Capítulo IV

Al día siguiente por la mañana, se fue al despacho muy pronto. Cuando llegaron los inspectores ya había revisado su correo. Maigret consideraba que cuanto más rápidamente se llevaba a cabo una investigación, más posibilidades había de que ésta llegara pronto a buen término.

Los hombres del distrito I debían de haber trabajado durante toda aquella noche para él, pero evitó llamar al comisario Ascan para no darle la impresión de que le daba prisa. Janvier se ocupaba de los casos corrientes con los pocos inspectores que quedaban disponibles. Los despachos estaban casi vacíos.

Ya no llovía. En un cielo azul había sólo ligeras nubes blancas que el sol bordeaba de color rosa.

—Vamos, Torrence.

No seguía un plan bien definido, más bien se fiaba de su instinto. ¿Qué plan habría podido trazar además en un caso como aquél, en el que no había ninguna base sólida, ningún indicio material?

—A la calle Lepic… Creo haber visto casi enfrente del taller de Vivien una sucursal del Crédit Lyonnais…

Llegaron allí rápidamente, a aquella hora había poca circulación.

—Trate de aparcar en algún sitio y espéreme…

Se dirigió hacia una de las taquillas.

—Querría hablar con el director de la agencia.

—¿De parte de quién?

—Del comisario Maigret…

—Está usted de suerte. Volvió ayer de vacaciones…

No tuvo que esperar mucho. Le hicieron entrar en un despacho donde un hombre de unos cuarenta años, con cara simpática y bronceada por el sol, le rogó que se sentara.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor comisario?

—Si ha leído los periódicos de estos últimos días sabrá que estamos con el caso de un tal Vivien. Marcel Vivien tenía su taller de ebanista frente a esta agencia. Hace de eso veinte años. Me gustaría saber si conservan aún su estado de cuentas…

—¿Veinte años? No, ya no la tendremos. Cuando se cierra una cuenta, es decir, cuando un cliente retira la totalidad del activo, guardamos su expediente durante algunos meses, después lo mandamos a la central, al bulevar de los Italianos…

—¿Y allí conservan estos papeles mucho tiempo?

—No conozco el plazo exacto, pero la cosa no sobrepasa los diez años. ¡Si no fuera así, imagínese usted, los locales que íbamos a necesitar para tenerlo todo archivado!

—He visto detrás de una ventanilla a un hombre de cierta edad…

—Sí, a Frochot… Es nuestro más antiguo colaborador… Hace cuarenta años que está en la casa, se jubila a finales de este mes…

—¿Podría hablar con él?

El director pulsó un timbre, un chico joven entreabrió la puerta.

—Mándeme a Frochot…

El hombre tenía una mirada maliciosa, sus ojos brillaban tras los gruesos cristales de sus gafas.

—Siéntese, señor Frochot, le presento al comisario Maigret que desea hacerle algunas preguntas…

—Es un honor…

—¿Tiene usted buena memoria, señor Frochot?

—Por lo menos tengo fama de eso…

—El cliente del que voy a hablarle dejó este barrio hace veinte años y tengo buenas razones para creer que liquidó su cuenta…

—¿Marcel Vivien?

—¿Cómo lo sabe usted?

—Leo los periódicos y desde el momento que se ha tomado usted la molestia…

—Tiene usted razón… ¿Sabe usted aproximadamente cuánto tenía Vivien en el banco?

—Su cuenta era muy modesta y sufría constantes fluctuaciones según sus ingresos de dinero… Digamos que por término medio disponía de un crédito de diez o quince mil francos… Cada final de mes retiraba lo que necesitaba para vivir, unos dos mil francos poco más o menos…

—¿Cuándo lo vio usted por última vez?

—Una mañana, justamente cuando acababa de abrir mi taquilla. Me dijo que se marchaba y que quería retirar lo que quedaba de la cuenta. Le pregunté a qué barrio se iba a vivir y me dijo que se iba a Montparnasse…

—¿Cuánto le dio usted?

—Unos doce mil quinientos francos…

—¿Le pareció que estaba nervioso?

—No. Era un hombre muy alegre, que tenía un buen oficio. Incluso los mejores anticuarios le daban muebles para reparar…

—¿Cuánto tiempo tuvo su taller en la calle Lepic?

—Poco menos de diez años. Ocho o nueve años. Era un hombre tranquilo que tenía su dirección oficial en la calle Caulaincourt.

—Gracias, señor Frochot… Un momento… Una pregunta aún… ¿No volvió a verle nunca más por la calle?

—Una vez traspuso esta puerta no le vi nunca más. No comprendo por qué se convirtió en mendigo, daba la impresión de un hombre muy equilibrado…

Maigret se dirigió de nuevo hacia el coche de la P. J. en el que le esperaba Torrence.

—¿Ha encontrado lo que buscaba, jefe?

—Sí y no. Desde luego lo poco de nuevo que he sabido no me sirve de gran cosa.

—¿Adónde le llevo?

Las carretillas llenas de verduras y fruta se veían asaltadas por las amas de casa, y las voces formaban un rumor continuo.

—Al Quai.

En aquel mismo momento, en el barrio, tres inspectores iban de hotel en hotel rastreando las huellas de Vivien. A lo mejor iban a perder días y días, en aquel barrio hay muchos hoteles. Claro que también podían tener un golpe de suerte y dar, de buenas a primeras, con la puerta que buscaban.

Y eso fue lo que en parte ocurrió. Maigret apenas había tenido tiempo de sentarse en su despacho ya le pasaron la llamada de uno de los tres hombres, el inspector Dupeu.

—¿Desde dónde me llama usted Dupeu?

—Desde el Hotel Morvan, de la calle Clignancourt. Vivien vivió aquí hace tiempo, el dueño se acuerda muy bien de él. Quizá sería mejor que le interrogara.

—Vamos, Torrence…

A Torrence le encantaba pasarse el día fuera, estar de chófer del jefe le gustaba.

—A la calle Clignancourt. Hotel Morvan.

Se encontraron con Dupeu, que estaba fumando un cigarrillo en la acera. En una placa de marmolita colocada junto a la puerta del hotel podía leerse: «Habitaciones por meses, semanas y días».

Entraron los tres. El jefe era un hombre panzudo que arrastraba los pies enfundados en unas zapatillas de fieltro. No iba afeitado. Ni siquiera se debía haber lavado aún, llevaba la camisa abierta y a través de la abertura se le veía el vello del pecho. Parecía un hombre perpetuamente fatigado y tenía los ojos lacrimosos.

—O sea que usted es Maigret —dijo tendiéndole una mano no demasiado limpia.

—Me han dicho que usted ya estaba aquí en 1946…

—Estaba aquí bastante antes ya…

—¿Ha encontrado usted el nombre de Marcel Vivien en sus registros?

—No guardo los registros veinte años.

—¿Pero usted se acuerda de él?

—Sí, lo recuerdo muy bien. Era un hombre muy apuesto y muy amable.

—¿Cuánto tiempo estuvo en su casa?

—Desde enero a junio…

—¿Está usted seguro de que no se quedó hasta agosto?

—Estoy seguro, porque la que ocupó su habitación era una mujer tan indeseable que tuve que ponerla en la calle.

—Vivien no estaba solo en esa época… ¿Conoce usted el nombre de su compañera…? Tuvo usted que hacerle una hoja de ingreso a ella también…

—No hubo necesidad de hacerle llenar ninguna hoja porque no dormía aquí…

—¿Quiere usted decir que no vivían juntos?

—Sí.

Maigret estaba estupefacto. Era lo que menos hubiera esperado oír.

—¿Y no venía nunca al hotel?

—Solía venir a buscarlo hacia el final de la mañana. Se levantaba tarde porque raramente regresaba a casa antes de las dos o las tres de la mañana…

—¿Está usted seguro de que estaba solo?

—Claro, si no me habría visto obligado a hacerle la hoja a ella también. La brigada social no bromea con estas cosas…

—¿Ella no subía nunca a su habitación?

—Muy a menudo, pero siempre durante el día, cosa que yo no puedo impedir.

—¿Ignora usted su nombre?

—Oí que Vivien la llamaba por el nombre… Nina.

—¿Tenía alguna señal esa chica?

—Sí, una mancha de vino en la mejilla.

—¿Cómo iba vestida?

—Siempre de negro. O por lo menos así iba siempre que yo la vi.

—¿Vivien tenía mucho equipaje?

—Una sola maleta, nueva y barata, que parecía haber comprado la víspera de su llegada aquí…

Los tres hombres se quedaron mirándose. Sólo habían descubierto una cosa: que Vivien había dejado el Hotel Morvan el mes de junio y que había pasado en alguna otra parte julio y parte de agosto.

En cuanto a la chica, no sabían nada de ella, ni siquiera su nombre, ¿viviría acaso en algún otro hotel, con sus padres o en algún apartamento?

Fue una mañana de idas y venidas. La lluvia de la víspera no había refrescado el aire, al contrario, hacía más calor que los días precedentes y muchos hombres llevaban la americana colgada al brazo.

Maigret aún no hacía un cuarto de hora que había llegado a la P. J. cuando sonó el teléfono. Esta vez era Lourtie, que llamaba desde Montmartre. Los dos habían tenido suerte.

—Estoy en la plaza de las Abbesses, jefe. Le llamo desde un bar que hay frente al Hotel Jonard. El dueño no parece saber gran cosa pero he creído que preferiría interrogarle usted mismo…

—En marcha, Torrence…

—¿A qué dirección ahora?

—Hotel Jonard, plaza de las Abbesses…

La fachada estaba recubierta de losetas blancas, y el vestíbulo olía a ajo.

El hombre no era ni locuaz ni amable.

—¿Se acuerda usted bien de él?

—Bien, es mucho decir. Lo recuerdo porque tenía una novia muy guapa…

—¿Estaba inscrita aquí?

—No. Ella nunca pasó la noche en el hotel. Subía a veces durante el día…

—¿En qué fecha se instalaron en ese hotel?

—En el mes de junio, si no recuerdo mal.

—¿Y cuándo se marcharon?

—En agosto… Hacia final de mes… Él era un hombre muy educado y amable, cosa que no siempre puede decirse de todos los huéspedes…

Resultaba desesperante no poder conseguir ningún informe concreto sobre la chica, a no ser el detalle de la mancha de vino en la mejilla izquierda.

—Ya puedes volver al Quai —le dijo Maigret a Lourtie.

En cuanto a él se hizo llevar a la comisaría del distrito I. El comisario Ascan, cuya puerta estaba abierta, se adelantó a recibirle.

—¿Le han dicho ya lo de mi llamada telefónica?

—No. Vengo de Montmartre.

—Le he llamado para decirle que habíamos obtenido algunos resultados concretos. Nada sensacional todavía, pero creo que mis informes podrán serle útiles. Siéntese, por favor. Siéntese.

Maigret llenó lentamente su pipa, y se secó la frente antes de encenderla.

—Mis inspectores han conseguido dar con el mendigo más viejo de las Halles, uno a quien todo el mundo llama Totó. Hace quince años que anda por ahí. Lo he retenido aquí porque no es fácil dar con ellos a veces…

Un agente fue a buscar a Totó. Era un hombre bastante viejo que olía a vino pero que no estaba borracho.

—¿Me van a tener mucho tiempo en esa jaula aún? Soy un hombre libre, ¿no? Y además no tengo ni siquiera antecedentes penales…

—El comisario Maigret tiene que hacerle algunas preguntas.

—¿De dónde venía usted cuando llegó a las Halles?

—De Toulouse.

—¿Qué hacía usted allí?

—Poco más o menos lo mismo que aquí. Sólo que en provincias se pasa mejor.

—¿No ha trabajado usted nunca de un modo regular?

Pareció reflexionar profundamente.

—Bueno, hacía cestos.

—¿Y cuando era joven?

—Me fui de casa de mis padres a los catorce años. Me llevaron tres veces a casa otra vez y cada vez volví a escaparme. Me habrían tenido que atar.

—¿Cuánto tiempo hace que está usted en París?

—Quince años… He conocido a todos los mendigos… Vi morir al más viejo y he visto llegar a muchos…

—¿Conoció usted a Marcel Vivien?

—Sólo me he enterado de su nombre cuando me lo ha dicho este señor… Llegó aquí antes que yo… No era hablador… Siempre andaba solo y cuando alguien le dirigía la palabra, contestaba con monosílabos o no contestaba siquiera.

—¿Dónde dormía?

—En esa época no lo sé. Lo encontré algunas veces en el Ejército de Salvación… Después me dijeron que estaba instalado en una casa que querían echar abajo…

—¿No lo vio usted nunca con una mujer?

Se echó a reír como si la pregunta tuviera mucha gracia.

—No, señor comisario. Las de aquí no son de su clase… Era un hombre que aseguraría que había sido un caballero… Hubo una vez que hasta contamos con un médico entre nosotros, pero no resistió el golpe mucho tiempo…

—¿Nunca vio a Vivien en compañía de un desconocido?

—No… Además, yo no tenía por qué ocuparme de él…

—Gracias…

Totó se volvió hacia el comisario de policía.

—¿Puedo marcharme?

—Sí…

—¡La siguiente! —dijo Ascan.

—¿Una mujer?

—Sí.

Mejor habría sido decir un monstruo. Era tan voluminosa que apenas podía sentarse en la silla. Tenía las piernas hinchadas y también las manos. Estaba medio borracha y miraba desafiadoramente a todos los que la rodeaban.

—¿Qué más le van a reprochar a Nana?

—Nada —le contestó el comisario—. Sólo tenemos que hacerle algunas preguntas…

—¿Me darán para una botella al menos?

—Está bien…

La mujer se levantó y tendió la mano. Prefería el pago por adelantado.

El comisario de policía puso cinco francos sobre su sucia mano.

—Aprisa. Tengo sed.

—Le ha dicho al inspector que la ha interrogado esta noche que usted vio entrar a alguien en la casa del callejón del Vieux-Four…

—Es la verdad.

—¿Cuándo fue eso?

—Hará tres o cuatro días… Nunca sé qué día es… Para mí siempre todo es igual… Lo que sí puedo decirle es que fue la noche anterior a la que encontraron el cuerpo de ese tipo…

—¿Qué hora era?

—Las tres de la mañana, poco más o menos.

—¿Qué tipo de hombre era?

—Un hombre maduro, pero no viejo aún. Iba muy erguido. Se notaba que no era un tipo de por ahí, de las Halles…

—¿En qué lo conoció?

—No sé, pero se nota en seguida.

—¿No lo había visto usted nunca antes?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Aquel mismo día, hacia las diez. Salía de casa Pharamond, del restaurante, miraba descargar las verduras, la fruta y el pescado. Se veía bien claro que no tenía mucha costumbre de verlo. Parecía muy interesado.

—¿Marcel Vivien estaba allí?

—¿Ése que salió retratado en los periódicos? Creo que sí, me parece que estaba ayudando a descargar.

—El hombre que luego usted vio a las tres de la madrugada, ¿no le dirigió la palabra?

—No… No lo sé… Con tanta pregunta me está usted armando un lío y yo me abraso de sed…

Maigret hizo una señal que indicaba que ya había terminado con ella y la dejaron ir. Al cabo de una hora, con el litro de vino tinto que se iría a comprar, estaría tumbada, completamente borracha, sobre una acera.

Ascan decía en aquel momento:

—Mis hombres continuarán buscando, pero me ha parecido que a estos dos podía resultar interesante oírles.

—Sí —contestó Maigret, mientras volvía a encender la pipa, que se le había apagado—, para empezar, ya sabemos que Vivien hace más de quince años que estaba aquí. Y además también sabemos que un hombre que no solía tener costumbre de frecuentar las Halles estaba aquí la noche en que lo mataron… Debió verle descargar verduras… ¿Andaba buscándole? No lo sabemos… Pero en cambio sabemos que hacia las tres estaba en el callejón del Vieux-Four… Si ha sido él el que ha disparado, es probable que antes fuera a su casa a buscar su automática, no es probable que se quedara a cenar en casa Pharamond con un arma de ese calibre en el bolsillo…

—Pero no tenemos ni la menor idea sobre la identidad de ese hombre ni sobre el lugar que habita… Puede muy bien ser que hubiera llegado de provincias…

—¿No cree usted que todo lo que ha dicho esa gorda pueda ser un cuento?

—Me extrañaría bastante… Los mendigos no tienen afición a tener la policía detrás de ellos…

—Falta rellenar ese hueco de cinco años que hay desde la época de los hotelitos de Montmartre hasta las Halles… Es posible que los haya pasado aquí…

—No hay otro mendigo más viejo que Totó… Esa gente no vive mucho. La escuela de peluquería no existía entonces todavía… En cuanto a los comerciantes, ganan mucho y tan pronto como pueden se vuelven a su pueblo… No será fácil encontrar a uno que estuviera aquí en 1946 ya…

—Gracias —dijo Maigret dando un suspiro y levantándose—. Sus informes han sido sumamente valiosos. Querría poder decir lo mismo de los de Montmartre.

—¿No han podido seguirle el rastro?

—Sí. Y en dos hoteles. Pero su compañera no dormía con él. No pasó nunca ni una noche en ninguno de los dos. O vivía en un hotel aparte o poseía alojamiento propio. Si hubiera vivido con sus padres, no es probable que hubiera vuelto cada noche tan tarde a casa. Ni apellido, ni dirección. Sólo una mancha de vino en la mejilla izquierda… Eso es todo cuanto sabemos.

—De todas maneras acabará por encontrarla…

—Sería una suerte inesperada. En cuanto al cliente de casa Pharamond, hay pocas probabilidades de que vuelva al barrio de las Halles, si es el asesino de Vivien no deseará atraer la atención…

—Sin embargo, seguiremos buscando…

—Gracias, Ascan…

Maigret volvió a subir al coche y se hizo llevar otra vez al Quai des Orfèvres. Tras un pequeño entreacto había vuelto la canícula. Maigret de buena gana se habría sacado la chaqueta. Una vez estuvo en su despacho, se la quitó.

—¿Nada nuevo?

—Ha llamado una señora… La señora Delaveau… La hija de Vivien.

—¿No ha dicho qué quería?

—No. Puede usted llamarla cuando quiera a su casa porque esta mañana no tiene que salir…

Maigret marcó el número y oyó la voz de la señora Delaveau al otro lado del hilo mezclada con gritos de críos.

* * *

—¡Oiga! ¿El comisario Maigret?

—Sí, señora, el mismo.

La voz de la mujer había perdido el tono de agresividad que había tenido durante su primer encuentro.

—No sé si lo poco que tengo que decirle vale la pena, pero si quiere pasar a verme a primera hora de la tarde le diré lo que sé. Más tarde tengo que llevar de paseo a los niños. Creo que cuando le haya hablado me sentiré más en paz conmigo misma…

Maigret fue a comer a su casa, su mujer le sirvió un pollo con vino. Era uno de sus platos favoritos, pero lo comió muy distraído y sin decir ninguna palabra de alabanza.

—¿Estás nervioso, verdad? —se arriesgó a decir la señora Maigret—. Desde el principio de ese caso estás muy intranquilo. Se diría que hay algo que te exaspera…

—Ya sabes que siempre, en toda investigación que emprendo hay un momento en el que pierdo la confianza en mí mismo. Primero creo que he dado un paso hacia adelante y luego me doy cuenta de que me he quedado en el mismo sitio. No olvides que en ese caso trato de dejar establecido sobre todo cosas que ocurrieron hace veinte años… Ese Marcel Vivien, ese tipo que mataron en las Halles, a veces me cae simpático y otras le detesto…

—Ya verás como acabarás saliendo adelante.

—De una manera u otra voy a tener que salir del paso, claro. Eso me recuerda que tendría que ir a ver al juez de instrucción…

Pasó por el Quai des Orfèvres y Torrence volvió a reemprender sus funciones de chófer.

—¿Las Halles? ¿Montmartre?

—Montmartre. A casa de Odette Delaveau, calle Marcadet.

La señora Delaveau llevaba un vestido de flores de todos los colores y parecía extraordinariamente lozana y juvenil.

—Siéntese, por favor.

Los niños debían de estar durmiendo porque no se les oía, Odette Delaveau hablaba a media voz.

—¿Ha encontrado usted la dirección de la chica? —le preguntó.

Los periódicos todavía no habían hablado de ello. Era una parte de la investigación que prefería que de momento permaneciera oculta. Preguntó con falso candor:

—¿De qué joven?

La mujer sonrió maliciosamente.

—Tiene usted miedo de comprometerse, ¿verdad? No tiene demasiada confianza en mí a lo que parece.

—No ha contestado usted a mi pregunta.

—La chica a causa de la cual nos abandonó mi padre a mi madre y a mí. Yo entonces no lo sabía. Mi madre no me habló de nada. En contra de lo que ella dice, era muy celosa; varias veces siguió a mi padre a la hora de salida del taller. Mi madre estaba enterada de eso antes de que mi padre nos abandonara. Ella no le decía nada, ya había empezado a encerrarse en sí misma. Y no fue ella tampoco quien me lo contó cuando ya tuve edad suficiente para comprender.

»Todavía me estoy refiriendo a la época en que vivía yo con ella. Tengo un tío en Meaux, el tío Charles, que tenía un negocio muy importante de abonos y que venía a ver a mi madre cada vez que venía a París. Cuando nos quedamos sin dinero, sin apoyo ninguno, estoy segura de que fue él quien la ayudó hasta que empezó a ganarse la vida por sí misma».

Maigret maquinalmente había llenado la pipa, pero no la encendió.

—Un día me encontraba en mi habitación y la puerta de la sala estaba abierta. Tío Charles estaba allí y yo oía todo lo que decía. Todavía me parece estar escuchando la voz de mi madre mientras decía:

»—“De todas maneras quizá ha sido lo mejor. No habría soportado por más tiempo vivir con un hombre que salía del brazo de otra mujer”.

»—“¿Estás segura de lo que dices?”.

»—“Los he seguido varias veces. Conseguí conocer sus costumbres y hasta sé dónde vive la chica… No se han tomado ni siquiera la molestia de abandonar el barrio. Marcel está loco por ella. Nunca he visto a un hombre tan cegado por una mujer. Haría cualquier cosa para no perderla…”.

»¿Se ha fijado en eso que le dijo mi madre al tío Charles? “Sé dónde vive la chica…”.

»De repente se me ha ocurrido pensar en esto y esta frase me ha llamado mucho la atención, por eso le he llamado».

—¿No le dijo la dirección a su tío?

—No. Hablaron de números luego. Mi tío le preguntó si teníamos facturas por pagar y si había algunos clientes que nos debieran dinero… Supongo que esa dirección debe interesarle, ¿no?

—Mucho. Tengo a varios inspectores buscándola en vano por ahora. Ni siquiera sabemos el apellido de esta chica.

—Estoy segura de que mi madre lo sabe. Pero no le diga que he sido yo quien le ha enviado otra vez a verla…

—No tema… Y muchas gracias… Supongo que usted no se acordará de un hombre muy alto y delgado de cara larga y ojos azules, ¿verdad?

—¿En qué época tendría que haberlo visto?

—No lo sé. Quizá hace veinte años. Quizá últimamente.

—En este momento no recuerdo a nadie que responda a esta descripción. ¿Es importante poder encontrarle?

—Según un testigo, él tiene que ser el que mató a su padre, señora.

Una ligera nube pareció oscurecer los ojos de la joven.

—No. No lo conozco.

Cuando se despidieron, la señora le tendió la mano.

—Buena suerte con mamá…

Se hizo llevar a la calle Caulaincourt. Tardaron bastante tiempo en abrirle la puerta.

—¡Otra vez usted! —dijo suspirando la señora Vivien con voz despectiva—. Tendrá que esperar en el pasillo, estoy probando.

Le señaló una silla que no resultaba demasiado confortable. Maigret se sentó muy erguido, con el sombrero encima de las rodillas y la pipa apagada en la mano derecha. Oía voces de mujeres en la habitación contigua, pero hablaban muy bajito y sólo lograba captar una palabra de vez en cuando.

Tuvo que esperar una media hora. La cliente, una rubia de opulento pecho y amplia sonrisa, se lo quedó mirando atentamente cuando se dirigía hacia la puerta. Una vez la hubo cerrado, la señora Vivien se lo quedó mirando frente a frente.

—¿No me va usted a dejar tranquila nunca?

—Esté segura de que procuraré molestarla lo menos posible…

—No sé qué pasaría si no tuviera usted tan buenas intenciones pues…

—Respeto su luto…

La señora Vivien replicó con voz dura:

—No llevo luto de ninguna clase y si fui al entierro fue simplemente porque usted insistió en que fuera… Ahora que ya está enterrado, y que asistí al entierro además, ya podría darse por satisfecho…

—Al parecer usted lo detestaba…

—Desde luego que sí.

Habían entrado en la habitación contigua, un vestido lleno de alfileres estaba colocado sobre la mesa.

—¿Lo detestaba por culpa de esa amante que tenía?

La mujer se encogió de hombros como si aquella fuera una pregunta ridícula.

—Oiga, señor comisario… Será mejor que le hable sinceramente… Durante años, Marcel fue un hombre extraordinario, muy trabajador y excelente marido. Se puede decir que nunca salía a la calle sin su hija y su mujer… Después, un buen día, todo cambió… Casi cada noche salía y cuando volvía no se tomaba ni siquiera la molestia de inventar una excusa… Salía tan tranquilo… Y regresaba bastante después de las doce de la noche…

—¿Decidió seguirle?

—Eso es lo que habría hecho cualquier mujer, ¿no?

¿Le habría amado alguna vez? No se veía muy claro. Era su compañero, desde luego, y el que ganaba el pan de la familia. Pero ¿habría sentido alguna vez auténtica ternura por él aquella mujer?

—Sí, los seguí. Parecían una pareja de enamorados, se les veía eternamente maravillados de estar juntos… La chica debía de tener unos veinte años y él ya tenía treinta y cinco.

»Posiblemente Marcel no se daba cuenta de que quedaba ridículo. La cogía por la cintura. De repente daban un paso de baile en medio de la acera, luego se besaban y se echaban a reír. ¿Y sabe por qué? Porque una vez más acababan de darse un beso bajo un farol de gas.

»Entré en el cine detrás de ellos, aquello ya pasaba de besarse. Después se fueron a beberse un vaso a una cervecería vecina».

—Al Cyrano.

—¿Ya lo sabía usted?

—Esto debió ocurrir en enero o febrero de 1946.

—En enero, sí… Acababa de abandonarme… Pero yo ya lo había seguido cuando aún vivía conmigo…

—¿No le dirigió usted nunca la palabra?

—No… No tenía nada que decirle… No podía llevármelo a la fuerza, ¿verdad…? Además se había convertido en otro hombre que yo jamás habría sospechado que pudiera ser…

—¿Vivía en el Hotel Morvan?

—¿Cómo sabe usted todo esto?

—En junio se instaló en el Hotel Jonard, en la plaza de las Abbesses.

—Aquí yo ya lo había perdido de vista.

—Su compañera no vivía con él.

—No, vivía en un apartamento de la calle Rochechouart, un piso que había heredado de su madre, que había muerto hacía un año…

—¿Sabe usted el nombre de la chica?

—Sí. Se lo pregunté a la portera. Se llama Nina Lassave…

—¿La volvió usted a ver en el transcurso de estos últimos veinte años?

—No.

—¿No fue usted nunca al bulevar Rochechouart para saber qué había sido de ella?

—No… Yo me dediqué a trabajar…

Decía todo aquello con una voz dura y fría, sin la menor emoción.

—¿Sabe usted el número de la casa del bulevar Rochechouart?

—No… Pero no queda lejos de la plaza Pigalle… A un lado hay una farmacia y al otro una panadería…

—¿No le ha extrañado que su marido acabara convertido en un mendigo?

—Eso, lo único que prueba es que ya no estaba con ella. ¿Cuándo empezó a ir por las Halles?

—Hace por lo menos quince años, probablemente más…

—Pues me alegro…

Maigret tuvo que contenerse para no echarse a reír. La señora Vivien rebosaba furia por todos los poros.

—Gracias por haberme recibido.

—Y ahora que ya sabe cómo pienso, ¿me dejará tranquila de una vez…?

—Trataré de molestarla lo menos posible… Ha dicho usted Nina Lassave, ¿verdad? ¿No sabe usted si trabajaba en algún sitio?

—Al principio de sus relaciones la chica aún trabajaba en una casa de ropa interior de la calle Lepic. Pero pronto dejó de ser dependienta… Había encontrado una manera más fácil de ganar dinero…

—Gracias, señora…

Maigret la saludó casi ceremoniosamente y la dejó sola con su rencor.

Se encontró de nuevo con Torrence, estaba leyendo el periódico de la tarde.

—Vamos a pasar por la calle Lepic.

—¿A la altura del taller?

—No. Hay una casa de ropa interior… Creo que está abajo, al final de la calle…

El escaparate era pequeño. En el interior, una solterona vieja y delgada estaba detrás de la caja y doblaba unas combinaciones.

Se quedó muy extrañada de ver entrar a un hombre solo en la tienda.

—¿Qué desea, señor?

—Soy comisario de la Policía Judicial… Estoy buscando a una mujer que hace años trabajaba aquí… ¿Cuánto tiempo hace que tiene usted esta tienda…?

—Cuarenta años, señor…

—O sea que estaba usted aquí en los años 1945 y 1946…

—Nunca me he tomado ni tres meses de vacaciones. Antes estaba mi hermana conmigo, pero murió el año pasado.

—¿Se acuerda usted de una tal Nina Lassave?

—Trabajó para mí durante dos años. Cuando vino no tenía aún dieciocho años, era muy mona…

—¿No tenía usted ninguna queja de ella?

—Durante los últimos tiempos su manera de comportarse me preocupaba. Vi que la esperaba siempre un hombre en la acera de enfrente. Era mucho mayor que ella. Eso duró unos dos meses. Después me dijo que se tenía que marchar de la tienda.

»—“¿Para casarse?” —le pregunté.

»Se echó a reír, como si al decir aquello yo hubiera dicho alguna tontería muy grande».

—¿La volvió usted a ver?

—No. No sé qué habrá sido de ella. Mucho me temo que acabara mal.

Maigret le dio las gracias y volvió a sentarse en el coche negro de la P. J.

—Qué, jefe, ¿se interesa usted ahora por la ropa interior de mujer?

—Por fin sé el nombre de la amante de Vivien… Hace veinte años trabajaba en esa tienda… Y ahora vamos a ver la casa donde vivía entonces. Posiblemente aún vive allí, es un piso que heredó de su madre…

—¿Qué dirección?

—Bulevar Rochechouart… Cerca de la plaza Pigalle… A un lado hay una farmacia y al otro una panadería…

—Entendido… ¿Ha sido la de la tienda de ropa interior la que le ha dado esa dirección?

—No. Ha sido la señora Vivien… Literalmente me la ha escupido a la cara… Nunca he visto tanto odio en los ojos de una mujer como cuando ésa habla de su marido y de su amante…

Las calles y los bulevares estaban en calma. Primero vieron la farmacia y después la panadería.

Entre las dos había una puerta grande pintada de marrón en la que estaba incrustada otra más pequeña que estaba abierta.

Al otro lado de la casa se veía un patio con un magnífico tilo.

Maigret llamó a la puerta de la portería, le abrió una mujer joven con delantal blanco.

—¿Por quién pregunta, señor?

—Supongo, dada su juventud, que no hace mucho tiempo que está en la casa, ¿verdad?

—Hace ya cinco años.

—¿Hay aquí por casualidad todavía una inquilina llamada Nina Lassave?

—Nunca he oído ese nombre.

—¿Y el de Vivien?

—¿El hombre que mataron en las Halles? Lo he leído en los periódicos de estos últimos días.

—¿Sabe usted dónde podría encontrar a la antigua portera?

—Se fue a su pueblo a terminar allí sus días. Tiene un hijo que tiene viñedos, cerca de Sancerre…

—¿Sabe usted su nombre?

—Espere… Yo la conocía poco… Michou… Eso es… Un nombre bien fácil de retener, ya ve… Clémentine Michou.

—Gracias.

Dirigiéndose a Torrence, Maigret dijo:

—Al Quai.

—¿Sin tomarnos un doble?

Se fueron a tomar uno a un bar de la calle Notre-Dame-de-Lorette. Maigret empezaba a ver un poco de luz en aquel caso. Ahora que ya tenían el nombre completo de la mujer, no iban a tardar en encontrarla, seguramente.

—Cuando estemos en el Quai mira el archivo a ver si hay algo sobre Nina Lassave… Si no hay nada, pregunta en la brigada de Costumbres. Nunca se sabe…

—Entendido.

Maigret, una vez estuvo en su despacho, lo primero que hizo fue quitarse la chaqueta y llenar la pipa de pie delante de la ventana. A pesar de todo no estaba completamente satisfecho, la señora Maigret seguro que habría dicho que estaba nervioso.

Y era verdad. Había llevado a cabo una investigación en el presente y en el pasado. Había obtenido apreciables resultados, pero tenía la impresión de que se había olvidado de algo. ¿De qué? No conseguía precisar y aquello creaba en él un cierto malestar.

—¿Quiere usted ponerme con la gendarmería de Sancerre, señorita? Si está, hablaré con el comandante, desde luego… Pero si no está póngame con alguien de su despacho…

Empezó a andar arriba y abajo. Dentro de dos semanas aquel caso probablemente estaría cerrado y podría marcharse con su mujer a descansar a su casa de Meung-sur-Loire, que no quedaba muy lejos de Sancerre precisamente.

—Sí… ¿El comandante de la gendarmería de Sancerre? Aquí, el comisario Maigret de la P. J.… Le ruego que me disculpe por molestarle para un simple informe, pero es algo que puede ser de vital importancia para un caso que tengo entre manos. ¿Tiene usted en su ciudad a un cosechero que se llama Michou?

—Hay dos Michou, y lo más curioso es que no son parientes…

—Uno de los dos debe de tener en su casa a su madre, una anciana que fue durante mucho tiempo portera en París y que hace cinco años se fue a vivir con su hijo…

—Clémentine Michou, sí…

—¿Sigue en casa de su hijo?

—Murió el año pasado…

Siempre lo mismo: un paso adelante y otro atrás.

—¿Quiere usted hablar con su hijo?

—No. Sólo ella habría podido contestar a mis preguntas. Se trata de un caso de hace más de veinte años…

—Ya sé. Debe usted referirse al caso Vivien, ¿verdad…? ¿Qué tal va?

—Mal… Sobre todo ahora… Contaba un poco con la anciana señora Michou y se me murió un año antes de lo preciso… Gracias… ¿Qué tal va el vino este año…?

—Si continúa este tiempo será un año excepcional…

—Así lo espero… Gracias…

Se fue a sentar detrás de la mesa de su despacho. Había hecho la llamada de pie y mirando por la ventana. Un remolcador negro y rojo que arrastraba cuatro faluchos lo había fascinado.

—Vengo de allá, jefe…

—¿Nada?

—Ningún expediente a su nombre, y la gente de la brigada de costumbres nunca oyó hablar de ella.

Sonó el teléfono.

—Se trata de alguien que no ha querido decirme su nombre, señor comisario.

—Póngame con él…

Oyó una voz medio apagada al otro lado del hilo. Su interlocutor debía de hablar a través de un pañuelo para desfigurar la voz.

—¿Quiere usted un buen informe, señor Maigret?

—¿Sobre qué asunto?

—Sobre el caso que de momento más le interesa. Anote bien el nombre que voy a darle: Mahossier… Eso es todo… A usted le toca hacer lo demás…

El hombre había colgado.