Capítulo VIII

Mahossier se calló y se quedó mirándose fijamente los zapatos. Su rostro había cambiado. Había perdido su arrogancia y se había vuelto más humano.

—Pasó usted veinte años buenos…

Echó una mirada a Maigret y en sus labios delgados se dibujó una vaga sonrisa, no exenta de ironía.

—No la maté, es cierto, pero fui la causa indirecta de su muerte…

—Trabajó usted mucho, ahorró dinero. Consiguió usted establecerse por su cuenta y logró hacer buenos negocios… Tiene usted una mujer encantadora… Vive en un magnífico piso y posee una villa en La Boule… Y se ha jugado usted todo esto para matar a un hombre al que no había visto desde hacía veinte años, un hombre que durante este tiempo se había convertido en una piltrafa…

—Había jurado vengarla.

—¿Y por qué no quiso dejar ese cuidado a la justicia?

—Vivien habría alegado que había sido un crimen pasional y habría salido muy bien librado, habría bastado con una corta pena. Lo habrían puesto en libertad en seguida.

—Su abogado le defenderá a usted alegando también crimen pasional, supongo…

—Lo mismo me da… Ayer, aún estaba decidido a negar, a defenderme…

—Los cargos serán fuertes, no crea…

Sonó el teléfono.

—Aquí Ascan, del distrito I. ¿Todo va bien?

—Perfectamente. Tengo a Mahossier en mi despacho desde hace más de dos horas.

—¿Ha confesado?

—Sí.

—Aunque no hubiera querido, lo habría tenido que hacer a la fuerza. Unos niños que jugaban en un solar, al lado de la casa medio derruida donde vivía Vivien, acaban de traerme una automática del calibre 32. Faltan tres balas en el cargador. Uno de mis hombres se dirige ahora hacia la P. J. para entregársela personalmente a usted.

—Será una prueba más.

—¿Mató él también a Nina Lassave?

—No.

—¿Quién pues? ¿Vivien?

—Sí…

—¿O sea que, después de veinte años, Mahossier seguía tan enamorado como para vengar a Nina Lassave?

—Sí… Gracias, Ascan… Me ha sido usted muy útil… En realidad han sido usted y sus hombres los que han hecho lo más fuerte de esta investigación…

—Exagera usted, Maigret… Le dejo con su interlocutor…

Éste había tratado de comprender, pero Maigret había pronunciado unas palabras que no tenían ningún sentido si no se habían oído las otras que habían sido pronunciadas al otro lado del hilo.

—¿Durante estos últimos veinte años lo buscó usted por París?

—No de un modo sistemático… Miraba a los transeúntes… Estaba seguro, no podría decir por qué, de que algún día lo encontraría. En efecto fui a cenar a Casa Pharamond. Fui hasta las Halles a pie. Aquel restaurante avivó en mí viejos recuerdos de una época en que, para mí. Casa Pharamond era el colmo del lujo, algo fuera de mi alcance… Entré y cené solo en una mesa… Mi suegra no puede ni verme y siempre me está echando indirectas… Le molesta saber que empecé siendo un simple pintor de paredes… Y le molesta más aún saber que nací en Belleville y que no tuve padre…

Minutos después el viejo Joseph, el ordenanza, llamaba a la puerta.

—Un inspector del distrito I desea entregarle un paquete personalmente.

—Hágale entrar.

El hombre era joven y dinámico.

—He venido tan rápido como he podido, señor comisario… Me han encargado que le entregara esto.

Y le tendió un paquete envuelto con un papel usado de embalar. Se quedó mirando curiosamente a Mahossier.

—¿No me necesita más?

—De momento no. Gracias…

Cuando el inspector hubo salido, Maigret abrió el paquete.

—¿Es su automática?

—Por lo menos es igual.

—Como puede usted ver, incluso sin su confesión habríamos descubierto la verdad. Vamos a disparar las balas que quedan y las compararemos con las que sacamos del pecho de Vivien… Tenía usted tanto miedo de que le encontraran esta arma en el bolsillo que tenía prisa por desembarazarse de ella, por eso la tiró a un solar…

Mahossier se encogió de hombros.

—Es cierto que le di una pieza de cinco francos a ese mendigo. También vi a una mujer gorda borracha que parecía muerta. Cuando reconocí a Vivien descargando verdura, la cólera volvió a apoderarse de mí y me precipité hacia mi casa para coger la automática…

»Esperé en la oscuridad… Largo tiempo, porque llegó otro camión y Vivien también fue elegido para descargar».

—¿Y su odio entretanto no se debilitó?

—No. Tenía la impresión de que estaba cumpliendo con un deber.

—¿Hacia Nina?

—Sí… Además ese Vivien parecía en paz consigo mismo… Daba la impresión de que el llevar una vida de mendigo le había hecho recuperar la tranquilidad, y aquello todavía me enfurecía más…

—¿Esperó pues de esta manera hasta las tres de la mañana?

—Exactamente hasta las dos y media… Cuando le vi dirigirse hacia el callejón del Vieux-Four, le seguí… Aquella mujer gorda que había visto en las Halles estaba tumbada en el suelo completamente borracha… No se me ocurrió pensar que pudiera resultar peligrosa… Maître Loiseau se pondrá furioso cuando pueda leer esta confesión, pero me da igual…

»Vi entrar a Vivien en la casa… Le seguí primero hasta la escalera y le oí cerrar la puerta… Me quedé sentado en un escalón una buena media hora…».

—¿Quería usted encontrarle dormido?

—No. No acababa de decidirme.

—¿Y qué fue lo que le decidió?

—El pensar en Nina; sobre todo el recordar aquella pequeña mancha de vino que tenía en la mejilla que le hacía tener una cara tan graciosa…

—¿Se despertó?

—Después de la primera bala, abrió los ojos y pareció sorprendido. Ignoro si me reconoció…

—¿No le habló usted?

—No. Tal vez en el fondo lamentaba haber ido hasta allí, pero ya era demasiado tarde. Disparé los otros dos balazos para que no sufriera tanto, puede creerme.

—¿Trató usted de escapar después?

—Sí. Creo que debe de ser una reacción instintiva. Vivien tampoco fue a decir a la policía que había matado a su amante…

Su cara se crispó cuando pronunció estas dos últimas palabras. Después se encogió de hombros una vez más.

—Por cierto, ¿sabe usted qué fue de la señora Vivien?

—Sigue viviendo en la misma casa de la calle Caulaincourt, en un piso más pequeño, cose y al parecer tiene una buena clientela.

—Tenía una hija, ¿no?

—Sí, está casada y tiene dos hijos.

—No parece haber sufrido demasiado con esa muerte, ¿verdad?

Maigret prefirió callarse.

—¿Qué va a hacer usted conmigo?

—Van a llevarle de nuevo a su celda de la Prevención. Mañana le interrogará el juez de instrucción, que probablemente firmará una orden de arresto. Hasta que estén terminadas las primeras formalidades lo enviarán a la Santé, después probablemente lo encerrarán en Fresnes hasta el día en que tenga lugar el proceso.

—¿No podré volver a ver a mi mujer?

—Durante cierto tiempo, no.

—¿Cuándo van a anunciar los periódicos mi detención?

—Mañana. Pero creo que ya tenemos a un periodista y a un fotógrafo en el pasillo.

Maigret se encontraba un poco cansado. También él de repente había aflojado los nervios y notaba una sensación de vacío. Hablaba con voz apagada. No tenía aires de triunfador y, sin embargo se sentía satisfecho.

Había habido dos asesinos en lugar de uno. ¿Era eso lo que había andado buscando tan inconscientemente?

—Quisiera pedirle algo que posiblemente se verá usted obligado a negarme. Me gustaría que mi mujer no se enterara por los periódicos de lo que me ha ocurrido, y menos todavía por una llamada telefónica de su madre o de una amiga. Debe de estar cenando ahora. Estoy seguro de que ahora está en la villa…

—¿Cuál es su número de teléfono?

—El 124…

—¿Señorita, quiere ponerme con el 124 de La Baule? Es urgente, sí…

Era él quien tenía prisa por volver a encontrar su libertad. Tres minutos después ya tenía la comunicación.

—¿Es la villa de los Pins Parasols?

—Sí.

—¿La señora Mahossier? Aquí Maigret. Su marido está en mi despacho, desea decirle algunas palabras.

Maigret se dirigió hacia la ventana y se quedó parado allí, empezó a fumar a pequeñas bocanadas.

—Sí. Estoy en la P. J. ¿Estás sola?

—Con la criada.

—Escúchame bien… Vas a recibir un duro golpe…

—¿Tú crees?

—Sí. Acabo de confesar. No podía hacer otra cosa.

En contra de lo que él esperaba, su mujer conservaba la calma.

—¿Los dos?

—¿Qué quieres decir?

—¿Los dos crímenes?

—El del bulevar Rochechouart no fui yo quien lo cometió, fue Vivien…

—Lo presentía… Cuando lo volviste a ver, después de veinte años, renacieron en ti los celos…

—¿Lo sabías?

—He pensado en ello en seguida.

—¿Por qué?

—Porque te conozco…

—¿Qué vas a hacer?

—Para empezar me iré de aquí, a no ser que reciba una citación del juez de instrucción. Después todavía no lo sé. Entre nosotros nunca ha habido un exceso de amor… A fin de cuentas yo sólo he sido una sustituta… Mi madre seguramente insistirá en que pida el divorcio…

—¡Ya!

—¿Te sorprende?

—No… Claro… Hasta la vista, Odette…

—Hasta la vista, Louis…

Cuando colgó, casi estuvo a punto de caerse. No había previsto que aquella conferencia pudiera tomar aquel cariz. No sólo estaba abrumado por lo que le habían dicho, sino por todo lo que aquello implicaba. Acababan de borrarse quince años de su vida en pocos minutos.

Maigret abrió su armario y llenó un vasito de coñac.

—Beba esto…

Mahossier titubeó y se quedó mirando a Maigret con asombrados ojos.

—No sabía… —balbuceó.

—¿Que su mujer pudiera haber adivinado?

—Va a pedir el divorcio…

—¿Y qué querría usted que hiciera? ¿Que le esperara?

—No comprendo nada…

Bebió el coñac de un trago y tosió. Después, sin volverse a sentar, murmuró:

—Gracias por no haberme golpeado…

—Llévelo otra vez a Prevención, Torrence…

El gordo Torrence parecía conmovido. Mahossier lo esperaba en medio del despacho. Ahora no parecía tan alto, y su cara de rasgos desdibujados resultaba insignificante.

Estuvo a punto de tender la mano, pero no lo hizo.

—Hasta la vista, comisario.

—Hasta la vista…

Maigret se encontraba bastante pesado. Iba y venía muy lentamente mientras esperaba la vuelta de Torrence.

—Creo que ha habido un momento —confesó Maigret—, en el que hasta me he emocionado.

—¿Viene usted a tomarse una cerveza a la plaza Dauphine?

—De buena gana…

Salieron a pie del Quai des Orfèvres y se encontraron de nuevo en el bar familiar. Había allí varios inspectores, pero sólo había uno de la brigada criminal.

—¿Qué va a tomar, señor comisario? —preguntó el dueño.

—Un doble. El más grande que tenga…

Torrence pidió lo mismo.

Maigret se bebió la cerveza casi de un trago, y le tendió el vaso al dueño para que se lo volviera a llenar.

—Se tiene sed en días como éste…

Y Maigret, como si repitiera maquinalmente unas palabras cuyo sentido parecía no captar, repitió:

—Sí, se tiene sed.

Volvió a su casa en taxi.

—Me estaba preguntando si vendrías a cenar.

Se dejó caer en su sillón y empezó a secarse el sudor.

—En lo que me concierne, asunto concluido…

—¿El culpable ha sido detenido?

—Sí.

—¿Es aquél que fuiste a ver a La Baule?

—Sí.

—¿Quieres que vayamos a comer al restaurante? Sólo tengo carne fría y ensalada rusa…

—No tengo hambre…

—Bueno, pero ya tengo puesta la mesa y algo tienes que comer…

Aquella noche no se quedó viendo la televisión, se acostó a las diez.

FIN

Epalinges, 7 de febrero de 1971.