Capítulo VI

Maigret apenas acababa de llegar al Quai cuando le llamaron desde La Baule. Era Véran, uno de los dos inspectores que había enviado para traer a Mahossier.

—¿Cómo han ido las cosas?

—Al principio más bien mal. Ha empezado chillando mucho y negándose a venir con nosotros a París. Hablaba de sus poderosas amistades y del escándalo que iba a armar.

—¿Y su mujer?

—Escuchaba, sorprendida. Lo dejé chillar unos minutos, luego saqué las esposas del bolsillo de la chaqueta y le dije que si no venía por las buenas haría el viaje con aquel objeto en las muñecas. La sangre entonces se le subió a la cabeza.

»—¿Se atrevería usted a esto?

»—Sí.

»—Pero ¿por qué?

»Creo que lo que más le hacía sufrir era verse humillado. Acabó por venir con nosotros a la estación para coger el tren de la noche. Su mujer quería acompañarnos, pero él no se lo permitió, diciéndole que estaría de vuelta al cabo de cuarenta y ocho horas.

»—No pueden reprocharme nada a mí, ¿comprendes?… Serán ellos los que se verán en un aprieto luego…

Al día siguiente por la mañana, Maigret se sentó detrás de su despacho, escogió una pipa, la llenó lentamente y le hizo una señal a Torrence para que se sentara en la esquina de la mesa con un bloc. Normalmente siempre que era posible era Lapointe quien tomaba nota de los interrogatorios, era el mejor taquígrafo de toda la P. J., pero Torrence tampoco lo hacía mal.

Maigret pulsó un timbre y Véran condujo ante él a un Mahossier de rasgos duros y mirada fija.

—Siéntese.

—Protesto contra este arresto que nada justifica y me reservo el derecho de demandarle por muy Maigret que usted sea.

Maigret no se inmutó.

—¿Quiere usted decirme, señor Mahossier, dónde está su automática?

—¿Qué automática?

—La que hasta hace pocos días estaba aún en el cajón superior de su mesita de noche. Una del calibre 32, si no me equivoco.

—No entiendo de armas y sería incapaz de poderle decir cuál era el calibre de esa arma, que me dieron hace mucho tiempo.

—¿Dónde está ahora?

—En el mismo cajón, probablemente.

Hablaba con desdén y cuando miraba al comisario sus ojos expresaban un intenso odio. ¿Pero no habría algo de miedo acaso también en aquellos ojos?

—La automática no está en el cajón. ¿Qué hizo usted con ella?

—¿Acaso sólo yo puedo entrar en el piso?

—¿Quiere usted decir que la señorita Berta habría podido cogerla? No bromee, por favor. Eso no le llevará a ninguna parte.

—Yo no digo que fuera la cocinera quien la cogió…

—¿Su suegra entonces? Precisamente estaba en su casa la noche en que cenó usted solo en casa Pharamond, día en que volvió a las tres de la madrugada…

—Yo nunca he vuelto a las tres de la madrugada a casa.

—¿Quiere que lo enfrente a un testigo que le ha visto perfectamente y que no tardará en reconocerle?

Torrence escribía lo más aprisa que podía, con la frente cubierta de sudor.

—No sólo alguien que yo tengo aquí le vio entrar un poco antes de las tres en el callejón del Vieux-Four, sino que otro testigo le oyó volver a su casa algunos minutos después de esta hora.

Mahossier dijo irónicamente:

—¿Mi mujer, quizá?

—Si fuera ella no podría atestiguar contra usted.

Maigret, al contrario de su interlocutor, estaba muy tranquilo.

—Entonces ha sido esta vieja zorra de Berta. Bajo pretexto de que ayudó casi a criar a mi mujer, está tan celosa que no me puede ver.

—¿Cuándo conoció usted a Marcel Vivien?

—No sé de quién me habla.

—¿No lee usted los periódicos?

—No presto ninguna atención a los sucesos.

—¿Pero debe de saber al menos que fue asesinado? Estaba durmiendo en su cama cuando le dispararon tres balas al pecho.

—¿Y qué tiene que ver esto conmigo?

—Quizá mucho. Sería una gran cosa que lograra encontrar usted su automática.

—Primero tendría que saber quién lo cogió o lo cambió de sitio.

Era el tipo de hombre capaz de negar contra todo y contra todos. Encendió un cigarrillo, le temblaba la mano. Se habría podido creer que de cólera.

—Supongo que usted no debe haber ido nunca al callejón del Vieux-Four, ¿no?

—No podría decir ni dónde está eso.

Maigret cambió de repente de tema, sorprendiendo a su interlocutor.

—¿Y qué le ocurrió a Nina Lassave?

—¿También tengo que conocerla? Ese nombre no me dice absolutamente nada.

—En 1945 y 1946 usted vivía en Montmartre, en un hotel meublé a dos pasos del bulevar Rochechouart.

—Efectivamente, viví en este barrio, pero no recuerdo exactamente el año.

—La chica tenía un piso en el bulevar Rochechouart…

—Es posible. Hay miles de personas en el mismo caso. ¿También tengo que conocerlas?

—Es muy posible que usted la conociera lo mismo que a Vivien, que era su amante. Reflexione antes de contestar. ¿Fue usted amante también de Nina Lassave?

—No tengo que reflexionar ni poco ni mucho. Tuve en esa época, en la que aún no estaba casado, cierto número de amantes, pero no ésa, y nunca encontré a nadie que se llamara Marcel Vivien.

—En suma, ¿que usted no sabe nada de este caso?

—Nada en absoluto.

Se estaba tornando insolente, pero su nerviosismo crecía y no podía impedir que le temblaran los dedos.

—Para que le quede más tiempo para reflexionar, lo voy a mandar a la Prevención…

—No tiene usted derecho a hacer eso.

—¿Ha olvidado usted la orden que tengo firmada por el juez?

—Si piensa interrogarme de nuevo, exijo la presencia de mi abogado.

—Podría negarme. Sólo con el juez de instrucción puede intervenir el abogado. Pero le daré todas las facilidades. ¿Cómo se llama?

—Maître Loiseau. Vive en el 38 del bulevar Beaumarchais…

—Lo avisaré en el momento oportuno.

Maigret se levantó y fue a colocarse delante de la ventana abierta, ante un cielo desesperadamente azul. Todos, excepto los de las playas, estaban deseando que cayera algo de lluvia, la temperatura seguía subiendo.

El inspector Véran llevó otra vez a Mahossier a su celda.

—No tendrá tanto éxito como se figura —murmuró por lo bajo, refiriéndose sin duda al comisario Maigret.

Maigret, por su parte, le estaba diciendo a Torrence:

—Es un tipo difícil. Pasa a máquina las notas que has tomado; la próxima vez hay que hacerle firmar la declaración.

—¿Cree usted que conoció de verdad a Nina Lassave?

—Es posible. He lanzado un globo sonda. Creo que ha reaccionado, no esperaba que hablara de ella…

Cambió de pipa y se puso el sombrero.

—Si preguntan por mí urgentemente, diga que estoy en el Parisien Liberé

Torrence se lo quedó mirando con sorpresa, pero no dijo nada.

Maigret empezó por irse a beber un doble de cerveza a la cervecería Dauphine, después subió a un taxi.

—Al Parisien Liberé.

Recordaba que aquél había sido uno de los primeros periódicos que habían aparecido después de la Liberación. Él, en 1946, no estaba en París. Era la época en la que no le resultaba grato al director de la P. J., un hombre que se había retirado meses más tarde. Lo habían mandado a Luçon, donde apenas tenía nada que hacer y donde, para matar el tiempo, se entretenía jugando al billar casi todo el día. Lo había pasado mal durante un año, la señora Maigret tampoco había sabido adaptarse a la Vendée.

Afortunadamente, el nuevo director lo había llamado de nuevo a París. Todavía no era comisario principal y no dirigía la brigada criminal.

Aquella estancia en Luçon era como un bache en su carrera y en sus recuerdos.

—Quería hablar con el redactor jefe.

—¿De parte de quién?

—Del comisario Maigret.

El redactor jefe, a quien no conocía y que era muy joven, salió de su despacho para darle la bienvenida.

—¿A qué debo el honor de su visita?

—Cosas del trabajo —dijo Maigret.

—¿En qué podemos ayudarle?

—Supongo que conserva usted todos los números de su periódico.

—Naturalmente. Están archivados por años.

—Querría consultar los años 1945 y 1946…

—Venga conmigo…

Anduvieron a lo largo de una serie de complicados pasillos y al final fueron a parar a una sombría habitación donde en unas estanterías había una serie de archivadores forrados de tela negra.

—¿Quiere que le ayude alguien?

—No creo que sea necesario. Y más teniendo en cuenta que a lo mejor me pasaré horas con esto.

Era un paso que a Maigret se le había olvidado de dar en aquella investigación. Había pensado en ello unos momentos y después se le había ido de la cabeza.

—Si quiere le haré subir cerveza… Siempre nos la suben del bar de enfrente…

—Acabo de tomarme una, gracias…

Una vez solo, se quitó la chaqueta, se remangó la camisa y fue a buscar el volumen que correspondía al año 1945.

Al cabo de una hora había terminado con aquel año. Naturalmente, sólo leía los titulares. Ninguno hacía referencia a Marcel Vivien, a Nina Lassave o a Louis Mahossier.

Fue a colocar otra vez el volumen en su sitio y, con la cabeza pesada, empezó a mirar el año 1946. Por dos veces, el redactor jefe vino a asegurarse de que no le hacía falta nada.

—¿Sigue sin tener sed?

—Bueno, ahora aceptaría de buena gana un doble.

El aire estaba azul del humo de la pipa. La habitación olía a papel viejo y a tinta de imprenta.

Había algunos titulares que le sorprendían. El periódico daba amplia información sobre algunos casos que habían armado mucho ruido en su tiempo y que ahora estaban completamente olvidados.

Enero… Febrero… Marzo… Abril…

Pronto llegó al mes de agosto. Y por fin, la fecha del 17, de repente tuvo este titular delante de los ojos:

Mujer joven estrangulada en el bulevar Rochechouart

El titular del periódico no estaba impreso en caracteres grandes ni ocupaba la primera página. No parecía que se hubiera dado mucha importancia al hecho.

Una mujer joven, de 22 años. Nina Lassave, ha sido encontrada estrangulada en la habitación que ocupaba en el bulevar Rochechouart. Estaba desnuda sobre la cama. No había desorden ni en la habitación ni en el piso. La portera, que ha sido interrogada, no ha podido proporcionar ningún informe que pueda ayudar a los investigadores del caso.

Durante varios años, Nina Lassave trabajó como vendedora en una casa de ropa interior de la calle Lepic, la dueña estaba muy satisfecha de sus servicios.

A finales de 1945 de repente dejó de trabajar. Había un hombre en su vida, pero pocas veces iba a verla a su casa. ¿Qué ocurrió la noche de su muerte? Eso será lo que realmente va a resultar difícil determinar. La portera es muy vieja y no se ocupa demasiado de las idas y venidas de la gente de la casa.

Ha sido encargado del caso el comisario Piedboeuf.

En el número siguiente se leía el siguiente titular:

Nada nuevo en el caso del bulevar Rochechouart

Sólo unas pocas líneas anunciando que se estaba haciendo todo lo posible para tratar de saber algo más sobre la vida privada de aquella mujer. El informe del forense dejaba establecido en términos técnicos que había perecido por estrangulación. No había sufrido ninguna vejación.

De nuevo había sido interrogada la portera. Dijo que un hombre bastante joven llegaba a veces con ella y subía al piso, pero nunca pasaba allí la noche.

Según dijo, lo había visto un par de veces. Pero le costaría mucho reconocerlo si se lo ponían delante. Desde hacía unos dos meses, otro hombre, mucho más fácil de describir, venía a verla por la tarde. La portera, a ése, lo había visto a plena luz.

Era muy alto y delgado y tenía los ojos oscuros. Subía la escalera saltando los peldaños de cuatro en cuatro y volvía a salir solo una hora después.

Tres días después el Parisien Liberé anunciaba: «Un sospechoso ha sido interrogado por el comisario Piedboeuf».

Reina un gran misterio aún en torno a los interrogatorios que tienen lugar en la Policía Judicial. Ha sido identificado el hombre alto y delgado que visitó varias veces a Nina Lassave en el bulevar Rochechouart. Se trata de un tal Louis M…, pintor de paredes, que vive en un pequeño hotel del barrio.

No niega haber sido amante de la joven, pero en cambio asegura no haberla visto el día de su muerte. La portera afirma que ella estaba en la escalera cuando él llegó a la casa, hacia las cuatro de la tarde.

Por falta de pruebas, el señor M… ha sido puesto en libertad, pero la policía continúa investigando sobre su vida.

En cuanto a Marcel V…, que era el amante de Nina Lassave desde hacía más de seis meses, ha podido demostrar que estaba en un café del bulevar de la Chapelle en el momento en que se cometió el crimen.

Maigret empezó a tomar notas en su viejo carnet de tapas negras. El camarero de una cervecería de los alrededores le había traído un doble de cerveza muy espumoso y el interés que se había tomado por lo que había leído en aquel periódico le había hecho pasar el dolor de cabeza.

Trató de ir al despacho del redactor jefe, pero se perdió entre tanto corredor y tuvo que preguntar cuál era el buen camino.

—¿Tendría usted inconveniente en que hiciera fotografiar algunos artículos que he encontrado en sus archivos?

—Ningún inconveniente, señor comisario.

—¿Me permite telefonear?

Moers se puso inmediatamente al teléfono.

—¿Está ahí Mestral?… ¿Quiere enviármelo al Parisien Liberé? Que vaya a Redacción y pregunte por los Archivos. Yo estaré allí…

Maigret volvió a su puesto y siguió hojeando los viejos números del periódico. Cada vez se hablaba menos de Nina Lassave; sólo le dedicaban ya unas pocas líneas, un importante proceso político apasionaba a toda Francia.

Al parecer, Louis M…, a quien la portera cree haber visto subir al piso de Nina Lassave hacia las cuatro de la tarde, tiene también una coartada. El comisario Piedboeuf sigue con la investigación, lo mismo que sus inspectores, pero todavía no han descubierto nada nuevo.

Aquello casi era el entierro del caso del bulevar Rochechouart. El periódico no había publicado ni la fotografía de Mahossier, ni la de Marcel Vivien.

Mahossier había sido interrogado un par de veces más aún en el Quai des Orfèvres. Lo habían llevado al despacho del juez Coméliau que todavía vivía en aquel entonces, pero ya no había vuelto a ser requerido.

Mestral llegó al cabo de media hora provisto de toda una batería de aparatos fotográficos.

—¿Tengo que fotografiar muchas páginas?

—No, sólo una media docena de artículos cortos.

Maigret se quedó viéndole trabajar mientras le señalaba los artículos que le interesaban.

—¿Será posible tener esto revelado a primera hora de la tarde?

—A las cuatro puede estar todo, y de paso aún me quedará tiempo para comer, si me lo permite.

Maigret fue a darle las gracias al redactor jefe.

—¿Ha encontrado usted lo que buscaba?

—Sí.

—¿Supongo que todavía no se debe poder hablar de ello?

—Cuando llegue el momento le aseguro que usted será el primer informado.

—Gracias. Hasta pronto, pues…

Era algo más de mediodía. Desde la calle Enghien al bulevar Richard-Lenoir había un buen cuarto de hora a pie. Maigret estaba de buen humor, miraba a los transeúntes y, de vez en cuando, se quedaba contemplando los escaparates y los autocares. Había dos o tres parados en la Bastilla, los extranjeros los fotografiaban de la misma manera que habían fotografiado el Arco de Triunfo, el Sacré-Coeur y la torre Eiffel. La mayoría de ellos tenían aspecto de cansados, pero no se querían perder ninguna de las curiosidades que les habían prometido enseñarles.

Al entrar en su piso empezó a canturrear.

—Me parece que esto ya debe ir mejor —dijo la señora Maigret mientras servía los entremeses.

—Creo que he trabajado bien. No sé todavía lo que va a dar de sí mi trabajo, pero creo que algo positivo va a salir de todo esto. Lástima que hay un hombre que ya no puede hablar.

—¿Quién?

—Marcel Vivien. Por fin tengo una noticia importante que no tengo por qué ocultar. Nina Lassave fue asesinada en su piso en agosto de 1946.

—¿A tiros de revólver?

—Estrangulada.

—¡Ya podías matarte a buscarla, pues!

—Desde luego. He interrogado a Mahossier, cada vez se vuelve más irascible y difícil.

Comió con buen apetito. Había un asado de cordero, de un bonito tono rosado con un poco de sangre junto al hueso.

—Está formidable —dijo suspirando y cogiendo otro trozo.

—¿Crees que te estás acercando al final?

—Todavía no puedo decir nada, pero desde luego ya tengo recorrido un buen trozo de un difícil camino. Lo más chocante es que lo que he descubierto esta mañana en los archivos del Parisien Liberé debe de estar, con todos los detalles suplementarios incluidos, en los expedientes de la P. J. No he pensado en ello antes porque entonces estábamos en Luçon…

—Cierto, nunca me había aburrido tanto.

—Ni yo.

—¿Quieres un melocotón? Están muy maduros y son muy jugosos…

—Vale. Pásame el melocotón…

Estaba en paz con todo el mundo y consigo mismo.

Cogió un taxi para ir a su despacho. Las ventanas estaban ampliamente abiertas, como los días precedentes, y unas ráfagas de aire ligeramente más fresco penetraban en la habitación.

—¡Torrence!…

—Sí, jefe.

—¿Ha terminado de pasar a máquina la declaración?

—Sí, ya estaba este mediodía.

—¿Quiere traerme una copia?

Cuando la tuvo encima de su despacho continuó diciendo:

—Vaya a mirar en los Archivos. Entre los expedientes de 1946 tiene que haber uno referente al asesinato de Nina Lassave, en el bulevar Rochechouart…

—Cada vez que oía ese nombre tenía la sensación de que me recordaba algo… Ahora me doy cuenta… Fue el comisario Piedboeuf quien se ocupó de este caso.

—Eso es. Tráigame este expediente lo antes posible.

Releyó palabra por palabra, haciendo de vez en cuando una pausa para reflexionar o para encender de nuevo la pipa, las preguntas que le había hecho por la mañana a Mahossier y las respuestas de éste.

En el texto escrito, las palabras de Mahossier parecían mucho más incoherentes que cuando las había pronunciado verbalmente.

Cuando hubo terminado, Maigret se quedó inmóvil, con los ojos medio cerrados. Se habría podido creer que estaba dormido, pero no era así, su mente estaba más despierta que nunca. Trataba de acordarse hasta de los menores detalles de su investigación.

Le resultaba difícil y tenía prisa por acabar. De repente decidió llamar a Ascan, el comisario de policía del distrito I.

—Lo siento, señor comisario, mis hombres no han descubierto nada más…

—No le llamo para eso. Me gustaría que, si fuera posible, cogieran al mendigo y a la mendiga que interrogué en su despacho. Si consiguen dar con ellos le agradecería que tuviera la amabilidad de enviármelos aquí…

—Corre usted el riesgo de quedar lleno de pulgas…

—No sería la primera vez. Es uno de los peligros que hay que correr en nuestro oficio.

—En este barrio estamos muy bien surtidos de eso. ¿Hacia qué hora los querría tener usted ahí?

—Hacia las cuatro, si es posible.

—Lo intentaremos… Dispongo de los hombres adecuados para eso…

* * *

Maigret pidió a la telefonista que le pusiera en comunicación con Maître Loiseau: bulevar Beaumarchais.

La telefonista no tardó en llamarle diciendo que no estaba en su despacho, que probablemente debía estar en el Palais.

Esta vez, la telefonista tardó casi un cuarto de hora en llamarle. Habían tenido que buscarle un largo rato.

—Maître Loiseau… Habla el comisario Maigret… Se trata de lo siguiente, hay un caso de asesinato y tengo detenido aquí a uno de sus clientes, Louis Mahossier… He tratado de hacerle algunas preguntas, pero ha sido inútil… Sólo quiere hablar en su presencia, y yo no veo ningún inconveniente… ¿Podría estar usted en mi despacho hacia las cuatro?

—Imposible, tengo un juicio a las tres… Pero si quiere a las cinco…

—Perfectamente, a las cinco, pues…

Maigret apenas había tenido tiempo de volver a colgar cuando Torrence le trajo un expediente muy corto, el del caso de Nina Lassave, de 1946. Primero se quitó la chaqueta, luego encendió una pipa y se colocó delante de los documentos.

Para empezar había una declaración de la portera, hecha en la comisaría del barrio; la portera, al ver que una de las inquilinas de la casa no había bajado a las dos, había ido a llamar a la puerta.

La puerta estaba ligeramente entreabierta y la portera había entrado en el piso:

«No había nada de desorden. Los cajones no habían sido abiertos, pero en el dormitorio, donde todo estaba en orden también, la pobre joven estaba tendida sobre la cama, completamente desnuda, con la lengua fuera de la boca. Sus ojos vacíos estaban fijos en el techo…».

Luego había la declaración redactada por el comisario de policía, un tal Maillefer, que había ido al lugar del suceso acompañado por el agente Patou. Había encontrado a la víctima en el estado descrito por la portera. Su ropa, entre la que sobresalía un traje de seda estampada, estaba colocada cuidadosamente sobre una silla, no lejos de la cama.

«El robo no parece haber sido el motivo del crimen. Teniendo en cuenta además la desnudez de la víctima, hay que suponer que la víctima debía de conocer muy bien al asesino, ya que no se nota que hiciera ningún gesto para cubrirse y además permitió que se le acercara…»

El comisario de policía había llamado desde la habitación a la P. J. El comisario Piedboeuf le había dicho que en seguida iría, le había rogado que no tocara nada y añadió que llamara a Fiscalía.

Si a Maigret no le fallaba la memoria, Piedboeuf debía de tener entonces algo menos de cincuenta y cinco años.

Era un hombre que conocía bien su trabajo y que no se dejaba confundir fácilmente. Era algo rudo de carácter y tenía poca paciencia.

Había ido acompañado de dos inspectores, uno de los cuales aún estaba en la sección de Información General.

El informe de Piedboeuf era largo; al informe había añadido un plano del piso.

«Todo estaba en su sitio, en los muebles y fuera de ellos, encontré trescientos francos en el bolso de la víctima que estaba muy a la vista encima de la mesita de noche…»

Hablaba extensamente del informe de la Fiscalía, que siempre es sólo un formulismo.

Dos informes más completaban el del comisario y un cierto número de fotografías de Nina tal y como había sido encontrada. El primer informe era de Moers. Decía que sus hombres habían buscado en vano huellas digitales. Sólo se habían encontrado en el piso las de la víctima y en la manecilla de las puertas las de la portera.

Maigret tomaba notas.

El siguiente informe llevaba la firma de un hombre con el que él había trabajado largo tiempo y que, desgraciadamente, ya había muerto: el doctor Paul, forense y excelente gastrónomo.

En términos científicos describía la muerte por estrangulación. En el cuello de la joven se apreciaban claramente las marcas dejadas por los dedos del asesino. Éste era un hombre de manos grandes y fuertes.

Se había interrogado a los inquilinos de la casa. Eran pocos y nadie había oído nada. Nadie se había encontrado con ninguna persona sospechosa en la escalera tampoco.

«—¿Nina Lassave recibía a mucha gente?»

»—No.

»—¿Pero recibía a alguien con cierta frecuencia?

»—Recibía a dos hombres.

»—¿A la vez?

»—No. Separadamente. El más alto venía sobre todo por la tarde… El otro venía por la noche. Salían juntos. No sé adónde iban, pero un día los vi en la terraza del Cyrano, una noche mejor dicho…

»—¿Cuál era el más viejo?

»—El de la noche… El otro hacía sólo un par de meses que venía por aquí…

»—¿No vieron a ninguno de los dos en la escalera el día del crimen…?

»—Bueno, en realidad aquel día yo salí de mi piso a las seis de la tarde…».

Los otros inquilinos todavía sabían menos. Uno de ellos, soltero de cierta edad, que trabajaba en un banco de los Grandes Bulevares, salía de su casa a las ocho de la mañana y regresaba hacia las nueve de la noche.

»—No sabía siquiera que en la casa hubiera tal mujer, y no tenía ni la menor idea de esa presencia intermitente de amantes en la casa…

A través de la portera se había podido descubrir a Mahossier. Una tarde había ido a la casa en una furgoneta que en letras amarillas llevaba la siguiente inscripción: Lesage y Gélot, pintores, bulevar Batignolles.

Había más informes todavía. Cualquier pequeña declaración de un testigo bastaba para que se redactara un informe, un simple formulismo. Maigret no podía dejar de sonreír cuando los leía.

«Por orden del comisario Piedboeuf, me he personado en la empresa de pinturas Lesage y Gélot, en el 25 del bulevar de Batignolles. He podido hablar con el señor Gélot, el señor Lesage no estaba. Le he preguntado cuántos obreros tenía, me ha dicho que era una temporada floja y que sólo tenía cuatro».

»Me ha dicho los nombres. Le he preguntado la edad de cada uno. Tres de los cuatro tenían más de cuarenta años…, uno de ellos tenía incluso sesenta.

»Sólo un tal Mahossier tenía veintiséis. He tenido que esperar casi una media hora, había ido a llevar mercancía a una obra. Conducía la camioneta descrita por la portera del bulevar Rochechouart.

»Mahossier se ha tomado la cosa a mal. Me ha dicho que con qué derecho le interrogaba y ha empezado por negar que conociera a Nina Lassave. Me lo he llevado entonces al bulevar Rochechouart, y la portera le ha reconocido perfectamente. Había sido él el hombre que había visto en la escalera la víspera, aproximadamente a la misma hora en que había sido asesinada la joven Lassave.

»Entonces le he dicho que me siguiera al Quai des Orfèvres y lo he dejado en manos de mi jefe, el comisario Piedboeuf».

Maigret se secó el sudor.

Le habían hecho cuatro interrogatorios a Mahossier, y en ninguno de ellos había variado sus declaraciones. Decía que aquel día, más o menos a la hora en que había sido cometido el crimen, circulaba con una camioneta llena de bidones de pintura por la calle Courcelles.

Sus compañeros, que habían recibido la pintura, confirmaban su declaración pero eran algo menos precisos en lo de la hora.

El juez de instrucción Coméliau había querido verle y le había hecho una serie de preguntas.

Marcel Vivien había sido interrogado, y también el dueño y el camarero del café del bulevar de la Chapelle.

Vivien estaba muy deprimido. Era un hombre a quien la muerte de su amante parecía haber dejado desprovisto de toda energía. No se había podido probar nada contra él y había vuelto a su hotel de la plaza de las Abbesses.

Mahossier, había sido interrogado más a fondo, pero al final, por falta de pruebas concluyentes, había sido puesto en libertad.

Sin embargo, el expediente no llevaba el membrete de «caso Concluido». La policía no da nunca por terminado un caso del que no se ha encontrado la solución, pero en esta ocasión era como si lo fuera.

—¡Torrence…! Dentro de un cuarto de hora hazme el favor de ir a buscar a Mahossier a la Prevención.

En cuanto a él, ya era hora de que se fuera a tomar su doble a la Cervecería Dauphine. Si Maître Loiseau era tan irascible como su cliente, el interrogatorio iba a ser difícil.

Cuando Maigret regresó, Mahossier estaba ya sentado en una silla en su despacho, el inspector Torrence había ocupado su puesto en la esquina de la mesa con su bloc de taquigrafía en la mano.

—Tenemos que esperar a Maître Loiseau…

Mahossier no dejó entender que se había dado por enterado. Maigret hojeó el expediente, procurando grabar en su memoria ciertos detalles.

Maître Loiseau llegó, vestido aún con la toga, a través de la puerta que pone en comunicación la P. J. con el Palacio de Justicia.

—Perdone, pero la defensa ha durado un cuarto de hora más de lo previsto…

—Siéntese, se lo ruego. Voy a hacer cierto número de preguntas. Hasta ahora el señor Mahossier lo ha negado todo sistemáticamente. ¿Sabe usted de qué se acusa a su cliente?

—¡Acusar! ¡Va demasiado aprisa! Supongo que todavía no ha empezado a verse la causa.

—Bien, digamos que se le supone autor de la muerte de Marcel Vivien, mendigo, ocurrida en una casa abandonada del callejón del Vieux-Four.

Maigret se volvió hacia Mahossier.

—Para empezar, vamos a dejar establecida su presencia en las Halles esa noche.

—¿Tiene usted testigos dignos de crédito?

—Usted mismo juzgará si lo son…

Envió a Torrence a buscar al llamado Totó, a quien un inspector del distrito I había conducido hasta allí junto con la gorda Nana. Totó, nada impresionado, como hombre que está acostumbrado a verse ante la policía, se los quedó mirando a todos.

Cuando su mirada se posó sobre Mahossier se tranquilizó.

—¡Vaya, a ese tipo lo conozco…! ¿Qué tal está? Espero que no sea usted el que tiene problemas…

Maigret le preguntó:

—¿Dónde y cuándo lo vio usted?

—En las Halles, claro. Paso allí todas las noches.

—Quiere usted decirnos dónde estaba exactamente…

—A menos de diez metros de casa Pharamond… Estaba viendo descargar un camión. Había allí un amigo… Si se le puede llamar así, pues en realidad no era amigo de nadie… Se llamaba Vivien… Descargaba verduras de un camión y yo estaba esperando que llegara otro para ponerme manos a la obra…

—¿Qué ocurrió después?

—La puerta de Casa Pharamond se abrió y ese señor salió del restaurante. Se quedó un rato viendo a los chicos cómo descargaban. Yo aproveché la ocasión para acercarme a él y pedirle algo para un vaso de tintorro… Y me dio nada menos que una pieza de cinco, de modo que gracias a él pude comprarme toda la botella…

—¿Lo había visto usted antes en las Halles?

—No, nunca…

—¿Está usted allí desde hace mucho tiempo?

—Hace quince años que paso allí todas las noches.

—Estoy dispuesto a que le haga usted un par de preguntas al testigo si quiere, Maître.

—¿Cuándo ocurrió esto que acaba usted de contar?

—¡Si cree que yo me dedico a contar los días…! Bueno, sería esa noche en la que mataron a Vivien…

—¿Está usted seguro?

—Sí.

—¿No estaría usted borracho?

—A las tres desde luego que sí, pero no a las diez.

—¿Y está usted seguro de haber reconocido a este señor?

—Él también me reconoce, lo leo en su mirada.

Maigret se dirigió a Mahossier.

—¿Es verdad?

—Nunca había visto a esa piltrafa humana…

—Piltrafa humana… Piltrafa humana… —repitió por lo bajo el mendigo.

Torrence se lo llevó e hizo entrar a la gorda Nana, la de las piernas hinchadas y dedos como embutidos. Todavía no había bebido, pero andaba algo tambaleante.

Una vez sentada, también ella miró a su alrededor y su mano derecha se tendió hacia Mahossier.

—Es él —dijo con voz ronca que debía de ser en ella habitual.

—¿A quién se refiere?

—Al hombre que salió hacia las diez de la noche de ese restaurante donde suelen ir a comer los ricos…

—¿Conoce usted el nombre de este restaurante?

—Sí, Casa Pharamond.

—¿Está usted segura de que era este hombre?

—Completamente segura. Vi incluso cómo Totó hablaba con él. Un poco después el mismo Totó me dijo que ese tipo le había dado una pieza de cien «sous», y hasta me invitó a un vaso de vino.

—¿La reconoce usted, Mahossier?

—No. Nunca he visto a esta mujer, y ella tampoco me ha visto nunca en las Halles…

Maigret se volvió hacia la gorda Nana.

—¿Lo volvió usted a ver?

—Sí, lo vi la misma noche, hacia las tres. Estaba sentada en el suelo, en la esquina de la calle de la Grande Truanderie junto al callejón del Vieux-Four. Oí pasos y un tipo alto y delgado pasó a mi lado. Se le distinguía perfectamente porque justamente en la esquina hay un farol de gas.

—¿Sabe usted adónde fue?

—A una casa que está por derribar desde hace diez años y que cualquier día de esos se caerá.

—Mahossier. ¿Reconoce usted a esta mujer?

—No la he visto nunca…

Maître Loiseau suspiró:

—Si todos los testigos que tiene usted son de esta categoría…

—Ya puede llevarla otra vez al pasillo, Torrence…

—¿Hago entrar al tercer testigo?

—Un momento… La primera vez que le he interrogado, señor Mahossier, usted ha negado que hubiera cenado en Casa Pharamond… ¿Mantiene esta declaración…?

—La mantengo…

—¿Dónde cenó usted? No cenó en su casa, me lo dijo usted mismo, porque cenaba allí su suegra con la que usted no está en muy buenas relaciones…

—Cené en un snack de los Grandes Bulevares…

—¿Sería capaz de reconocerlo?

—Es posible…

—¿Había bebido?

—No bebo nunca, sólo tomo un vaso de vino a la hora de las comidas…

—¿O sea que usted no puso los pies en Casa Pharamond…?

Maigret hizo una señal a Torrence y éste introdujo a un hombre de unos cincuenta años, que iba vestido de negro de los pies a la cabeza.

—Siéntese usted, señor Genlis.

—En mi profesión suelen llamarme Robert.

—¿Quiere usted decirnos cuál es su profesión y dónde la ejerce?

—Soy segundo chef en Casa Pharamond…

—Y, como tal, supongo que debe estar atento a las idas y venidas de los comensales…

—La mayoría de las veces soy yo quien les indica la mesa…

—¿Hay en ese despacho alguien a quien usted conozca?

—Sí.

Y designó a Mahossier, que esta vez se puso algo pálido.

—¿Cuándo lo vio usted por última vez?

—Sólo lo vi una vez, el lunes por la noche. Estaba solo, cosa rara entre nuestra clientela. Comió muy rápido, yo mismo le abrí la puerta al salir.

—¿Está usted de acuerdo, señor Mahossier?

—No he puesto los pies en Casa Pharamond desde hace diez años al menos y este hombre pretende haberme visto, en un local lleno de gente.

—¿Cómo sabe usted que estaba lleno de gente?

—Lo supongo, dada la reputación de que goza la casa…

—Pues quiero hacer hincapié —dijo el chef— sobre una particularidad que me llamó la atención: pocas veces he visto a un cliente tan alto y tan delgado…

—¿Alguna pregunta, Maître Loiseau?

—Ninguna. Reservo mis preguntas para cuando esté ante un magistrado.

—Gracias, señor Genlis. No voy a retenerle más.

—¿Tiene usted otros testigos, comisario?

—No. Hemos terminado con este caso por hoy.

El abogado se levantó con visible satisfacción.

—Bien, ahora vamos a pasar al otro caso.

—¿Todavía hay otro? ¿No es bastante aún acusar a mi cliente de la muerte de un mendigo al que nunca ha visto?

Mahossier, había palidecido visiblemente. Aquella palidez hacía resaltar más sus ojeras y el pliegue amargo de sus labios cerrados.

—Le escuchamos.

—¿Se acuerda usted del 16 de agosto de 1946, Mahossier?

—No. No hay ninguna razón para que lo recuerde. Debí de trabajar como un negro todo el día; en esa época para poder arrinconar un poco de dinero no hacía ni vacaciones.

—Trabajaba usted para la casa Lesage y Gélot…

—Eso es.

Parecía sorprendido e inquieto.

—Conducía usted frecuentemente una furgoneta que llevaba en la carrocería estos dos nombres.

—Sí, hacía muchos viajes con ella.

—Ese día tenía usted que llevar unos bidones de pintura a sus compañeros que trabajaban en la calle Courcelles.

—No lo recuerdo.

—Tengo aquí la declaración que hizo usted al comisario Piedboeuf. Supongo que reconocerá que ese comisario le interrogó varias veces…

Maigret, al decir aquello, le mostraba también el informe.

—¿Qué quiere probar?

—¿Dónde vivía usted?

—No lo sé. Vivía en hoteles y cambiaba a menudo de alojamiento…

—Voy a refrescarle la memoria. Vivía usted en el Hotel Jonard, en la plaza de las Abbesses. ¿Sabe usted quién vivía también en este hotel?

—No conocía a nadie.

—Vivía alguien a quien usted encontró en las Halles, al cabo de veinte años. Se trata de Marcel Vivien, amante de Nina Lassave.

—Todo esto nada tiene que ver conmigo.

—Sí, eso tiene algo que ver con usted. La chica visitaba a menudo a Vivien. No sé si usted la debió seguir, pero la portera le reconoció y afirmó que durante los dos últimos meses usted iba a verla muy a menudo.

Maître Loiseau preguntó:

—¿Esa portera está aquí?

—Ha muerto hace varios años en el pueblo adonde se retiró a acabar sus días…

—O sea que no podrá declarar. Será una lástima. Hasta ahora nos ha presentado usted como testigos a dos borrachos de lo más andrajoso y sucio, a un hombre que vive de las propinas que le dan y a una difunta. ¿Cuál será el próximo?

—Cada cosa a su tiempo —murmuró Maigret llenando otra pipa.