En Teherán el calor era tan grande que parecía incubarse en los muros de las casas, como si de hornos redondos se tratara, para volcarse al exterior cuando caía la noche y apoderarse de las angostas calles y de las anchas avenidas, nuevas y huérfanas de sombra, sin que el menor soplo de aire aportara una brizna de frescor nocturno. En los jardines de Shimrán se respiraba un ambiente más suave. Pero si uno abandonaba su recinto era literalmente asaltado por una luz blanca y trémula. La cordillera del Taushal se erguía en agrisada transparencia tras el velo de calor que la cubría; velado estaba también el cielo demasiado blanco, y la llanura yacía envuelta en una blanca calima. Donde hacía poco praderas, mieses y campos de labranza lucían una sinfonía de verdes claros, amarillos y pardos, ahora solo había desierto; y más allá de Teherán, en el emplazamiento de la antigua ciudad de Rhages, hoy reducida a ruinas, el paisaje era un mar de polvo en permanente sube y baja. Por la carretera de Qom seguían transitando de noche las caravanas de camellos con el repiqueteo de sus campanillas…
Qom es una ciudad santa. Quien se desplaza de Teherán a Isfahán distingue, desde la carretera y sobre unas vastas aguas, su dorada mezquita; pero la carretera rodea la ciudad y el viajero no llega a pisar sus patios ni sus bazares. Otra cúpula de oro se encuentra en Sha-Abdul-Azim, el pueblo del oasis junto a las ruinas; y la más áurea y sagrada es la de la villa de Meshed, sita al extremo nordeste, en la ancestral ruta de Samarcanda.
Cuando, semanas atrás, el sha prohibió el uso de la kula pahlevi —bautizada con su propio nombre— y recomendó en su lugar los sombreros europeos, a la vez que permitió a las mujeres prescindir del chador y aparecer sin velo en la vía pública, corrieron rumores de disturbios ocurridos en varias localidades, sobre todo en las ciudades santas. Bien es cierto que la kula era una gorra de visera bastante poco vistosa y hasta fea, que confería a sus portadores un aspecto de bribones y malhechores, pero al menos podían girar la visera hacia la nuca y tocar el suelo con la frente, como es preceptivo cuando se practica el rezo, sin necesidad de descubrirse. Hacerlo con un sombrero de fieltro europeo, un canotier o un hongo era lisa y llanamente imposible, razón por la cual los mullahs creyeron llegada su hora y se lanzaron a arengar en asambleas secretas e incluso en los patios de las mezquitas.
En la prensa podía leerse con cuánto regocijo había saludado el pueblo la civilizadora innovación. Ministros y gobernadores provinciales, por su parte, daban banquetes a los que las esposas de los invitados tenían la obligación de acudir sin el chador. Ante las puertas de sus mansiones, la multitud se agolpaba para presenciar el desfile de los coches de punto y el descenso de las damas, profundamente avergonzadas y turbadas. Mientras se agasajaba a los comensales en el interior, los sirvientes retiraban en la guardarropía las kulas de los invitados, quienes al abandonar la casa de sus anfitriones no tenían más remedio que comprar allí mismo un sombrero de faranghi para no regresar destocados. ¡Organización ejemplar, francamente occidental! Del mismo modo había procedido Pedro el Grande cuando despojó a los boyardos de sus barbas asiáticas. En Persia, esas barbas han perdurado hasta el día de hoy; a cambio, los diplomáticos iraníes pueden calarse ahora el bicornio, que el Occidente rabiosamente progresista no instauró hasta la Revolución Francesa, simultáneamente a los derechos humanos: infiérase de ello qué es más longevo. En Hungría, los magiares, para poder ocupar escaño en el Parlamento y demostrar su patriotismo, han de dejarse crecer largos bigotes y engominar cabalmente sus puntas para que permanezcan intrépidamente torneadas y enhiestas. ¿Pero dónde iba a encontrar el sha un modelo para la instauración de los viejos y añorados derechos humanos?
A raíz del revuelo en torno a la kula pahlevi, el bazar de Teherán permaneció cerrado durante tres días. ¿Es cierto que en Meshed dispararon contra la santa mezquita? Dicen que los soldados se negaron a abrir fuego contra el santo lugar y sus hermanos en la fe, y que fue preciso sustituirlos por armenios e israelitas. Se menciona el número de muertos.
Eran los días más calurosos del verano persa. Algunos jardines de Shimrán, rebosantes de tupida vegetación y cercados por tapias demasiado altas, se convertían en auténticos invernaderos de aire sofocante y enrarecido. Sobre estanques putrefactos pululaban enjambres de mosquitos. La malaria me asaltó por segunda vez. De noche, la temperatura exterior bajaba levemente, pero la fiebre no remitía. Cuando abandoné el jardín por primera vez, los alrededores de Teherán estaban calcinados. En medio de la amarillenta uniformidad del paisaje leproso, aquellos vergeles parecían islotes oscuros. Delante de mí, por el camino rural, avanzaba un joven oficial, con las botas y las polainas blancas de polvo; llevaba un maletín y una caja donde guardaba el casco. Detuve el vehículo y lo invité a subir. Sonrió, y el sudor le resbalaba por la cara tostada por el sol. Atravesamos los campos agostados, inmersos en una masa de aire temblorosa; cruzamos el pequeño bazar de Dezashub, negro como la noche, en el que los niños, los rostros de los comerciantes y los blancos pañuelos de las mujeres relucían como manchas claras. La plaza de Tedshrish era grande y solitaria, no había sino carruajes con caballos blanquecinos y escuálidos, amodorrados bajo el sol. Vi cómo el oficial se alejaba por el ágora desierta, en medio de la luz vibrátil saturada de polvo. Al otro extremo de la plaza apareció un gendarme que hacía señas con la mano, al parecer dirigidas a mí. Pero sin duda no esperaba que le hiciera caso: con aquel calor, cada cual tenía más que suficiente con tener que ocuparse de sí mismo…
Luego franquear el portón para entrar en el jardín. La oscuridad y las sombras se abaten sobre mi cabeza como las olas del mar. Aroma de frescor, de tierra, de hojarasca, una alameda y la prominente raíz del árbol que invade el camino y catapulta el vehículo hacia un lado cuando el conductor toma la curva a una velocidad excesiva. Subir en tercera hasta la casa. Aparcar el coche a la sombra, descender de él y cruzar a la carrera la blanca terraza con sus puertas dobles de fina malla mosquitera. Del salón me llegan aires de piano, señal de que Zadikka sigue ensayando, pienso; aquí no ha cambiado nada —y respiro aliviada después del inefable horror del viaje a través de una campiña transmutada, postrada hasta la muerte bajo la resolana.
Zadikka tiene trece años. Es una de las criaturas más hermosas de este mundo. Una cinta ciñe su frente a modo de diadema y le sujeta el cabello oscuro: peinado de niña pequeña pasado de moda a la vez que cabecita nubia. Ojos de animal manso, grandes y de color canela, en un semblante delicadamente moreno. El arranque de la nariz es ancho, como si tuviera que abrir al máximo los orificios para poder respirar. Olfatea con avidez. Su voz es cariñosa, zalamera, infantilmente extasiada. Sus labios, levemente prominentes, tienen la forma de un capullo en flor y recuerdan el gesto de las bellísimas hijas de Ajnatón. La barbilla insinúa una obstinación pueril, el cuello es muy esbelto y la nuca se inclina en ademán de leve altivez y leve aflicción. Es más niña de lo que sus años indican, pero mucho más seria, atenta, hermética y cariñosa de lo que corresponde a su edad. Uno la contempla siempre con renovada fascinación.
La hermana mayor de Zadikka estaba tumbada junto a mí, bajo un gran árbol. Nos habían traído cojines y agua helada en vasos empañados.
—Me marcho —le digo.
—¿Vas a encontrarte con tus amigos ingleses?
—Sí. Voy a su campamento, al valle de Lahr.
—¿Cuándo te vas?
—Mañana.
Guardamos silencio durante un rato. Desde la cancha de tenis se oían gritos y los golpes secos de las bolas.
—¿Y si vuelves a tener fiebre allá arriba?
Me quedé mirándola. Se apoyaba en los codos y el pelo le caía por la cara, lacio y recto como una bandera. Era hermosa, pero no tenía ningún parecido con su pequeña hermanastra. Me acordé de que por sus venas corría sangre circasiana y árabe. Contemplé su cara demasiado pálida, marcada por la languidez, y el brillo febril de sus ojos.
—¿Y tú? —pregunté.
—He dejado de tomarme la temperatura —dijo—, al fin y al cabo siempre tengo fiebre. Pero en mi caso es distinto. En mi caso no hay nada que hacer.
—Este clima te sienta mal —dije.
Se encogió de hombros.
—Nos sienta mal a todos —dijo—, pero yo no puedo subir al valle de Lahr. No resistiría ni siquiera el viaje.
—¿No deberías intentarlo al menos?
Me pasó suavemente la mano por la boca.
—No insistas —dijo—, verás como allá arriba te sentirás muy bien.