… y un ser humano al límite de sus fuerzas

¿Recuerdas las horas de nuestra paz imperturbable,

las horas que a solas pasamos en mutua compañía?

¡Qué triunfo! Ambos tan libres y orgullosos,

tan vivos, florecientes y rutilantes

de alma y corazón, de gesto y semblante,

¡ambos unidos en aquella paz celestial!

HÖLDERLIN

¿Qué sucede cuando un ser humano llega al límite de sus fuerzas? (No por enfermedad, no por desgracia o dolor; por algo mucho peor.) Una mañana, sentado ante su tienda, uno mira hacia el otro lado del río. Allí están las mulas, con las patas hundidas en la alta hierba de la orilla. Un leve soplo la inclina como las espigas del campo y se lleva hacia lo alto del puerto el humo que emana de la puerta de la chaikhane. Los guardianes de los caballos del sha, montados en sus blancos y moteados cuadrúpedos, exhaustos por la carrera, vienen de los pastos y arrean, a galope, a los animales por el banco de grava. El sol pega fuerte, es blanquecino y cenital. Parece que el viento lo empuja como una nube o una tolvanera. Los ojos del observador se fatigan de tanto mirar al otro lado. Roca gris, basalto sobre fondo azul, desesperanzadamente doloroso. Quien contempla largo rato el agua negra, rápida y desvaída, acaba por sentir vértigo y algo semejante al miedo.

Uno piensa que debe levantarse, enderezar la dolorida espalda. Durante la tarde, estirado sobre el catre de campaña en la penumbra de la calurosa tienda, uno comprende que no hay tregua. Luego lo embarga a uno el horror sin perspectivas de las horas nocturnas. Ya cesará, se consuela uno, y romperá un nuevo día con su alba gris, amarilla y dorada; entonces comenzará la maravillosa mutación del río: de noche, corriente lunar negra pero brillante como un espejo, ramificada y tan plana que las colinas retroceden y las rocas se apartan; ancho y extenso río lunar en el que los peces se deslizan durmientes —¿o muertos?—, panza arriba; de día, agua de montaña, rauda y plateada sobre las piedras, con reflejos de sol. ¡Es el nuevo día!

¿Pero en qué emplear las fuerzas? ¿No había ayer miles de cosas por hacer? Caminar por los prados y dejarse arrastrar río abajo; escalar las rocas para sentir la piedra áspera y ardiente en las lastimadas manos; gozar de la majestuosa vista sobre el valle con sus pastores y rebaños, sus tiendas de nómadas, sus ciento cincuenta caballos, sus bancos de blanca arena; mirar la nube liviana (¿o es humo?) que flota en derredor del Demavend, sueño y calor onírico; y, en las horas vespertinas, vadear el río por la ribera y echar la caña. ¡Eso era vida!

¿Qué puede haber cambiado desde entonces? Despacio, uno alza la mano e intenta cerrar el puño. Es imposible. Uno siente la flojedad, la inanidad; la enfermedad terriblemente postrante de la abulia, peor que la fiebre de la malaria, invade ya la espalda, las rodillas, la nuca. Las manos se humedecen, y pronunciar una palabra supone un esfuerzo desmesurado. ¡Levantarse y andar! Latir acelerado del corazón, caminar a lo largo de la orilla, apresurar el paso para no sucumbir a la tentación de tirarse al suelo y llorar de abatimiento y desconsuelo. ¡Ay, quién va a llorar! Es peor, muchísimo peor. Uno está solo.

El viento y las montañas que lo circundan a uno no son ni siquiera hostiles, solo demasiado poderosos. Uno simplemente está perdido en medio de ellos, y todo es vano, pues el viento se lleva los esfuerzos… ¿Se podría huir?, piensa uno, y se obliga a seguir caminando por mero instinto de autoconservación. Entonces empieza a balbucear los nombres de las personas que cree amar. Es horrible que el viento se lleve incluso a las personas, que sus rostros se hagan trizas, que sus ojos queden vacíos de mirada y sus cuerpos lejanos, muy lejanos, intangibles, perdidos… No, piensa uno, súbitamente dispuesto a todo, esto no puede continuar así, ni un cuarto de hora más; hay que encontrar algo, hay que poner remedio a esta situación, y entonces empuña el cinturón y se agarra las caderas y las oprime y se zarandea. De repente se da cuenta de que ha caminado todo el rato con las mandíbulas apretadas. Bañado en sudor y sin aliento, tiene el miedo clavado en el corazón, está cerca ya de la náusea, y está al límite, al límite…

Postrado de rodillas, con el cuerpo medio estirado, uno encara el viento. Así seguirá siendo siempre, siempre, piensa. Madre (¡cómo ayuda a llorar la invocación de ese nombre!), al principio debí de equivocarme en algo. Pero no fui yo, fue la vida. Todos los caminos que he recorrido y eludido terminan aquí, en este «valle afortunado», del que no hay escapatoria, y que por eso debe de ser muy similar al lugar de la muerte. Sombras vespertinas lo pueblan, reptan en suave descenso por las últimas montañas, cubren sus faldas y sus rebaños durmientes, adheridos como pelusa a los pastos. Y suavemente, a la luz nocturna, despuntan una tras otra las cumbres y las crestas, el decorado del fin del mundo.

Uno se incorpora, levemente reconfortado. Y piensa, con timidez, en posibilidades que existen fuera de este país, muy lejanas y envueltas en una especie de niebla; en regiones más plácidas, con lomas verdes, lagos azules y blancas velas; en la vista que desde una ventana se abre sobre las calles animadas de una ciudad, en los silbatos de barcos amarrados en los puertos, en las bodegas oscuras de un pueblo, en un camino que cruza las colinas, bordea el lago y conduce a casa. Tímida y apasionadamente uno busca un rostro que, lleno de calor, lo ayude a retornar a la vida con nuevo aliento y recobrada fe. Ay, un día te ayudarán…

Y en el camino de vuelta, con el viento del valle ya a la espalda, uno evita el río; teme la tentación de deslizarse orilla abajo, allí donde las aguas, oscuras y profundas, fluyen despacio; la tentación de hundir la cara en su frescor hasta que cese toda sensación de apremio y de dolor. No, uno sigue el sendero de las mulas, con la mirada fija en las tiendas.