festonea la nívea cima del Demavend.

—Ha sido muy difícil —dije, vacilante.

—Sí —dijo el ángel—, ha sido terriblemente difícil, pues he estado forcejeando contigo.

Entonces me acordé de que había tenido un forcejeo con el ángel para conservar la vida, que creía perdida.

—He sentido un deseo casi irresistible de deslizarme orilla abajo —dije— y hundir la cara en las frías y oscuras aguas de la muerte. Sí, he deseado morir. —Vi que el ángel asentía, y proseguí—: Pero esa solo ha sido la última de las tentaciones, y no la peor. Me he ido de las tiendas cuando ya no he podido soportarlo…

—… cuando has creído no poder soportarlo —me corrigió el ángel.

—… y he caminado por la alta hierba que crece a orillas del río, y por la hierba baja de las langostas, y por los pastos. El viento me daba en la cara, y he querido apartarme y tirarme al suelo y olvidarlo todo. He estado a punto de hacerlo…

—Sin embargo, has continuado.

—Sin embargo, he continuado, y el viento me daba en la cara. He caminado sobre las crestas de las colinas esquivando los camellos que pastaban en ellas. También he esquivado los perros de los pastores.

—Pero a mí no has podido esquivarme —dijo el ángel.

—Luego he atravesado el lecho del valle. ¿Has visto cómo apretaba los dientes, cómo me aferraba con los puños al cinturón? ¿Has visto que no he gritado ni tampoco he llorado?

No me contestó. Yo solo oía el viento que batía las cuerdas y las paredes de la tienda.

—¿Y después? —preguntó el ángel.

—Después he llegado a una colina que al principio me había parecido inalcanzablemente lejana. Era una colina de ruinas, de tiempos remotos. Entretanto, la sombra ya había alcanzado la llanura, el sol se depositaba resplandeciente sobre las montañas lejanas, pero yo me estremecía.

—¿Qué has hecho en la colina?

—Me he agachado porque había fragmentos de cerámica y trozos de tejas calcinadas. Los he levantado y los he contemplado, luego me he dirigido hacia el centro de la colina donde algún expoliador de otros tiempos, o alguna persona sedienta de saber, había cavado un cráter, y allí he visto los cimientos de una antigua fortaleza…

Guardé silencio. Tumbada sobre la estrecha cama, con los ojos cerrados y los miembros entumecidos, permanecí atenta. Sentí cómo el corazón me latía a un ritmo anómalamente acelerado, sentí de repente los dolores de espalda, la postración de mis rodillas ligeramente dobladas, la humedad y la languidez de mis manos. Sentí que el sueño estaba muy lejos y que el viento, atrapado en la hondonada del valle, agitaba las paredes de mi tienda.

—Mi querido ángel —dije—, querido ángel mío, ¡ayúdame!

Presa del miedo, abrí los ojos.

Se encontraba en medio de la tienda, y la luz tersa y sin brillo de la nube del Demavend aureolaba su figura.

—En la colina he empezado a forcejear contigo —dijo—. He visto tus dolores. He visto cómo vanamente te atormentabas, cómo habías depositado tu última esperanza en un milagro. ¿Qué te sucedía?

Asaltada por la vieja y muda desesperanza, enmudecí ante lo aterrador de la pregunta.

—Lo ignoro —dije.

No me exhortó a rezar ni a confiarle mis cuitas, como suelen hacer los humanos, los sacerdotes y los médicos.

Se me acercó.

—Te he visto traspasar las crestas de las colinas y atravesar aprisa la hondonada del valle, y he visto claramente que estabas al límite de tus fuerzas. Si hubieses tenido aún alguna razón de fondo, alguna razón ante los humanos y un fondo bajo tus pies… Pero he visto claramente que no tenías ya nada que oponer, y que por eso querías morir.

Se inclinó hacia mí.

—Eres débil —me dijo—, muy débil, pero franca. Por eso he decidido forcejear contigo, para enderezarte contra tu miedo a la muerte.

—No tenía miedo —dije en voz baja.

—Tu miedo era tan grande —dijo el ángel— que querías ocultar tu cara en la hierba alta y en la hierba baja, en las oscuras aguas de la muerte.

Entonces callé.

—No creas que puedo aliviarte —dijo.

Suspiré hondamente.

—¿En qué piensas? —preguntó, tan cerca de mí que habría podido tocarlo sin esfuerzo.

—Pienso que si tan solo me permitieras tocarte ya me sentiría un poco más aliviada —dije—. ¡Si al menos pudiera estirar la mano!

—No puedes moverte —dijo el ángel con gentileza—, estás totalmente desvalida, a merced de los ángeles de este país, que son terribles. No te hagas ilusiones. Mi decisión de forcejear contigo tampoco significa nada. ¿Te acuerdas de cómo te he enderezado en la colina, con las manos llenas de fragmentos de cerámica? Pensabas que te alzabas contra el viento y el frío vespertino. Pero te enderezabas en el forcejeo conmigo, y yo te he soltado y tú, reconfortada aunque no consolada, has regresado a las tiendas atravesando la hondonada del valle.

—En todo momento he procurado no acercarme al río.

—¿Entonces volvías a sentir apego a la vida?

—No —dije—. El viento había hecho trizas los rostros de los que yo creía amar.

—No he venido para aliviarte —dijo el ángel—, no he venido para eso. Solo quería ver cómo te encontrabas. Quería ver si ahora soportarías la desolación y el abandono de mi país.

—¿De tu país? —pregunté, escéptica.

—No esperes demasiado de mí —dijo severamente—, también los ángeles estamos atados. En este país hay miles de ángeles que pueden cruzarse en tu camino y a los que tal vez llegues a comprender si quieres salvarte. Pero tu ángel de la guarda, ese del que te hablaron en casa, no existe. Nada existe que pueda remediar tu soledad. Aquí tienes que conformarte conmigo, uno entre miles…

—No me quejo —osé objetar—, solo digo que estoy muy sola y ya no sé a qué asirme ni cómo enderezarme. Hoy me has ayudado tú, y no ha sido nada fácil; pero uno no tropieza todos los días con un ángel, y sin embargo cada día está lleno de la aurora matinal y del arrebol vespertino que arden como el fuego del infierno, lleno de horas que se bastan a sí mismas pero no a mí.

—Exprésate con más claridad —dijo el ángel severamente.

Traté de cerrar los puños, pero las manos, inertes junto a mis costados, no me obedecían. Era horroroso sentir cómo la indefensión penetraba a través de mi postrado cuerpo hasta el corazón.

—Tengo miedo —dije mirando al ángel, mejor dicho, tratando de mirarlo. Deseé que su mirada me salvara una vez más, que me liberara del agarrotamiento de mi corazón y llenara mis manos de fuerza.

Pero él permanecía a la sombra. Con súbita desesperación noté que no tenía ante mí a un ser humano al que uno pudiera aferrarse en medio del desconsuelo compartido para soltar siquiera un sollozo.

—No puedo más —dije, postrada de muerte.

Entonces solo respondió:

—Eres de una franqueza que raya con la tozudez. Pero no vale para salirle al paso a la vida que, en efecto, es más fuerte que tú y todos vosotros —y abandonó la tienda.

No quise ver cómo apartaba la cortina para salir sin agachar la cabeza.

Fuera lo recibe su país, su noche, su viento, pensé. Sin poder evitarlo oía el viento que batía las cuerdas y las paredes de la tienda. Vi cómo el ángel se marchaba, con la suave luz del Demavend envolviendo sus hombros como una capa. Caminaba por la alta hierba de la orilla, entre los ciento cincuenta caballos que dormían de pie, vadeaba el río sin mojarse, pasaba ante el fuego rojizo de la chaikhane, bajo las franjas de roca gris a cuyo resguardo dormían los íbices. Y cuando lo había perdido de vista me pregunté por qué no había logrado retenerlo en el momento en que forcejeaba conmigo en la colina de los fragmentos de cerámica…

Pero ni siquiera conseguí estirar la mano. Y ya no quedaba nadie.