En Abala aguardaban las mulas. Eran las ocho de la mañana y el sol, en su descenso por el puerto de montaña, se deslizaba lentamente hacia nosotros. Habíamos dejado atrás la carretera que atraviesa la mustia y desértica llanura de Teherán, trepa luego por el petrificado mar de colinas y cruza, en un constante sube y baja, sus amarillas dunas hasta llegar a lo alto del puerto, desde donde se despeña en pavorosas curvas hacia la hondonada de Rudahend. Dos horas en automóvil, pero ahora todo quedaba muy lejos, eclipsado. ¡Teníamos un nuevo día por delante!
Nuestro camino se adentraba primero por un valle encajonado entre lomas, donde el verdor de las riberas del arroyo, falto de espacio, se derramaba como sobre los bordes de un cesto para confluir con los campos de cultivo de las laderas. Había también un nogueral, seguido a poca distancia por las cepas de un viñedo.
Luego comenzaba el puerto. Claude, con el casco tropical en la nuca, se adelantaba. Pacientes, las mulas clavaban sus pequeñas herraduras entre los cantos rodados. El puerto alcanzaba una cota muy elevada; en lo alto hacía viento, raudas nubes se disolvían sobre la lejana planicie, donde el cielo y la tierra esquilmada se fundían en un abrazo sin aliento. Miramos hacia atrás: al otro lado de un valle hendido en el paisaje se extendía una de aquellas extraordinarias cordilleras compuestas por arena y nada más que arena, que parecen campos de nieve, con faldas anchas y escarpadas en continuo y susurrante desmoronamiento. En cualquier momento, una de sus cornisas podría desgajarse y caer en picado sobre el valle, como también podría suceder que la siniestra rodadura de los guijarros derivara en una verdadera avalancha. Pero ahí estaba la grada rocosa, plateada e inmóvil ante el cielo azul, coronando la arena.
Desde lo alto del puerto bajamos al valle, un barranco, diríase, entre dos montañas. En su lecho no había nada; era un valle muerto, muy alejado del mundo, muy alejado de las plantas y de los árboles, piedra pura en la que el sol se cebaba con mil dentelladas. Víboras grises, grises lagartijas, inertes y tiernamente enrolladas, cuyos ojos, cabecitas de alfiler negras y minúscula lengüecilla eran la única manifestación de vida…
Pero aun en los muertos valles lunares existe algún que otro manantial. El que encontramos tenía la forma de un hoyo redondo; llevaba poca agua y su superficie palpitaba casi imperceptiblemente bajo el fino chorro que manaba de la arena, como impulsado por los latidos del corazón de un pájaro.
Bebimos apoyándonos sobre las manos. A nuestro lado, soñolientas, descansaban las mulas, y en la pedregosa pendiente las ovejas se agrupaban en círculo, con las cabezas gachas y ladeadas en busca de su propia sombra. Aguardaban el final del día.
Sonámbulos, emprendimos el ascenso al segundo puerto. Ahora cesaba incluso el canto de los arrieros, asombrosamente parecido al paso aletargado de las caravanas en un mediodía estremecido por el viento de montaña.
Nos encontramos muy por encima del límite de árboles. Sobre nosotros, los peñascos se lanzan hacia el cielo como los acantilados al mar. De repente, allá arriba, divisamos, cual animales fabulosos, unos camellos que avanzan con el cuello erguido, extrañamente paralelos a las estrechas franjas verdes. Arrancan la hierba acompasadamente, y acompasadamente vuelven a alzar sus largos cuellos. Se detienen, y aparecen tan grandes y amenazantes que nos hacen temer que el cielo, en cualquier momento, pueda dejarlos caer a plomo sobre nosotros. Pero reanudan su trote, meneando gibas y patas, hasta que en lo alto del puerto nos cruzamos con ellos. Entonces, a sus espaldas, cual estampa mágica, surge el cono del Demavend.
A partir de ahora caminamos invariablemente en dirección a su mole. El sendero desciende levemente para internarse en una garganta de piedra que se abre hacia el ancho lecho del valle. Tardamos una hora en atravesarlo; al fondo, el Demavend no cambia de tamaño, es como la luna, un cono pulido, independientemente del punto desde el que se lo mire. En invierno está blanco y exhibe una blancura de nubes sobrenatural. Ahora, en julio, se presenta listado como una cebra. En sus alturas se distingue la tenue fumarola de los vapores sulfurosos, efluvios del ancestral cráter de la montaña de Bikni. Así lo denominaron los asirios cuando dejaron constancia de que el emergente pueblo de los «lejanos medas» se expandía ya hasta los pies del volcán. Pero ignoraban que escupiera fuego. ¡Está extinto desde hace tres mil años! ¡Desde que el hombre tiene memoria!
Esa vasta cuenca todavía no es el valle de Lahr. Muchos valles, con o sin nombre, desembocan en ella con sus espumosos arroyos que, al fondo, se pierden en las montañas azules. En el llano que atravesamos acampan nómadas. Sus negras tiendas, de pelo de cabra, son idénticas a las de los desiertos de Mesopotamia, de la montaña kurda, de la feraz Siria, de Palestina; veo ante mí el camino que he recorrido, el camino que me ha llevado a través de los viejos países del Oriente Medio… ¡Y en su extremo, este valle! ¡Calcinado, amarillento! Las negras cabras y las pardas ovejas domésticas lo atraviesan lentamente, una masa algodonosa de miles de patas trotadoras que resuenan como el bramar del viento. Muy diferente es el crujir de las miríadas de langostas: uno camina sobre espigas resecas, sobre sus cuerpos y alas apergaminadas, camina sobre algo vivo y al hacerlo produce un ruido que recuerda un incendio devorador.
Mi mula tropieza y cae. El pustin le resbala por el cuello, salto y quedo de pie. ¿Me había dormido? Los arrieros blasfeman. Continuamos la marcha a pie…
Han transcurrido ocho horas cuando alcanzamos el borde de la cuenca y la boca de un cañón, portillo entre dos peñascos. A la vuelta del recodo, en el valle, se levantan las tiendas blancas.