A veces llamamos a este valle «el fin del mundo», pues se sitúa muy por encima de los altiplanos de la Tierra y no puede conducir sino a lo extraterrestre, a lo inhumano que roza el cielo, al cono pulido del gigante. Este cierra la salida del valle, pero si uno se acerca a su mole con estrías de nieve, ofrece, distante como la Luna, una vista soberbia.
He dicho «salida del valle», por tanto tiene que descender hacia alguna parte, evacuar sus aguas hacia algún lugar. Los pastores señalan el pie del Demavend para indicar que hay que rodearlo por la derecha. (¿Qué perímetro tendrá su base? Allá abajo, donde corre el agua, ¿habrá todavía fuego e hirviente roca líquida en sus profundidades?)
Sí, el valle baja a Mazanderán. Primero por los verdes prados alpinos; luego por el bosque, que al poco se convierte en selva virgen habitada por osos, lobos, panteras y gatos monteses; después por la jungla tropical, la duna, para acabar en el mar Caspio, gris entre llanuras barridas por el viento. Los pueblos están hechizados, cráneos de animales palidecen en las laderas, en medio de un recinto prohibido donde reina una gran calma atmosférica. Pero al abrigo de las dunas que, a modo de diques, los aíslan del mar, uno adivina el rumor desapacible y el grito de los pájaros que en lo alto emigran hacia las estepas del este…
Donde el río se hace más estrecho y se divide en varios brazos, el valle de Lahr se pierde en los farallones negros. Las aguas vuelven a salir a la llanura, una amplia hondonada en la que los nómadas han montado sus tiendas. Por la noche, el agua está quieta, es un espejo de plata, un haz de venas en la superficie herbácea cubierta de sombras. Al fondo se yerguen los peñascos. ¡Ay, quién pudiera subir a sus cimas, tender la vista sobre el techo de Asia, sobre las cordilleras que lo rodean y sus barrancos! ¡Quién pudiera bajar por el puerto de la Vieja hacia el azul del golfo Pérsico, con sus intrincadas ciudades portuarias de Bander Bushire y Bander Abbas! Allí los consulados europeos se desmoronan y un solitario funcionario inglés acude a las siete de la tarde al bar del hotel del puerto; vestido de blanco traje de noche, se sienta entre los contrabandistas y guardias portuarios a tomarse su vermut con ginebra. Hace calor, allá abajo. Los barcos que atracan tienen velas purpúreas. A veces uno vislumbra un fuego en el negro horizonte y cree que se ha incendiado una nave. Pero solo es la luna naciente. Tormentas de arena azotan la costa postrada bajo un sol abrasador; son las mismas que cuatro horas antes barren la India, son noticia en Karachi, sobrevuelan el desierto de arena de Beluchistán. Después, la arena yace como una capa de nieve en el interior de las casas de Bushire. Fuera, los bakhtiaris aguardan en sus montañas, y los árabes llevan la kufia ceñida alrededor de la boca y las orejas. Mangas de arena cruzan la noche con terrible premura, levantan colinas enteras y se lanzan en tromba. A su paso dejan animales asfixiados, gacelas con bellos ojos exánimes…
«Y miraba la belleza del mundo»… Fuera, en la última ruta que se abre hacia el mar, se halla la isla de Ormuz, antaño joya defendida por los portugueses. Sus ruinas, bloques de piedra en medio de la tupida maleza, recuerdan las fortalezas e iglesias de México. Pero muy lejos de allí, en la altiplanicie, circunnavegando las montañas como grandes barcos, siguen en pie las columnas de Persépolis. La terraza real, a media altura, es un campo de escombros, testigo excelso de la fugacidad del tiempo. A veces el paisaje está nevado. Arriba, por encima de las tumbas de los aqueménidas, hay manadas de íbices y muflones de recios cuerpos y gruesos cuernos torneados hacia atrás, cual rizos. De noche, los sepulcros se pueblan de guardias y las llamas de sus antorchas animan los relieves al deslizarse por las altas paredes alumbrando cortejos espectrales de cazadores, pastores, portadores de obsequios y reyes.
Abajo, en la llanura blanca como la luna, duermen los grandes perros pastores y los rebaños de lanosas ovejas. En la carretera hacia Shiraz hay una modesta chaikhane de adobe; el patio está lleno de camiones y bidones apilados. Hay trabajadores, un grupo de chóferes y un fumador de opio. Levantan la mirada hacia la terraza donde antiguamente se alzaban los palacios de sus reyes. Tras un banquete, Alejandro, ebrio, enamorado de los tesoros de la biblioteca de Darío a la vez que los odiaba, mandó prender fuego a los palacios. Pareció hundirse el mundo cuando se derrumbó su techumbre, sostenida por enormes columnas y troncos de animales. El humo y las llamas, levantados por el viento de la montaña, gravitaban como nubarrones sombríos sobre la llanura. El joven rey se regocijaba con el espectáculo de la devastación; sus soldados, arrastrados por la codicia desenfrenada, corrían como sombras entre las llamas, saqueando, expoliando, aplastados por las vigas que se desplomaban…
¡Los moradores de este país son terriblemente solitarios! Harían falta botas de siete leguas para pasar de un pueblo a otro, separados como están por el desierto, la roca y toda clase de eriales. En el siglo XIII, los mongoles, procedentes de las mesetas de Asia, irrumpieron en el país e inundaron las ciudades persas. Cuentan los escritores árabes que tan solo en la floreciente ciudad de Rhages apalearon a muerte a un millón de personas. En Demavend, pueblo serrano, los campesinos se refugiaron en la mezquita, pero de nada les sirvió porque los jinetes mongoles entraron a saco y acabaron con toda la población. Encontraron incluso Alamut, el castillo del «viejo del monte», oculto en una roca de las montañas de Elburz, desde donde el ismaelita mandaba a sus hashashins, jóvenes asesinos comedores de hachís, a ejecutar sus órdenes homicidas: los enviaba hasta Antioquía, ciudad de los cruzados al otro lado del desierto, y hasta Egipto. El castillo de Alamut se había convertido ya en una leyenda, y solo con ayuda de escaleras de cuerda se podía acceder a lo alto del promontorio; pero los mongoles encontraron el camino y arrasaron la fortaleza.
En aquel entonces, la gente de la campiña huyó a las montañas, como en los tiempos en que la espada del islam hostigaba Persia. En sus últimos valles, los pueblos tienen nombres persas, y sus habitantes no se han mezclado ni con los árabes ni con los mongoles. Altas graderías rocosas los separan de los demás, como también los separan de la meseta los semidesiertos despoblados, onduladas superficies lunares que bajo la luz itinerante se agitan como el mar y son atravesadas por la carretera recta e interminable. Enclavada sobre una loma, al extremo sur, yace la ciudad de Yezdi Yazd, cuyo caserío orla la cresta como la muralla de un castillo y proyecta la sombra de su magnífica silueta sobre la planicie. Pero las casas amenazan ruina, su estructura se desmorona entre las vigas de madera y el viento se cuela silbando por los huecos de las ventanas. En torno a la roca, a modo de anillo, se ciñe una ancha franja de hierba verde claro, en la que pastan las ovejas: un toque de alegría en medio del adusto paisaje.
Así son las gentes de los pueblos, del altiplano, de las dunas y los pantanos de Mazanderán, de las ciudades portuarias a orillas del golfo. Así son los nómadas bakhtiaris de las montañas, los pastores, los criadores de caballos de la estepa turcomana, los pescadores de caviar. Así son los campesinos, los artesanos y los mercaderes del bazar: panaderos y caldereros, barnizadores, lavanderos de alfombras. Así son los arrieros de las caravanas y los camioneros; los obreros y los soldados; los mendigos. En una ocasión, estando en Moscú, pregunté por qué no se hacía propaganda comunista en el vecino Irán, siendo los persas el más pobre de los pueblos…
—Es imposible —me dijeron—; entre su gente no hay cohesión, no hay conciencia colectiva. Están tan solos que ni siquiera tienen conocimiento de su pobreza y su miseria. Tampoco saben que se puede vivir mejor, y ser más feliz; creen que Dios ha castigado a cada uno con su propia desgracia.
Pero mucho más solitario que Yezdi Yazd, que los solitarios pueblos serranos y las tiendas de los nómadas de la estepa es el valle de Lahr. Sobrepasa lo humano, como si estuviera situado por encima del límite de árboles, y los nómadas y muleros que lo atraviesan en verano lo abandonan a los pocos meses, y la nieve lo cubre todo.