Principios de agosto. Hace un año estuve en Rusia. El calor apretaba y las calles de Moscú ardían bajo un cielo siempre cubierto de nubes blancas, surcado, sobre el aeropuerto, por aviones que se tambaleaban y enderezaban el rumbo como suelen hacer los veleros cuando se avecina tormenta. Era la juventud, excitada con el paracaidismo; desde cinco o seis mil metros de altura, los saltadores se arrojaban al vacío vertiginoso, dejándose caer como piedras al tiempo que cantaban para que no los reventara la presión atmosférica. Nos llegaban jirones de sus heroicos cantos. Luego, a poca altura, cerca ya de las puntas plateadas de las torres de radiodifusión, abrían de un tirón el paracaídas y descendían lentamente hacia la tierra. ¿Cuánto tardaban en aterrizar? ¿Unos minutos? Se los veía caer con terrible lentitud, como flotando en el aire. Todo sucedía en una fracción de segundo. Murió una obrera de diecisiete años que se había lanzado desde tres mil metros de altura. La encontraron con la mano agarrotada en el tirante; debió de confundirlo con la cuerda que tenía que haber desplegado la capota. ¿La nombrarían «heroína del pueblo»?
La ambición aguijoneaba a los jóvenes, que vestían batas blancas o monos aceitosos como los de los obreros del metro, y llenaban las calles hasta altas horas de la noche. El «Día de la Juventud» tardaban diez horas en desfilar por la Plaza Roja. Cada día se apiñaban ante la sala de congresos y en los pasillos de la vieja casa nobiliaria para ver a sus poetas. Primero a Gorki, después a los jóvenes. Se les exigían libros sobre Rusia, sobre los marineros, los aviadores, los científicos, los obreros del metro, los trabajadores de los koljoses; sobre las mujeres, los escolares, los héroes paracaidistas. Había motivos para temer por el arte…
—¿Qué busca en Persia? —me preguntó Malraux. Conocía las ruinas de la ciudad de Rhages. Conocía también la pasión por las excavaciones. Había reflexionado sagazmente sobre las pasiones humanas y había penetrado en su secreto; era proclive a menospreciarlas, con la salvedad de lo que al fin quedaba de ellas: el sufrimiento.
—¿Solo por el nombre? —agregó—. ¿Solo para estar muy lejos?
Y pensé en la horrible tristeza de Persia…
Por entonces yo frecuentaba mucho a Eva. Su marido era miembro del partido; hombre muy severo y apasionado cuando se trataba de defender la necesidad de luchar, incluso en la época moderna y precisamente en esos tiempos, por una colectividad que constituyera la sociedad del futuro.
Se llamaba a sí mismo tovarich, camarada, pero se encontraba tan solo entre ellos como siempre ha estado el hombre de extraordinario talento, marginado y deseoso de ser aceptado por su entorno. Alumno de los jesuitas, había sufrido un gran desengaño que le hizo renegar del «credo quia absurdum», abandonar las sublimes satisfacciones del espíritu y rechazar la fórmula intermedia que, negándolas, acepta las imperfecciones del mundo, mantiene a las masas en obediencia dolorosa, relega sus pretensiones de felicidad al más allá y desvía hábilmente el impulso revolucionario de la juventud (perpetuo garante de la idea del progreso de la humanidad) hacia el cauce de la disciplina luchadora y la idealización del sacrificio en aras de la realidad dominante. Había rechazado todo eso ante la violencia existente, ante las acuciantes lacras y penurias del mundo, ante el creciente reaccionarismo y el sufrimiento de sus congéneres.
—¿Ha leído usted Años decisivos de Spengler? —preguntó—. Tan lúcido, tan profético… ¿Y por qué ese «valiente pesimista» se pone tan denodadamente del lado del mundo agonizante? ¿Por qué odia todo lo nuevo y por venir, todo lo aquejado de dolores de parto y tribulaciones de juventud? ¿Por qué odia al obrero, al continente asiático con sus pueblos en trance de despertar a la conciencia histórica? ¿Por qué, ante todo lo nuevo, ha de darse preferencia a las monarquías, por más constitucionales que sean, que pese a sus cuerpos de oficiales no pueden frenar la trágica revolución de la historia? Spengler es rígido, vanidoso y servilmente entregado al bando que domina el mundo. Nosotros, en cambio, una generación cuyo destino es luchar y morir, queremos cuando menos estar en el bando del futuro.
Trabajaba día y noche. Agotado, demacrado, animado por un fuego interior, parecía unas veces un monje militante, otras un erudito. Vestía a lo burgués, pero llevaba con desgarbo sus trajes azul marino y la corbata. Su mujer, rubia, delicada y silenciosa, se consumía de nostalgia por su tierra. Se había criado en una granja de Holstein, y allí tendría que haberse quedado toda su vida, entre sus hermanos menores y dedicada a la elaboración de conservas de frutas y pasteles, atendiendo el gallinero y el gran huerto de flores. Ahora su marido se iría a Siberia durante seis meses; ella temía ese viaje.
—¿Qué quieres? —dijo mientras cenábamos los tres—. La Revolución no es un juego y no se hace en congresos de poetas.
—¿No puedes llevarme?
—Imposible. Solo me estorbarías.
—¿Entonces… quizá podría irme a Suiza? —preguntó tímidamente.
—¡A Suiza! —repitió él enojado—. ¡A Ascona, a casa de unos amigos! ¿Por qué no a Alemania de una vez? ¿Lo dices en serio?
Eva se echó a llorar.
—¿No se lo puede explicar usted? —preguntó dirigiéndose a mí—. Quiero que se quede en Moscú, que entre a trabajar en una fábrica de tejidos. Hágame el favor de explicárselo: no puedo justificar ante los camaradas que mi mujer se vaya a Ascona en viaje de placer. Necesito una mujer que haga lo que le corresponde.
—Añora su tierra —dije yo.
—¿Y usted? —me preguntó secamente—. ¿Acaso usted no añora su tierra? ¿Por qué ha elegido usted una vida incómoda?
Se marchó a una asamblea nocturna. Eva y yo permanecimos sentadas a la mesa. Está recordando Holstein, pensé, un pasto de Holstein con vacas moteadas, los arbustos de grosellas. Y yo, la orilla de un lago de mi tierra…
Eva había dejado de llorar.
Un día me encontraba sola en un pequeño vapor ruso navegando por el mar Caspio; a la noche siguiente atracamos en Pahlevi. Llovía. Un águila marina, posada sobre la playa de arena azotada por la lluvia, oteaba el mar. Era septiembre, el verano había terminado, y con él se terminaba Rusia: veía desaparecer las viñas, las verdes colinas de Georgia. Ahí estaba el semidesierto que se extiende entre Tiflis y Bakú, ahí estaba de nuevo Asia, con rastros de caravanas y los primeros camellos a lo lejos…
La Ruta del Ejército de Grusinia; las gargantas con sus aguas frescas y rugientes; las altas graderías rocosas y, al fondo, emergiendo súbitamente entre las nubes y hundiéndose en el cielo azul, la punta del Kasbek; las noches veraniegas en los pueblos…, meros recuerdos.
En Pahlevi me recogió un amigo. Bordeamos la playa con el coche, tan cerca del agua que de vez en cuando una ola se enredaba entre las ruedas y salía como un surtidor. La arena, húmeda y pesada, parecía nieve. Oscurecía; detrás de las dunas, sumida en la niebla y el crepúsculo, se hallaba la jungla de Rasht. En medio de la bruma lucían destellos de fuego; correspondían a las cabañas abiertas donde, bajo techos de paja de poca altura, se sentaban los campesinos de Gilán, con rostros castigados por la malaria, espectralmente pálidos a la luz rojiza de las lámparas. El viento fustigaba los árboles, resecos tras los calores estivales, despojándolos de su follaje. En los pueblos, las callejas de los bazares estaban iluminadas: en cada tienda había una lámpara encendida, y los panaderos, al resplandor de sus hornos redondos, lanzaban sobre un paño las hogazas ligeramente tostadas para que se secaran. Se podían comprar melones, berenjenas y cientos de especias y verduras. Había vodka y arak en botellas blancas. Los comerciantes, silenciosos, permanecían acurrucados detrás de sus cestos.
Pasamos la noche en Rasht. Al día siguiente no cesaba de llover. Atravesamos el valle del Sefid Rud y subimos el gran puerto de Kasvin. Al otro lado estaba la meseta y, en un oasis, la ciudad del mismo nombre. Ante sus abigarradas puertas se extendía la planicie, que llegaba hasta Teherán.