Las blancas tiendas de nuestro campamento

Las tiendas se alinean en un herbazal junto a la orilla del río. Se llaman cabañas suizas, provienen de la India y son de estructura doble, con el interior forrado de tela amarilla, sobre el que se extiende un toldo que convierte la entrada en un pequeño umbráculo a modo de porche. En él nos acomodamos por las mañanas, con los libros y los útiles de escribir, mientras el río discurre manso y veloz a nuestros pies. Al fondo, la perpetua y esplendorosa pirámide del Demavend. En ambas vertientes del valle, la montaña rocosa, de un gris tan claro que parece plata; y por encima, sin mácula e inefablemente sereno, el cielo austral, intensamente azul.

Por las tardes, el sol albea el valle. Hacia las cinco, cuando sacamos las cañas de pescar de detrás de las tiendas, las sombras empiezan a alargarse. El agua aún reviste tintes plateados, pero pronto se tornará negra. Todavía es un placer desnudarse y zambullirse en el río y dejarse llevar por la poderosa corriente. Hay que aferrarse con las manos a las piedras, redondas y pulidas… En los bancos ribereños siempre hace viento; uno se seca enseguida, siente el sol abrasándole la nuca y se estremece…

En la orilla opuesta, enfrente del campamento y sobre una colina de grava, se halla la chaikhane. Al igual que nuestras cabañas en los más altos pastos alpinos del puerto de Julier, está hecha de piedras redondas y su techo se confunde con la falda protectora de la montaña. Allí termina el puerto de Afye; lo cruza un antiguo camino de herradura que comunica el valle de Dyarda Rud con el de Lahr y baja a Mazanderán rodeando el Demavend.

Maravillosas resonancias las de este nombre: Mazanderán, tierra tropical junto al mar Caspio, reino de la jungla, la selva virgen, la humedad y la malaria. En Gilán, la provincia vecina situada al oeste, están secando los arrozales mientras los chinos enseñan a los campesinos afectados por la malaria el arte ancestral del cultivo del té. En las pequeñas poblaciones del litoral viven los pescadores de caviar rusos.

Al este comienzan las estepas, los pastizales de los turcomanos, con sus alfombras rojas o color camello, sus tiras de lona y sus alforjas. Crían caballos que en las grandes carreras de otoño en la estepa son montados por chiquillos de siete años. Del puerto marítimo de Krasnovodsk arranca el ferrocarril ruso, una línea solitaria que atraviesa la estepa en dirección a Merv, Bujara, Samarcanda, acercándose a la región de los tadjikos, gentes de cabello rizado que habitan en los altos del Pamir, en su Estado soviético. Asia…

Desde nuestras tiendas observamos las idas y venidas en la ribera de enfrente. Recuas de mulas que doblan por el recodo, con cascabeleo y gritos de arrieros; otras que, desplazándose valle arriba, son avistadas desde lejos. Llegan asnos, jinetes, a veces camellos; caravanas, nómadas y soldados. Estos últimos, de ojos rasgados y piel tostada, galopan a rienda suelta y con las piernas estiradas hacia delante. Todos se detienen ante la chaikhane, hospedaje de muchos andariegos.

A orillas del río, los animales pastan en la hierba o se revuelcan en los bancos de arena. En la oscuridad vemos, al otro lado, el resplandor rojizo de un fuego: su luz llena el vano de la puerta de la khane, donde los hombres están sentados en torno al samovar.