Capítulo V

—¡Torrence! Tráeme la guía telefónica que está en el despacho de los inspectores…

Maigret empezó a buscar el apellido Mahossier. No suponía que iba a encontrar once personas con aquel apellido sólo en París. ¿A cuál se habría querido referir su anónimo interlocutor?

Maigret empezó a hacer llamadas, inmediatamente avisó a la telefonista que iba a necesitar la línea un buen rato.

A la primera llamada que hizo a uno de los Mahossier, a uno cuyo apellido no iba seguido de indicación de la profesión, no recibió ninguna respuesta y lo mismo le pasó con la segunda llamada.

Después llamó a la dirección de una florista de Passy.

—¿Su marido no está ahí?

—Ya no tengo marido. Me divorcié hace cinco años.

Luego tropezó con otro número mudo. Evidentemente la mayoría de los parisienses estaba de vacaciones.

Después logró comunicación con una escuela de mecanógrafas del bulevar Voltaire.

Nuevo teléfono mudo. Con éste ya eran cuatro. Entre todos fueron siete. Torrence, de pie junto a la ventana, se maravillaba de la paciencia del comisario.

No llamó al número siguiente, era un médico de la plaza Vosges. Detrás vio que venía el nombre de una empresa de pinturas situada en la avenida Trudain.

—¡Oiga! ¿Por quién pregunta?

—Por el señor Mahossier, por favor.

—El señor Mahossier se marchó ayer a La Baule.

—¿Estará ausente mucho tiempo?

—Por lo menos tres semanas. Tal vez cuatro. ¿De parte de quién?

—¿Es éste su domicilio personal?

—No. Aquí están los despachos y los talleres. El señor y la señora Mahossier viven en la plaza Turbigo.

—¿Tienen una casa en La Baule?

—Sí. Se llama Pins Parasols. Hace diez años que van allí.

La avenida Trudaine lo llevaba otra vez a Montmartre. La calle Turbigo quedaba a dos pasos de las Halles.

Empezó a andar de un lado a otro. Tenía miedo de parecer ridículo ante Torrence. ¿No sería una tontería acaso darle tanta importancia a una llamada anónima?

—¿Quiere usted llamar a Air Inter? Pregunte si para mañana hay un vuelo para La Baule y si hay posibilidades de volver el mismo día.

Torrence fue a llamar desde el otro despacho. Volvió minutos después.

—Hay un avión a las diez diez, y para volver sale un aparato a las dieciocho treinta. ¿Tengo que reservarle plaza?

—Sí, por favor…

Mahossier… Mahossier… Maigret se repetía constantemente aquel nombre casi con un esfuerzo doloroso de memoria. Había oído aquel nombre en alguna parte o lo había leído.

Subió a ver al juez de instrucción.

—¿Tiene usted algo nuevo, señor Maigret? —le preguntó amablemente el joven Cassure.

—Poca cosa, a excepción de que ahora sé el nombre y la antigua dirección de la joven por la que Vivien abandonó a su mujer y a su hija.

—¿Y qué ha sido de ella?

—La portera de su casa es nueva. La antigua murió en Sancerre el año pasado, estaba retirada ya. Y los inquilinos tienen menos de cuarenta años.

Titubeó unos momentos luego, armándose de valor, dijo:

—Acabo de recibir una llamada telefónica anónima…

—¿Algún loco?

—No lo sé. Pero creo que vale la pena no desaprovechar esta oportunidad. Me han hablado de un tal Mahossier. En la guía telefónica hay once nada menos. Siete están de vacaciones. Entre los otros cuatro sólo veo ligeramente sospechoso a un empresario de pintores…

—¿Lo ha ido a ver?

—Todavía no, pero iré, si usted me lo permite. Se marchó ayer con su mujer a La Baule, posee allí una villa. No volverá antes de tres semanas. No tengo ninguna prueba de que esté mezclado en esto, pero no sé por qué, no estaré tranquilo hasta que le haya visto y hablado.

—¿Quiere usted irse a La Baule?

—Tengo un avión del Air Inter por la mañana y regresa otro a París al fin de la tarde.

—Es usted quien lleva la investigación…

—Gracias. Creo que no estaría de más que me llevara conmigo un permiso de interrogatorio para el caso de que tropiece con un tipo difícil…

El juez Cassure lo redactó y se lo entregó inmediatamente.

—Buena suerte, Maigret…

Volvió a su casa temprano, comió carne fría, queso y ensalada, después pasó el resto de la noche contemplando la televisión. De vez en cuando decía a media voz, como si fuera un sortilegio:

—Mahossier… Mahossier…

Pero ningún recuerdo preciso acudía a su mente.

—A propósito —le dijo a su mujer— mañana no vendré a comer.

—¿Tienes mucho trabajo?

—No excesivo, pero tengo que ir a La Baule.

—¿A La Baule?

—Sí. Hay allí alguien a quien tengo necesidad de ver. Iré en avión y volveré el mismo día. Estaré de regreso hacia las ocho y media…

Sabía por experiencia que a muchos criminales sólo se logra detenerlos gracias a una llamada telefónica anónima o al soplo de algún confidente.

Cuando se levantó, el sol ya brillaba alto, no soplaba ni un poco de aire. Le gustó comprobarlo, no le gustaba demasiado el avión, siempre tenía una sensación de hombre encerrado cuando viajaba en él.

—Hasta la noche.

—Quizá te dará hasta tiempo de tomar un buen baño —le dijo su mujer bromeando.

Se reía porque sabía que Maigret no sabía nadar. Era una de las razones por las que nunca iban de vacaciones al mar, siempre iban a algún lugar de montaña.

El avión era un aparatito con dos hélices, parecía un juguete al lado de los grandes aviones transatlánticos. Sólo tenía cabida para ocho personas. Maigret se los quedó mirando a todos de un modo vago. Había dos niños que no había manera de que se estuvieran quietos y que no dejaban de hablar.

Trató de dormir un poco, pero no pudo. Por fin, tras dos horas de vuelo, el aparato aterrizó en el aeropuerto de La Baule. Hacía ya un buen rato que desde lo alto se veía brillar el mar, a lo lejos se divisaba un navío que parecía confundirse con la línea del horizonte.

Encontró un taxi.

—¿Sabe dónde está la villa Les Pins Parasols?

—¿No tiene usted la dirección?

—No.

—¿Sabe como se llaman los que viven allí?

—Sí. Mahossier… Louis Mahossier…

—Espere un momento.

El chófer se dirigió hacia un pequeño bar y consultó la guía de la región.

—¡Visto! —dijo cuando volvió—. Está detrás del Hotel Hermitage…

El cambio era completo. Aquí, los hombres iban todos en short, llevaban la camisa abierta y enseñaban todo el pecho. A lo largo de una playa de varios kilómetros había varias filas de sombrillas y miles de veraneantes se cocían al sol mientras otros se bañaban.

La villa era importante, quedaba en un camino muy sombreado y apartado de la carretera.

Maigret buscó el timbre eléctrico, pero no lo encontró. La puerta, pintada de blanco, estaba entreabierta. En la terraza se veía una mesa y dos sillones de jardín.

Empujó un poco la puerta y gritó:

—¿Hay alguien?

De momento no contestó nadie. Sólo a la tercera llamada una criada muy joven, con delantal blanco, salió de la penumbra del pasillo de la casa.

—¿Quién es?

—Quisiera hablar con el señor Mahossier.

—A esta hora el señor y la señora están en la playa. Si quiere volver por la tarde…

—Prefiero irlos a ver a la playa ahora mismo.

—¿Les conoce usted?

—No.

—Es al final de la primera calle a la izquierda, hay una escalera de piedra que baja hasta la playa. Su toldo es el cuarto… Es el número 24, ya lo verá impreso en la tela…

—¿No quiere usted venir a enseñarme quienes son sus dueños?

—No puedo dejar la casa sola.

—¿Qué edad tiene el señor Mahossier?

—No lo sé exactamente. Sólo estoy a su servicio en la época de vacaciones. Tal vez cincuenta.

—¿Cómo es?

—Todavía es guapo, muy alto, muy delgado, y con el cabello gris…

—¿Y la señora Mahossier?

—Es bastante más joven. No le echo más de cuarenta años.

—¿Qué número de toldo ha dicho?

—24…

Varias familias pasaban con los trajes de baño puestos ya, algunos tenían la piel en carne viva de tanto sol.

Encontró la bajada hacia la playa, empezó a andar entre los cuerpos tendidos en la arena. No tardó en ver el toldo de color naranja con el número 24.

Una mujer, a la que no se le veía la cara, estaba tendida boca abajo; su espalda lucía al sol untada con un producto bronceador.

Buscó a su alrededor un hombre que pudiera ser Louis Mahossier. No lejos del lugar donde el mar lamía perezosamente la playa, unos veinte hombres, en fila, hacían gimnasia a las órdenes de un monitor. Había uno más alto y delgado que los demás. ¿Sería Mahossier?

Maigret no podía interrumpir la lección. Se quedó de pie a un metro de la mujer del 24. ¿Acabó ésta por notar su presencia? Se subió la parte superior de su traje de baño de dos piezas, no mucho mayor que un bikini y se volvió de lado.

Pareció sorprenderse de ver a un hombre vestido de ciudad. Maigret, desde luego, era el único que iba de aquella manera en toda la playa.

—¿Busca usted algo? —acabó por preguntarle la mujer.

Tenía la cara llena de aceite o pomada. Estaba metidita en carnes y parecía tener muy buen carácter.

—¿La señora Mahossier?

—Sí. ¿Cómo lo sabe usted?

—Su doncella me ha dado el número de su toldo. Quisiera tener una entrevista con su marido…

—Tendrá que esperar… ¿Qué hora es?

—Casi las doce y media…

—Dentro de unos minutos habrá terminado su sesión de gimnasia.

—Es el más alto, ¿verdad?

—Sí. El tercero a la derecha… Quiere estar delgado y no tener ni un gramo de grasa, cuando estamos en La Baule no deja nunca de hacer sus ejercicios gimnásticos.

La señora lo miraba con curiosidad, parecía que no se atrevía a hacerle preguntas más directas.

—¿Ha llegado usted esta mañana?

—Sí.

—¿Por carretera?

—En avión.

—Nosotros también lo cogeríamos si no fuera que luego cuando estamos aquí necesitamos tener el coche. ¿Se hospeda usted en el Hermitage?

—No, no estoy en ningún hotel, me marcho esta misma tarde.

Los ejercicios gimnásticos habían terminado, aquel hombre alto y delgado se dirigía hacia el toldo. Frunció las cejas al ver a Maigret conversando con su mujer.

—Ese señor ha venido de París para verte. Ha llegado esta mañana en avión y parte esta misma tarde otra vez.

A Mahossier aquello no le gustaba, se notaba perfectamente.

—¿Señor…?

—Maigret, de la Policía Judicial.

—¿Y desea usted hablar conmigo?

—En efecto querría hacerle algunas preguntas…

Respondía perfectamente a la descripción que le habían hecho del hombre que había salido de casa Pharamond y que se había quedado mirando a Vivien mientras éste descargaba verduras. Después lo habían visto en el callejón del Vieux-Four, más aún lo habían visto entrar en la tambaleante casa donde se guarecía el mendigo.

—Es usted almacenista de pinturas y empresario, ¿verdad?

—Sí…

Aquella conversación tan seria resultaba extraña, en aquel ambiente, entre el ruido de la playa, los gritos de los chiquillos y el original atuendo del interlocutor de Maigret, iba en slip.

—¿Hace tiempo que tiene el almacén?

—Unos quince años.

—¿Y antes?

—Trabajaba para otro.

—¿En Montmartre también?

—¿A qué vienen tantas preguntas, comisario? Estoy aquí de vacaciones. No sé con qué derecho viene usted a molestarme.

Maigret le enseñó el permiso de interrogatorio, el hombre leyó el texto atentamente.

—Hace algunos días que usted cenó en Las Halles, en casa Pharamond…

Se quedó mirando a su mujer como si quisiera que ella le ayudara a recordar.

—En efecto, fue la noche en que mi madre vino a cenar a casa. Como no la puedes soportar decidiste irte a comer a la ciudad…

—¿Qué hizo usted después?

—Fui andando hasta casa…

Maigret vio que cierto rubor empezaba a teñir de rojo las mejillas de la señora. Abrió la boca para decir algo, pero se calló.

—En efecto volvió usted a su casa un momento…

Y, mirando fijamente a su interlocutor, Maigret le preguntó a bocajarro:

—¿De qué calibre es su automático?

—No tengo ninguno.

—Cuidado, señor Mahossier, no diga ninguna mentira, podría volverse contra usted mismo. Si no me contesta sinceramente le pediré al juez un permiso para registrar su almacén y también su piso de la calle Turbigo.

La mujer miraba a su marido con estupor. Mahossier tenía la mirada dura, daba la impresión de que quería echarse sobre el comisario.

—Bueno, tengo un viejo automático, pero debe estar lleno de orín, ni sé dónde lo tengo.

—¿Calibre 32?

—Supongo que sí. No entiendo mucho de armas.

—Pues es una pena que no recuerde dónde lo tiene. Habría sido mucho mejor que me hubiera enviado a alguien de su personal para que me lo entregara.

—¿Pero a qué viene todo esto? ¿Me lo quiere decir?

—Es algo muy serio, señor Mahossier, se trata de un asesinato. Cuando logre encontrar esta arma, sabré en pocas horas, gracias al servicio de balística, si ha estado usted mezclado en esto o no.

—Haga lo que quiera. No quiero contestar más a sus ridículas preguntas.

Al pasar estrechó la mano de un hombre gordo que iba en traje de baño y que fue a tenderse tres toldos más arriba de donde ellos estaban.

—Hace veinte años conoció usted a una joven llamada Nina Lassave, ¿verdad? Después, a través de ella conoció usted a Marcel Vivien…

—¿El mendigo de las Halles?

—Entonces no era mendigo, tenía un taller de ebanista en la calle Lepic…

—¿Y yo tendría que haber sabido esto?

—Sí.

—Lamento decepcionarle pero no conozco a esas personas.

—¿El bulevar Rochechouart no le dice nada?

Era la primera vez que Maigret hacía un interrogatorio en una playa. La mujer de Mahossier se había apoyado en un codo y seguía la entrevista con visible interés.

—Como todos los parisienses conozco el bulevar Rochechouart, claro.

—¿Dónde vivía usted en 1946?

—Es una época lejana, en ese tiempo yo cambiaba muy a menudo de dirección. Vivía sobre todo en pequeños hoteles.

—¿De Montmartre?

—Desde luego. Mi jefe tenía el negocio en este barrio.

—¿Hotel Morvan?

—No lo recuerdo.

—¿Hotel Jonnard, plaza de las Abbesses?

—Tal vez.

—¿En el verano de ese año iba usted a comer por casualidad a un restaurante llamado La Bonne Fourchette, de la calle Dancourt? El dueño, un tal Boutant, vive todavía y podría reconocerle, goza de una excelente memoria.

—No sé nada de todo esto.

—¿No conocía este restaurante?

—Es posible que alguna vez haya comido allí, desde luego. ¿Tiene que preguntarme muchas cosas más aún?

—No muchas. Y menos si sólo recibo respuestas evasivas. ¿Podría decirme al menos en que año se casó?

—En 1955.

—¿Rompió antes sus relaciones con Nina?

—Está usted delirando, comisario.

—¿Acaso no ha recordado usted luego que tenía un automático? ¿Sigue sin recordar dónde lo tiene?

—Empiezo por no saber siquiera si aún lo tengo.

—¿Cuándo lo compró?

—No lo compré. Me lo dio uno de mis obreros. Tiene dos hijos y no quería tener un arma en su casa.

—¿Sigue teniendo empleado a este obrero?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Oscar Raison. Lo encontrará usted en la avenida Trudaine. Es uno de los primeros que tuve a mi servicio. Espero que ahora no tendrá que preguntarme nada más, ¿no?

—Nada más. Gracias. Perdone señora, que haya interrumpido su baño de sol…

La señora no contestó nada, simplemente se quedó mirando a su marido con aire interrogador.

Maigret encontró en una calle lateral un pequeño restaurante italiano y le entraron ganas, al ver el horno, de tomar una pizza. Mientras esperaba que se la trajeran, pidió marisco y una botella de vino de litro, no había de medio.

Estaba serio y grave. Tenía la impresión de que no había perdido el día. Tras haberse tomado un café se hizo llevar a Saint-Nazaire, donde encontró un puesto de la Policía Judicial. Se dirigió al ayuntamiento y le dijeron que fuera a Nantes. Había tres inspectores en un local pequeñísimo.

Los tres hombres le reconocieron y se quedaron muy sorprendidos al verle.

—¿La Baule pertenece a su jurisdicción?

—Sí. Pero no tenemos que venir casi nunca porque nunca pasa absolutamente nada. Es una playa de familias…

—Quisiera que me vigilaran día y noche a un hombre que está pasando aquí sus vacaciones. ¿Es posible?

—Todo es posible, evidentemente. Pero somos muy pocos.

Maigret les enseñó el permiso de interrogatorio.

—Haremos lo que usted diga, jefe…

Les describió a Louis Mahossier y a su mujer y les dio la dirección.

—Si uno u otro se va de La Baule, desearía que me llamaran inmediatamente, a mi casa incluso si fuera necesario…

Dio su número de teléfono.

—Naturalmente, me gustaría saber la dirección que han tomado, si es que se van.

—De acuerdo, señor comisario. ¿No quiere venir con nosotros a tomarse un vaso de vino?

—Acabo de tomarme uno ahora mismo. Mi médico me ha recomendado sobriedad…

Se fue y volvió en taxi a La Baule. Algunos hombres iban por la calle vestidos como él, de ciudad, y llevaban la chaqueta al brazo. Maigret hizo como ellos.

* * *

Desde Orly, se hizo llevar directamente a su casa, la señora Maigret ya le esperaba en el rellano. No pudo dejar de reírse al verle.

—No sé qué ocurriría si pasaras un mes entero en el mar…

—¿Qué quieres decir?

—Que has estado ahí apenas un día y vuelves como un cangrejo. Ve a mirarte al espejo…

Era verdad. Maigret tenía la cara roja. Y tenía prisa por quitarse los zapatos llenos de arena. No había podido resistir al deseo infantil de andar a lo largo de la playa, a un metro de la orla blanca de las olas. Había andado casi dos horas así, en medio de un universo variado y ruidoso, procurando evitar lo mejor posible las pelotas que tiraban los chiquillos.

—¿Has cenado?

—He comido un poco en el avión. Tengo que llamar a la P. J.

Le pusieron con el despacho de los inspectores. Reconoció la voz de Janvier y se extrañó.

—¿Aún estás en el despacho?

—Un atraco a una oficina de correos nos ha dado mucho trabajo. Hemos arrestado a los dos autores principales y recuperado el dinero. Mas quedó libre el tercero, el que vigilaba. ¿Y usted, jefe, qué tal?

—Hasta dentro de unos días no sabré si mi viaje me ha aportado verdaderamente algo interesante. Entretanto, ¿dispones de dos inspectores esta noche para hacer sendas guardias?

—Los tendré que encontrar. Aunque tenemos el equipo reducido a su mínima expresión.

—Toma nota… Avenida Trudaine, cerca del instituto Rollin. Allí están los talleres y los almacenes de Louis Mahossier, empresario de pintores… No tengo ni la menor idea de lo que puede ocurrir, pero estaré más tranquilo si sé que esos lugares están vigilados… Segunda guardia… Delante del piso de ese mismo Mahossier, en la calle Turbigo… El piso no está vacío… Una anciana cocinera vive allí sola en este momento…

—Comprendido… Y si Mahossier apareciera en alguno de esos dos lugares, ¿qué?

—Habría que seguirle y tomar nota de sus andanzas.

Maigret durmió mal porque, tan pronto como empezó a sudar le empezó a picar la cara. Le parecía oír aún el ruido del mar, como si se le hubiera quedado metido dentro del oído, y tenía la impresión también de que los colores abigarrados de la playa se le habían quedado impresos en la retina.

Al día siguiente se levantó temprano y se hizo llevar en taxi a la calle Turbigo. Era una de esas viejas casas del Marais que había sido renovada por la parte exterior, había recuperado su aspecto de hotelito particular rico y burgués.

—Perdón, señora… El piso del señor Mahossier, por favor…

—No está aquí… Ha ido con su mujer a La Baule, tienen una villa allí…

—Ya lo sé. Pero sé también que la señorita Berta, la cocinera está arriba…

—Como quiera. Es el primero a la derecha… En realidad igual da que vaya usted a la derecha que a la izquierda porque ocupan toda la planta…

No había ascensor, pero la escalera era amplia y no muy empinada. Llamó a una puerta de madera muy brillante y tardaron mucho tiempo en contestarle. Por fin oyó unos pasitos en el piso y se abrió la puerta.

—El señor Mahossier y la señora están…

—En La Baule, ya lo sé. Pero es a usted a quien he venido a ver yo.

—¿A mí?

—Usted es la señorita Berta, la cocinera, ¿no es cierto?

—Entre. No se quede en el rellano, por favor.

Lo hizo entrar en un salón muy amplio, quedaba iluminado por tres grandes ventanas y estaba amueblado poco más o menos en el mismo estilo que el resto de la casa.

—Siéntese. ¿Vende usted aspiradores?

—No. Pertenezco a la Policía Judicial.

La mujer se lo quedó mirando de los pies a la cabeza, sin inmutarse. Se notaba que era una persona que no se desconcertaba fácilmente y que no perdía el don del habla por nada.

—¿No será usted el comisario Maigret?

—Sí.

—¿Usted es el que se ocupa de ese mendigo, que ahora no recuerdo como se llama…? Ya no tengo buena memoria para los nombres…

—Vivien…

—Sí, es una idea bien rara la de matar a un mendigo, ¿no le parece? A no ser que se tratara de uno de esos falsos mendigos que ocultan una buena cantidad de dinero en el colchón.

—No es éste el caso. Vi a su dueño ayer en La Baule.

—¡Oh!

—¿Lo conocía usted antes de su matrimonio?

—Lo conocí cuando era novio de la señorita Cassegrain. He permanecido desde entonces a su servicio, el señor Cassegrain era notario y vivía en la avenida Villiers. Su mujer casi siempre estaba enferma. Tenía una doncella para ella y otra para ayudar en la cocina.

»Fue el señor Cassegrain el que insistió en que me fuera con su hija cuando ésta se casó».

—¿Cuántos años hace de eso?

—Unos quince. La diferencia aquí es que yo no cuento con nadie que me ayude en la cocina… Bueno no es del todo justo decir eso, la señora entiende mucho de cocina, casi tanto como yo, y me ayuda mucho…

—¿Salen mucho?

—No. Sólo para ir al teatro o al cine. Sólo reciben a algunos amigos, siempre los mismos.

—¿Se llevan bien?

—No discuten nunca por tonterías.

—¿Cree usted que siguen queriéndose?

No contestó.

—¿Tiene alguna amante el señor Mahossier?

—No lo sé. No sería a mí a quien se lo diría.

—¿Sale solo por la noche y vuelve tarde?

—No, nunca,… Bueno la semana pasada sí… Hacia las once, cuando la señora fue a acompañar a su madre, que había cenado aquí, volvió disparado, entró en su habitación, pero salió casi tan deprisa como había entrado… A la vuelta, la señora decidió no esperarle y se metió en la cama. No sé si lo oyó volver porque el señor cuando volvió trató de hacer el menor ruido posible… Lo que sé es que eran más de las tres de la mañana…

—¿Hace mucho tiempo que duermen en habitaciones separadas?

—Desde los primeros meses de matrimonio. El señor se levanta muy pronto para estar a la hora en el almacén y despertaba a la señora que le gusta estar en cama hasta bien entrada la mañana…

Bastaba observarla con atención cuando hablaba de Mahossier para darse cuenta de que no lo apreciaba, en cambio hablaba de su señora con verdadera adoración.

—¿Qué edad tenía su señora cuando se casó?

—Hacía un mes que había cumplido los veinte años…

—¿Sabe usted dónde se conocieron?

—No. Cuando era soltera la señora salía mucho, ahora las chicas salen a lo loco…

—¿Es feliz?

Se produjo otro silencio muy elocuente.

—¿La ha decepcionado el matrimonio?

—No es el tipo de mujer que se lamenta o que se pone melancólica. Toma la vida como viene…

Maigret vio una fotografía de la pareja sobre el piano. Louis Mahossier llevaba un bigote que ahora no usaba. En cuanto a la señora, tenía en la foto el cabello rubio y muy rizado.

La cocinera siguió la mirada de Maigret y de repente preguntó:

—¿Qué ha hecho?

—¿Por qué me pregunta esto? No es preciso que haya hecho nada.

—Usted no estaría aquí si él no tuviera nada que reprocharse. Cuando un hombre como usted se toma la molestia…

—¿Quiere acompañarme a su habitación?

—Si lo sabe se pondrá furioso, pero me da igual, yo no le tengo miedo.

Cruzaron el comedor y después siguieron a lo largo de un pasillo.

—Ésta —dijo la cocinera abriendo una puerta—, es la habitación de la señora…

Era alegre, en un tono gris pálido y con un poco de azul. La moqueta era blanca y los pies se hundían en ella.

La de Mahossier era más sobria, evidentemente, pero de buen gusto.

—¿Quién escogió las cortinas y los muebles?

—La señora. Siguió unos cursos de Historia del Arte en el Louvre y fue también a la escuela de artes decorativas.

—¿Es ella quien toca el piano?

—Sí. Pero sólo cuando está sola en casa.

Aquí todo era en beige y marrón.

—Oiga, ¿Mahossier poseía una automática?

—Sí. Todavía la he visto hace unos quince días.

—¿Es un arma de tambor?

—¿Quiere usted decir si tiene una especie de cilindro donde van colocadas las balas?

—Sí.

—No. Es una pistola aplastada.

—Una automática.

—Ya lo verá usted mismo.

La cocinera se dirigió hacia la mesita de noche y abrió el cajón de arriba. Su cara expresó estupor.

—No está.

—¿No se lo habrá llevado con él a La Baule?

—Desde luego que no. Fui yo quien hizo las maletas.

—¿Tal vez lo cambió de sitio?

La cocinera abrió los otros dos cajones, contenían llaves, un cortaplumas y cartas de varias sociedades comerciales.

—Desde que estoy en esta casa esa arma estuvo aquí siempre.

—¿Hace quince días la vio usted ahí…? ¿Había cartuchos en el cajón también?

—Había una caja llena. Y tampoco está.

Buscó en los armarios, en los cajones de la cómoda e incluso en el cuarto de baño.

Cuando de nuevo se quedó mirando a Maigret, estaba pálida y su cara expresaba preocupación.

—Empiezo a preguntarme si no estaré adivinando el porqué ha venido usted aquí…

—¿Le sorprende?

—Un poco. No demasiado. La razón que le daré para explicar mis palabras tal vez le hará reír. No quiere a los animales. No quiere ni gato ni perro en el piso. La señora tenía un cocker que le hacía compañía y la obligó a desprenderse de él…

—Creo que sería mejor que usted no se fuera de París durante unos días. Es muy posible que en breve plazo la necesite.

—Estaré aquí.

Y, después de unos momentos mientras lo llevaba hacia el salón dijo:

—¿Vio usted a la señora en La Baule?

—Sí.

—Apostaría algo a que estaba tomando un baño de sol.

—Así es.

—Cuando está junto al mar se pasa el día al sol. Iba ya a La Baule con sus padres cuando era niña…

—¿No quieren tener hijos?

—No me han dicho nunca nada, pero no creo que les interesen.

—Gracias, señorita Berta. Me ha sido usted muy útil…

—He hecho cuanto he podido para ayudarle…

Maigret se guardó muy bien de decir:

—Y para poner a su dueño en una comprometida situación.

Un taxi le llevó de nuevo hasta el Quai des Orfèvres. Torrence le anunció que habían llamado de Nantes y que no había ocurrido nada nuevo en la villa Les Pins Parasols. Preguntaron si había que seguir con la guardia.

—Llámeles y dígales que sí.

—¿Has puesto los hombres donde te he dicho? —le preguntó a Janvier.

Era al único que tuteaba de un modo regular.

Muchas veces tuteaba también al joven Lapointe, el último que se había incorporado al equipo. A los demás los trataba de usted, excepto cuando estaba distraído o en plena acción.

—¿A quién has enviado a la calle Turbigo? Desde luego el que sea está bien oculto, vengo de allí y no he visto a nadie. Claro que justamente frente a la casa hay un bar…

—Baron es quien está allí… Neveu está en Montmartre…

Maigret se dirigió hacia el pasillo de los jueces de instrucción y llamó a la puerta del juez Cassure. Ése le dijo que entrara.

—Cuénteme, cuénteme…

Maigret se sentó en una incómoda silla, y empezó a contarle su peregrinaje de aquellos dos últimos días.

—No tengo ni mucho menos la certeza de que Mahossier sea el asesino de Vivien, pero creo que hay bastantes cargos contra él para interrogarle seriamente y no precisamente en una playa…

—Yo creo que también… ¿Qué piensa hacer? ¿Mandará dos hombres a buscarlo o se dirigirá a la gendarmería local?

—Enviaré a dos hombres, si encuentro a dos disponibles… Estamos trabajando con una plantilla tan reducida que si los malhechores lo supieran, no dudarían en aprovecharse de tan magnífica ocasión…

—Le firmo el permiso judicial…

Llenó un formulario que Maigret conocía muy bien.

—¿Nombre?

—Louis.

—¿Mahossier con «h» intercalada? No sé por qué siento tentaciones de poner una «r»…

—Gracias, señor juez…

—¿Ha ido usted a la avenida Trudaine?

—Pienso ir allá esta mañana…

De nuevo fue al encuentro de Janvier.

—Necesito dos hombres, sea como sea.

El pobre Janvier ya no sabía qué hacer.

—¿Los necesitará durante mucho tiempo?

—El tiempo suficiente para ir a buscar a alguien a La Baule.

Se quedó mirando a Maigret a los ojos y se comprendieron perfectamente.

—¡Ya comprendo! Tome a Véran y a Loubet…

Maigret se llevó a los dos a su despacho y les dio instrucciones, luego les dio el mandato oficial.

—Sale un avión dentro de una hora… Pueden cogerlo, pero prefiero que vuelvan en tren.

—¿Le ponemos las esposas?

—Si trata de resistirse, sí. Si no, no vale la pena.

Llamó a Torrence.

—Vamos, chófer…

Aquellos últimos días, Torrence no había hecho otra cosa.

—A la avenida Trudaine… Frente al instituto Rollin…

—¿Lo ha hecho detener?

—De momento no. Ya veré cuando le haya interrogado más seriamente que en la playa…

Había un patio lleno de escaleras de mano y al fondo se veía una especie de garaje lleno de enormes bidones de pintura. En una placa de esmalte se podía leer la palabra «despacho», Maigret siguió la flecha indicadora. Al final del pasillo sólo encontró una habitación, muy grande, donde un hombrecillo estaba examinando unas facturas.

—Comisario Maigret…

—¿Es conmigo con quien desea usted hablar?

—¿Cómo se llama?

—Vannier… Gérard Vannier, y no veo por qué la policía…

—No se trata de usted.

—¿De uno de nuestros obreros, pues? Están trabajando en las obras. Son gente seria, todos hace años que trabajan aquí…

—¿Ese despacho de la izquierda es el de su jefe?

—Sí. No se sienta aquí muy a menudo, siempre va de una obra a otra.

—¿El negocio va bien?

—No nos podemos quejar.

—¿Son ustedes socios?

—No, ¡qué va! Yo sólo soy el contable.

—¿Cuándo se fundó esta empresa?

—No lo sé. Lo único que sé es que en 1947 el propietario quebró. Claro que se pasaba la mayor parte del tiempo en los bares, bebía como una cuba… El señor Mahossier cogió el negocio por su cuenta y cambió todo el personal…

—¿Y usted…?

—Al principio se contentaba con tener un contable dos noches a la semana, pero luego, como el negocio cada vez tomaba mayor envergadura, me empleó todo el día. Eso fue a finales de 1948.

—¿Trabaja mucho?

—Todo pasa por sus manos. Apenas si se toma el tiempo justo para comer.

—¿Cómo se comporta con sus hombres?

—Es muy amable con todos, pero hay un límite de compañerismo que no pueden sobrepasar, y ellos lo saben.

—¿Cuántos obreros?

—De momento ocho, contando el aprendiz…

—¿Ha visto alguna vez una automática en el despacho?

—¿Una automática? No. ¿Para qué necesitaríamos aquí una automática? El dinero la mayoría de las veces nos llega en forma de cheques e inmediatamente se llevan al banco que hay en la esquina de la avenida.

—¿Me permite?

Con gran indignación de aquel hombrecillo, Maigret se dirigió hacia el despacho de Mahossier y empezó a abrir todos los cajones, uno tras de otro. No había ningún arma.

—¿Por qué ha venido usted aquí?

—Porque mi investigación me ha traído.

—Cuando el señor Mahossier sepa que…

—Le vi ayer.

—¿Fue usted a La Baule?

—Sí. Mañana por la mañana estará en París.

—Pues no tenía que volver hasta dentro de tres semanas o un mes…

—Pero yo le he pedido que cambie de proyecto…

—¿Y no ha protestado?

El diminuto señor Vannier estaba indignado, se encrespaba como un gallo.

—Me gustaría saber qué significa toda esta historia…

—Pronto lo sabrá…

—¿Qué es eso de abrir los cajones como si estuviera en su casa?… Y hacer preguntas difíciles… Y además pretender que el jefe vuelva de La Baule. Ya me parece demasiado…

Maigret se marchó sin decir nada más, el hombrecillo continuó refunfuñando.