A las dos y media, Maigret llamaba a la puerta del despacho del juez de instrucción. En el largo corredor había gente sentada en todos los bancos, algunos entre dos gendarmes, otros con las esposas puestas. Reinaba un silencio monacal.
—Pase…
El despacho del juez Cassure estaba en la parte de los inmuebles que todavía no habían sido modernizados, el ambiente parecía de una novela de Balzac. Como en las viejas escuelas, el despacho estaba pintado de negro y había un montón de expedientes apilados en un rincón. El escribiente, aunque no llevaba manguitos de lustrina negra, parecía también un tipo del siglo pasado.
—Siéntese, Maigret…
Cassure no tenía más allá de treinta años, en otra época habría sido imposible pensar que hubiera podido ocupar un puesto importante en París.
Normalmente Maigret desconfiaba de esos jóvenes magistrados llenos de teorías que acababan de asimilar y que inmediatamente querían llevar a la práctica a toda costa. Exteriormente, Cassure parecía el prototipo de ellos. Era un chico alto y delgado vestido siempre impecablemente, que todavía guardaba el olor de las clases de la Facultad.
—Supongo que si ha querido verme ha sido porque tiene algo nuevo que decirme…
—En efecto quería ponerle al corriente de la marcha de la investigación…
—Normalmente la policía espera hasta el último momento para ponerse en contacto con nosotros, a no ser que necesite una orden de arresto…
Sonreía con cierta nostalgia.
—Usted, Maigret tiene fama de ir siempre al lugar del crimen, dicen que interroga a las porteras en su portería, a los artesanos en sus talleres, a las amas de casa en su cocina…
—Es cierto.
—Eso a nosotros no nos está permitido. La tradición nos hace vivir confinados en nuestros despachos, excepto para lo que se llama la presencia de Fiscalía y allí nos encontramos perdidos entre tanto especialista, en suma sólo estamos allí cumpliendo una formalidad. Me he enterado por los periódicos de que nuestro mendigo es un tal Vivien y que antes había sido ebanista…
—Es cierto.
—¿Tiene usted alguna idea de qué razón pudo empujarle a dejar a su familia y convertirse en un mendigo?
—He hablado con su mujer y con su hija. Ni una ni otra han podido contestarme a esta pregunta. Conocí otro caso hace años, y en Londres un banquero inglés muy conocido acabó haciendo lo mismo.
—¿Cuándo desapareció?
—En 1945.
—¿Tenía alguna amante o había contraído algún otro matrimonio?
—Hasta ahora resulta imposible saberlo. Mis hombres están pasando a cedazo todo el barrio. Lo que complica las cosas es que sólo podemos dirigirnos a gente mayor. Esta mañana he interrogado a varios artesanos, comerciantes y pequeños rentistas del barrio. He entrado en la taberna donde Vivien solía ir a tomar café cada mañana. Todo el mundo le conocía bien, pero no sabían casi nada de él, no hablaba con nadie…
—Resulta curioso que veinte años más tarde alguien haya decidido matarle…
—Por eso estoy indagando desesperadamente en su pasado… A no ser que admitamos que algún maníaco o algún loco se decidiera a atacar al primer mendigo que se le puso por delante, cosa poco probable, el único sistema es seguir indagando en el pasado…
—¿Cómo es su mujer?
—Desagradable. Claro que hay que reconocer que no ha tenido la vida nada fácil. De la noche a la mañana se encontró sin recursos y con una chiquilla de ocho años. Afortunadamente sabía coser. Empezó trabajando para sus vecinas, después poco a poco fue aumentando su clientela.
—¿No se marchó de allí?
—No. Sigue viviendo en la misma casa de la calle Caulaincourt, como en tiempos de su marido. Sólo ha cambiado de piso, ahora vive en un apartamento más pequeño y menos caro. Es una mujer sin edad y sin ninguna razón para vivir. Tiene los ojos un poco fijos y los pómulos sin color, como todas las personas que han sufrido mucho…
—¿No sabe nada sobre la marcha de su marido?
—Sólo he podido arrancarle algunas palabras. Si sabe algo se lo guardará para ella y nada la hará cambiar de actitud…
—¿Y su hija?
—Ahora tiene veintiocho años. Se casó con un jefe de sección del Bon Marché, al que no he visto. Es un poco más locuaz que su madre, pero también ella se mantiene a la defensiva. Tiene dos niños, de seis y cuatro años, una niña y un niño.
—¿Está en buenas relaciones con su madre?
—Hasta cierto punto. Se ven casi todos los domingos, debido a los niños, pero no creo que sientan demasiado afecto una por otra. Odette, la hija, adoraba a su padre y sigue amándole.
»Supongo que esta tarde o mañana irán a reconocer el cadáver al Instituto Médico Legal…
—¿Juntas?
—Me sorprendería bastante. Creo que irán por separado. Ya les he dicho a ambas que podían ocuparse del entierro. Temen mucho a los periodistas y a los fotógrafos… Si es usted de mi mismo parecer, creo que sería conveniente no dar publicidad a este aspecto del asunto…
—Desde luego. Comprendo perfectamente los sentimientos de estas dos mujeres. ¿Sigue usted sin tener la menor idea de quién ha podido ser el autor de este crimen?
—Hasta ahora no tenemos ninguna pista. Creo que en toda mi carrera no me había encontrado nunca con un tipo tan solitario. No sólo vivía solo en una casa abandonada donde no hay ni agua ni electricidad sino que resulta imposible saber cómo pasaba el día.
—¿Qué ha dicho el forense? ¿Vivien tenía buena salud?
—Excelente. Exteriormente aparentaba unos sesenta y cinco años pero al parecer sólo tenía cincuenta y cinco; todos sus órganos estaban en perfecto estado…
—Gracias por haberme puesto al corriente. Si no he entendido mal esa investigación al parecer va para largo…
—Sí, a menos que surja un golpe de suerte o algo imprevisto… Si la señora Vivien quisiera salir de su mutismo por ejemplo, creo que nos podría decir bastantes cosas…
Maigret volvió a entrar en su despacho y se puso en comunicación con el Instituto Médico Legal.
—¡Oiga…! ¿Podría usted decirme si una tal señora Vivien ha venido a reconocer el cuerpo de su marido?
—Sí, se ha marchado hará cosa de media hora.
—¿No hay ninguna duda sobre la identidad de ese hombre?
—No, la señora lo ha reconocido inmediatamente.
—¿Ha llorado?
—No. Ha permanecido un buen rato inmóvil y rígida, mirándole. Me ha preguntado cuándo podría ocuparse del entierro y le he dicho que para eso se dirigiera a usted. El doctor Lagodinec ya no necesita el cuerpo. Ya ha sacado de él todo lo que podía.
—Gracias. Seguramente hoy también vendrá a ver al muerto una mujer joven. Es la hija…
—Estaré a su disposición…
Maigret fue a abrir la puerta del despacho de los inspectores y llamó a Torrence.
—¿Nada nuevo?
—Tal y como usted ha ordenado, seis hombres van y vienen por el distrito de la calle Lepic y la calle Caulaincourt interrogando a los comerciantes, a los clientes de los bares y de los cafés, incluso interrogan a los transeúntes en edad de haber podido conocer a Vivien antes de su desaparición…
Nada probaba que, cuando había abandonado a los suyos y dejado su taller sin dejar rastro, se hubiera convertido inmediatamente en un mendigo. Podía haber cambiado de barrio primero, o haber vivido cierto número de años en provincias, por ejemplo.
A falta de poder recorrer toda Francia, Maigret se contentaba con hacer recorrer Montmartre; no habría podido decir exactamente por qué.
Un poco más tarde llamó a la señora Vivien, encontró el número en la guía. Ya había vuelto a casa. Contestó al teléfono como alguien que espera recibir malas noticias y que además desconfía.
—¿Oiga…? ¿Quién está al aparato…?
—Maigret… Me he enterado de que fue usted a reconocer el cuerpo. ¿Se trataba efectivamente de su marido?
Contestó secamente que sí.
—¿Ha cambiado mucho después de veinte años?
—Como todo el mundo.
—Acabo de salir del despacho del juez de instrucción. Le he hablado de lo del entierro. Está de acuerdo en que le entreguen el cadáver a usted y en que se ocupe del entierro. Está de acuerdo también en que, dentro de lo posible, se mantenga alejada a la prensa.
—Gracias.
—¿Supongo que no querrá usted que le lleven el cuerpo a la calle Caulaincourt?
—Desde luego que no.
—¿Cuándo cree que va a tener lugar el entierro?
—Pasado mañana. Esperaba tener noticias de usted para llamar a un empleado de la funeraria.
—¿No tiene usted ningún nicho en alguno de los cementerios de París?
—No. Mis padres no eran gente rica.
—En ese caso, la inhumación seguramente tendrá lugar en el cementerio de Ivry.
—Mi madre está enterrada ahí.
—¿No se ha puesto usted en contacto con su hija?
—Todavía no.
—Le ruego que me informe de la hora en que tendrá lugar el entierro…
—¿Piensa usted ir?
No había ninguna amabilidad en el tono de aquella pregunta.
—No tema. No se dará usted ni siquiera cuenta de mi presencia…
—Claro, a no ser que empiecen a seguirle un montón de periodistas.
—Ya procuraré que no ocurra tal cosa.
—No puedo impedirle que lo haga, ¿verdad?
Era una mujer amargada. Hacía veinte años que estaba amargada. ¿O era ése su carácter? ¿Sería ya así cuando vivía con su marido?
Maigret se hacía todas las preguntas posibles e imaginables, incluidas aquellas que podían parecer ridículas. Trataba en vano de reconstruir en su mente la personalidad de Marcel Vivien, el hombre más solitario de todos los solitarios.
La mayoría de la gente, por muy fuerte que sea, necesita el contacto humano. Él no. Se había instalado en una casa grande y vacía, que podían empezar a echar abajo en cualquier momento, y amontonaba en su habitación los objetos más inútiles e inverosímiles.
Los otros mendigos sólo lo conocían de vista. Algunos habían intentado dirigirle la palabra pero él había continuado su camino sin contestar. En casa del señor José, adonde iba dos o tres veces por semana a ganar una pieza de cinco francos, tampoco hablaba con nadie, se contentaba con mirar fijamente el espejo que tenía frente a él.
—El entierro tendrá lugar pasado mañana —le dijo Maigret a Torrence—. Le he dicho a la viuda que haríamos todo lo posible para que la prensa no hablara de ello.
—Hay algunos periodistas que llaman dos y tres veces al día.
—Hay que contestarles que no hay nada nuevo.
—Eso es lo que hago yo y lo que hacen los demás cuando yo no estoy en el despacho. Pero no les gusta, se dan cuenta de que se les oculta algo…
Y era verdad, desde luego. Un periodista con iniciativa podría muy bien llegar a descubrir lo mismo que había descubierto Maigret.
Al día siguiente los hombres de la P. J. continuaban enseñando las fotografías de Marcel Vivien y continuaban haciendo preguntas sin recibir ninguna respuesta positiva.
Maigret había llamado a Odette Delaveau. También ella había reconocido a su padre.
—¿Sabe usted, cuándo tendrá lugar el entierro?
—¿Mi madre no se lo ha dicho?
—La última vez que estuve en contacto con ella, por teléfono, todavía no había hablado con el empleado de la funeraria.
—El entierro tendrá lugar mañana a las nueve de la mañana.
—¿Se rezará un responso?
—No. No pasaremos por la iglesia. Sólo iremos hasta Ivry acompañando al coche fúnebre mi madre, mi marido, y yo…
Era una pena que Maigret hubiera tenido que prometer que no se pondría al corriente a la prensa. Quizá, como suele ocurrir a menudo, el asesino habría estado cerca del Instituto Médico Legal o bien en el cementerio.
¿Habría conocido el asesino a Vivien veinte años antes? Nada probaba tal cosa. El mendigo muy bien habría podido atraerse el odio de alguien bastante después.
¿Tal vez algún otro mendigo había pensado que ocultaba sus ahorros en la habitación?
Era improbable. Un mendigo raramente posee, por no decir nunca, un arma de fuego. Y todavía menos un automático del 32.
¿Cuántos acontecimientos habrían podido desarrollarse en veinte años? Y, sin embargo, Maigret volvía siempre a lo mismo, al momento de la desaparición de Vivien, a aquel día en que se había marchado de casa como cada mañana y no había vuelto jamás a su taller de la calle Lepic.
¿Cuestión de una mujer? ¿Por qué la habría abandonado después para convertirse en un mendigo? Entre las cartas recibidas en la P. J. tras la publicación de las fotografías y los artículos, en ninguna se hablaba de una mujer desconocida en la vida de Vivien.
Aquella noche, para evitar pensar continuamente en aquel caso que le obsesionaba, Maigret se quedó viendo un western en la televisión. Cuando acabó de lavar los platos la señora Maigret se sentó a su lado teniendo buen cuidado de no hacerle ninguna pregunta.
—Mañana por la mañana despiértame media hora antes de lo normal.
Su mujer no preguntó por qué.
—Tengo que ir a un entierro.
La señora Maigret comprendió en seguida de qué entierro se trataba.
Al día siguiente le trajo la primera taza de café a las siete.
Le había pedido a Torrence que fuera a buscarle a las ocho y media con uno de los coches. Torrence fue puntual.
—¿Supongo que primero iremos al Instituto Médico Legal?
—Sí.
El coche fúnebre estaba ya junto a la acera y también otro coche que la funeraria había puesto a disposición de la familia. Las dos mujeres y el marido de Odette estaban dentro del coche, Torrence se paró lo más lejos posible para no ser reconocido.
No había ni periodistas ni fotógrafos. Cuatro hombres sacaron el ataúd, que parecía muy pesado, y minutos después la comitiva se dirigía hacia Ivry.
Desde la víspera el cielo estaba cubierto y hacía menos calor. Los boletines meteorológicos anunciaban lluvia por el Oeste y en París al final del día.
Torrence se mantenía lejos del coche ocupado por la familia. Maigret fumaba su pipa sin decir nada, miraba fijo delante de él y no habría sido posible adivinar cuál era el curso de sus pensamientos.
Torrence respetó su silencio, cosa que no le resultaba nada fácil porque era el inspector más hablador de toda la P. J.
El coche fúnebre recorrió casi la mitad del cementerio y se paró por fin delante de una tumba abierta en una nueva ala donde había aún muchos nichos vacíos. Maigret y su compañero se mantenían a una distancia de casi cien metros. La señora Vivien, su hija y Delaveau permanecían inmóviles al borde de la fosa mientras bajaban el ataúd. Las dos mujeres llevaban cada una un ramo de flores en la mano.
Tendieron la pala a la modista para que echara la primera palada de tierra, pero ante la sorpresa de Maigret ésta movió negativamente la cabeza y se contentó con echar las flores en la tumba. Odette hizo lo mismo, fue Delaveau quien tuvo que echar la primera tierra.
Delaveau no había conocido nunca a Marcel Vivien. Era demasiado joven, Maigret no le echaba más de treinta años. Iba vestido de negro, seguramente era el mismo traje que tenía que llevar en el Bon Marché. Era un hombre muy guapo, con un bigote tan negro casi como su cabello.
Todo había terminado. La ceremonia, si es que en realidad se le podía dar este nombre, había durado sólo algunos minutos. El coche reservado a la familia volvió a emprender la marcha. Maigret había estado observando por todos los alrededores y no había visto ninguna silueta sospechosa. Le daba la impresión de que ahora que había enterrado a su mendigo, todavía se había alejado más de él la verdad.
Estaba de muy mal humor. Continuaba callando, y pensando sin cesar en el problema que tenía planteado.
¿Por qué habían matado a Marcel Vivien sin abrir ni siquiera el jergón donde los pobres suelen tener la costumbre de ocultar su dinero?
Aun a su pesar, Maigret volvía siempre veinte años atrás. Por eso había enviado seis inspectores a recorrer Montmartre.
Tuvo una buena sorpresa al volver a la P. J. Uno de sus seis inspectores le esperaba muy nervioso.
—¿Qué ha descubierto?
—¿Cuándo desapareció Vivien?
—El 23 de diciembre…
—¿Y nadie lo volvió a ver nunca más?
—Nadie.
—¿Le compró los juguetes de Navidad a su hija?
—No me acordé de preguntárselo a su mujer.
—¿Conoce usted el Cyrano, una cervecería de la plaza Blanche?
—Sí.
—Uno de los camareros, de unos sesenta años de edad, a quien le enseñé las fotografías, reconoció a Vivien.
—¿Cuándo lo conoció?
—Después del 23 de diciembre. A finales de enero del año siguiente.
—¿Cómo puede estar seguro después de tanto tiempo?
—Porque fue cuando él empezó a trabajar en el Cyrano.
—¿Vio varias veces a Vivien?
—Unas diez veces al menos, en enero y en febrero de 1946. No iba solo. Lo acompañaba una mujer muy joven, una morena bajita que le cogía continuamente la mano.
—¿A qué hora iba la pareja al Cyrano?
—Hacia las once y media, cuando cierran los cines.
—¿El camarero está seguro de que reconoce a Vivien?
—Dice que sí porque sólo bebía agua mineral y en cambio su compañera pedía siempre un Cointreau.
»Era su primera colocación como camarero de café. Antes trabajaba como camarero en un gran hotel de los Bulevares…
—¿No los vio nunca en ningún otro sitio más que ahí?
—No. Julien (ése es el nombre del camarero) vive muy lejos, en el bulevar de la Chapelle…
—¿Cuándo dejó de ver a la pareja?
—Unos dos meses después.
—¿Y no volvió a ver nunca más a Vivien desde entonces?
—No.
—¿Y a la mujer tampoco?
—Tampoco.
—¿No oyó que la llamara de ninguna manera su compañero?
—No. Al parecer, eso es todo lo que sabe.
Lo que se podía sacar en claro de toda aquella historia era que Vivien no había abandonado a su familia para convertirse en un mendigo.
Se había marchado por una mujer. Posiblemente pensaba emprender una nueva vida.
¿Pero cómo era posible que no hubiera procurado evitar su barrio? El Cyrano estaba a doscientos metros de su taller y a menos de un kilómetro del piso que su mujer y su hija continuaban ocupando.
¿No temía ser reconocido? ¿Le daba igual? ¿Le habría dicho a su mujer que a partir de aquel momento se iba a vivir con otra? ¿Era aquélla la razón del mal genio de la señora Vivien?
—Vuelva esta tarde al mismo barrio y continúe preguntando a la gente. Tal vez en el Cyrano hay aún algún otro camarero viejo. Hable con el dueño también…
—El dueño no tiene más de treinta años. Es el hijo del viejo propietario, que ahora vive en el pueblo.
—Hay que indagar dónde.
—Está bien, jefe.
—Hay en el barrio una gran cantidad de pequeños hoteles. Hay que entrar en ellos también. En esa época resultaba casi imposible encontrar un apartamento…
Maigret sabía que acabaría yendo personalmente al Cyrano y que incluso daría una vuelta por el barrio Rochechouart.
Volvió a desayunar a su casa, pero primero se tomó un aperitivo en la cervecería Dauphine y cogió un taxi.
* * *
Tal como había previsto, Maigret a las dos y media ya estaba en la terraza del Cyrano. En la plaza Blanche la animación era mucha, había muchos autocares y los turistas andaban en grupos con la máquina al hombro. Todos o casi todos fotografiaban el Moulin Rouge, que estaba al lado de la cervecería.
La terraza estaba llena, no había ni una silla libre. Los camareros, que andaban por entre las mesas —había tres— eran muy jóvenes, pero en la penumbra del interior, Maigret vio a uno que no debía andar lejos de los sesenta.
Entró y se sentó en un banco.
—Un doble…
No se había traído a Torrence con él porque le molestaba un poco el excesivo interés que se tomaba por Marcel Vivien.
—¿Se llama usted Julien? —le preguntó en cuanto le sirvió—. ¿Es con usted con quien uno de mis hombres ha hablado esta mañana?
—¿Es usted el comisario Maigret?
—Sí.
—Mucho gusto en conocerle. Creo que ya le dije a su inspector cuanto sé.
—¿Es seguro que sus recuerdos datan del año 1945?
—Sí. Estoy seguro porque, como ya le dije al señor inspector esta mañana, era mi primer trabajo como camarero de café.
—¿Finales de diciembre y principios de enero?
—Ya lo puedo asegurar menos. A finales de diciembre, debido a las fiestas, hay mucho trabajo y no hay demasiado tiempo para observar a los clientes…
Le llamaron desde una mesa y fue corriendo. Volvió con dos vasos de cerveza.
—Perdone, pero aquí dentro estoy solo. Los otros se ocupan de la terraza. ¿Qué le estaba diciendo? Enero, sí… Y probablemente en febrero también, recuerdo que me resultaban familiares y para eso se necesita cierto tiempo.
—¿No tiene usted ninguna duda respecto a la identificación de Vivien?
—No sabía su apellido, pero desde luego era él quien venía casi todas las noches en compañía de una chica muy guapa.
—¿Casi siempre era a la salida de los cines?
—Sí. Cosa que me extrañó, no sé exactamente por qué.
—¿Reconocería usted a esa chica?
—Bueno, después de veinte años a las mujeres resulta muy difícil reconocerlas…
Le pasó una idea por la cabeza.
—Pero estoy seguro de que a ésa la reconocería…
—¿Por qué?
—Tenía una pequeña mancha roja, como de vino, en la mejilla…
—¿Izquierda o derecha?
—Espere… Se sentaban casi siempre en esta mesa… Era la mejilla izquierda la que yo veía cuando les servía lo que habían pedido.
Se tuvo que marchar otra vez para ocuparse de otro cliente que acababa de pedir anís con agua.
—¿No vio usted nunca a esa chica con otro?
—No. Al menos no lo recuerdo. Y creo que me habría fijado porque su cara y su modo de vestir me resultaban familiares.
—¿Cómo vestía?
—Siempre de negro. Un vestido de seda negro y un abrigo también negro con cuello de piel.
—¿Tenían coche?
—No. Él venía a pie, como si no viniera de muy lejos…
—¿Cogieron un taxi alguna vez?
Había una parada justo delante de la cervecería.
—No, que yo recuerde.
—Y, al salir de aquí, ¿se dirigían hacia la entrada del metro?
—No. Yo creía que eran del barrio. Después de la medianoche es distinto, una clientela internacional invade los cabarets. Pero, aquí, estamos como en la otra orilla. Hay una gran diferencia entre los dos lados del bulevar.
De repente se golpeó la frente con la mano.
—¿Qué le acabo de decir ahora mismo? ¿Le he estado hablando de 1945? Con tantas preguntas… Y fue en 1946, desde luego. En 1945 trabajaba aún como camarero en el Gran Hotel…
De nuevo le llamaron desde otra mesa. Cuando volvió dijo:
—Me gusta este barrio. Es distinto del resto de París. Hay muchos artesanos que aún tienen sus talleres en los patios. Resultan curiosos también esos pequeños rentistas demasiado apegados a Montmartre para ir a acabar sus días al campo.
»¿Desea algo más?
—Creo que no… Si de repente recordara algo interesante, le agradecería que me llamara al Quai des Orfèvres…
—¡Ya voy! ¡Ya voy! —dijo en aquel momento a cuatro nuevos clientes que se impacientaban.
Las nubes empezaban a acumularse en el oeste, en cambio la mitad este del cielo permanecía casi despejada. De vez en cuando se notaba una ligera corriente de aire.
Maigret bebía su cerveza lentamente y al mismo tiempo se prometía a sí mismo que no bebería otra en todo el día. Se disponía a pagar su consumición cuando su vecino se inclinó hacia él.
—Si no he entendido mal usted es el comisario Maigret, ¿verdad? Perdone que le dirija la palabra de esta manera…
Era gordo y colorado, tenía una gruesa papada y un vientre enorme.
—Nací en Montmartre y he vivido aquí toda mi vida. Tenía una tienda de encuadernador en el bulevar Rochechouart. Vendí la tienda hace tres años, pero conservo mis costumbres…
Maigret se lo había quedado mirando con curiosidad, ignoraba adónde quería ir a parar.
—Sin querer he oído parte de su conversación con el camarero. Se trata del mendigo al que han asesinado en una casa abandonada de las Halles, ¿no?… He observado un buen rato sus fotografías en el periódico y estoy seguro de no equivocarme.
—¿Lo conocía usted?
—Sí.
—¿Lo había visto recientemente?
—No. Hace más de veinte años. Lo reconocí por las fotos sin bigote.
—¿Había estado usted en su taller de la calle Lepic?
—No. Por lo que dicen los periódicos, ya no estaba allí entonces. Yo, como Julien, le conocí en el año 1946.
—¿En qué época del año?
—A partir de febrero, si no me equivoco. Lo vi regularmente durante seis meses al menos.
—¿Vivía cerca de donde residía usted?
—No sé dónde vivían él y su compañera, pero comían siempre en el mismo restaurante que yo, La Bonne Fourchette, en la calle Dancourt. Es un pequeño restaurante donde sólo suele ir clientela fija, sólo hay unas seis mesas. Al final, todo el mundo acaba conociéndose.
—¿Está usted seguro de que fueron seis meses?
—Todavía los vi en agosto, antes de irme tres semanas a la Costa Azul…
—¿Y cuando volvió?
—Maquinalmente los busqué con la mirada en el comedor y no los vi. Pregunté por ellos a Boutant, el dueño de la fonda, y me dijo que de repente habían dejado de ir.
—¿Tal vez también se habían ido de vacaciones?
—No. Habrían vuelto en otoño. Y no los volví a ver nunca más ni en el bulevar ni en las calles.
Maigret estaba muy intrigado por lo que le estaba diciendo aquel hombre que parecía una buena persona y que indudablemente gozaba de una excelente memoria. Añadiendo aquellos recuerdos a los del camarero, se llegaba a la conclusión de que, tan pronto como había abandonado a su mujer y a su hija, que seguían viviendo en la calle Caulaincourt, y al dejar su taller de la calle Lepic, Marcel Vivien había vivido cierto tiempo con una mujer joven, probablemente soltera, sin haberse tomado ni siquiera la molestia de cambiar de barrio.
Durante dos meses habían frecuentado con regularidad el Cyrano, cuando salían del cine. Y hasta el mes de agosto habían ido a un pequeño restaurante de la calle Dancourt, situado a un par de manzanas de allí sólo.
¿De qué vivían? ¿Tenía ahorros Vivien? ¿Se los habría llevado sin dejarles nada a su mujer y a su hija?
Era una pregunta que tendría que hacerle a la señora Vivien, la hija de eso seguramente no sabría nada. ¿Contestaría?
Maigret suspiró, pagó su cerveza, dio las gracias a Julien y después a su vecino de mesa.
—¿Podrá serle útil lo que le he dicho?
—Desde luego que sí, muchas gracias.
Se marchó a pie hacia el bulevar y encendió una pipa. En la calle Dancourt encontró en seguida el restaurante La Bonne Fourchette. El comedor era pequeño y habían dejado la puerta abierta para airearlo un poco. En el mostrador, había un hombre que parecía el dueño leyendo el periódico.
Era un restaurante a la antigua, había todavía una estantería llena de casilleros para las servilletas de los clientes. Para entrar en la cocina sólo había que cruzar una puerta de cristal.
A aquella hora, naturalmente, no había nadie.
—¿Quiere usted beber algo?
Maigret se dirigió hacia el mostrador de estaño.
—No tengo sed, pero me gustaría hacerle algunas preguntas.
—¿Quién es usted?
—Soy comisario de la P. J.
—Ya me decía yo que la policía vendría por aquí.
—¿Por qué?
—Porque ese Vivien, ese extraño mendigo, ha frecuentado mi establecimiento durante varios meses.
—¿En qué año?
—1946.
—¿Iba solo?
—No. Siempre lo acompañaba una bonita chica que no perdía ocasión de echársele encima.
—¿Por qué los recuerda usted?
—Porque todos los camareros y todos los clientes sonreían cuando los veían llegar. Parecían estar tan enamorados el uno del otro…
»Dejaban hasta de comer para besarse a mitad de la comida en plena boca y delante de todo el mundo…
—¿Y no le extrañaba ese modo de comportarse?
—¿A mí? Mire, en ese oficio se ve de todo, no resulta fácil asombrarse por algo. Él parecía tener unos quince años más que ella, desde luego, pero hay muchos matrimonios que se llevan esos años también.
—¿Sabe usted dónde vivían?
—No. Pero probablemente sería en el barrio, pues venían a pie y del brazo, como gente que no tiene prisa.
—¿No se marchaban nunca en taxi?
—Que yo sepa, no.
—¿Venían alguna vez a cenar también?
—No. Pero no me extrañaba nada que no lo hicieran, nosotros tenemos muchos clientes que trabajan por aquí y vienen a comer, pero a la noche vuelven a casa. La clientela de la noche es distinta.
—¿Cuándo dejaron de venir?
—Hacia el 15 de agosto poco más o menos… Yo cerré dos semanas para llevar a mi mujer al campo y para poder irme a pescar un poco con mi caña… Cuando volví ya no les vi más… Posiblemente se habituaron a ir a otro restaurante…
Maigret le dio las gracias y volvió al bulevar Rochechouart. Empezó a andar lentamente como la gente del barrio. No comprendía nada. Había algo que no encajaba en aquella historia.
Marcel Vivien se había marchado de casa dos días antes de Navidad. Al parecer, había querido mucho a su hija, que tenía ocho años entonces sólo, pero aun así no había esperado ni tres días para desaparecer.
¿Acababa de conocer a la chica con la que se quería marchar?
Cerca de allí había una cabina telefónica, Maigret se metió dentro.
Encontró el número de la señora Vivien e inmediatamente oyó su seca voz.
—¿Qué hay?
—Soy yo otra vez. El comisario Maigret. Esta vez sólo tengo que hacerle una pregunta, pero es extraordinariamente importante para poder seguir el curso de la investigación. Cuando su marido desapareció, ¿le dejó dinero?
—¡No!
—¿Tenía alguna cuenta en el banco o alguna libreta de ahorros?…
—Sí. Tenía una cuenta en el banco, porque algunos clientes le pagaban con un cheque…
—¿Se llevó todo lo que tenía?
—Sí.
—¿Le sorprendió a usted su marcha?
—¿Y cómo no?
—¿No sabía usted nada de su amante?
—No. Ni quiero saberlo…
Tras decir aquello colgó.
En el mes de agosto de 1946, Marcel Vivien seguía viviendo en Montmartre con su amante. Después se perdía la pista. ¿Se habría ido a provincias o al extranjero? ¿Habría sido entonces cuando habría optado por llevar una vida de mendigo?
¿Qué habría sido de su compañera, de aquella mujer que hacía sonreír enternecidos a los clientes de La Bonne Fourchette con sus alardes amorosos?
Maigret tuvo la suerte de coger un autobús en seguida y de poderse quedar en la plataforma. Era uno de los pocos que quedaban, pronto ya no habría ninguno.
Fumaba tranquilamente su pipa y dejaba que su mirada vagara sin cesar por el cambiante espectáculo de París.
¿Qué conclusiones se podían sacar de lo poco que sabía? Conocía el principio, la misteriosa partida de Marcel Vivien, un hombre que tenía un buen oficio, mujer y una niña, y que de la noche a la mañana lo había dejado todo para seguir a una chica.
¿Cuánto tiempo debieron de durarle los ahorros? ¿Y qué debió hacer cuando se le terminaron?
Era un shock brutal en su vida. No se sabía más de él desde agosto de 1946, mes en el que había desaparecido de Montmartre donde era un cliente habitual del Cyrano y de La Bonne Fourchette.
Tras aquello, un gran vacío, una nueva desaparición. ¿Se habría cansado de su compañera o habría sido ella quien se habría cansado de él?
Desaparecía su rastro y de repente se le encontraba muerto, diecinueve años después, en una habitación de una casa en ruinas donde vivía solo. No se trataba con nadie. Dos o tres veces por semana iba a la escuela de peluquería para ponerse en manos de uno de los alumnos.
El que lo había matado no lo había hecho por azar, nadie anda normalmente por la calle con un arma del calibre 32 en el bolsillo.
¿Había que buscar la razón de aquel asesinato en el pasado, en los últimos meses que había vivido en Montmartre, o bien en la actividad de Vivien durante los años siguientes?
No se sabía cuántos años hacía que había decidido vivir en las Halles.
¿Qué habría sido de su compañera? ¿Cómo se llamaba? Maquinalmente se dirigió hacia el callejón del Vieux-Four. Había un agente montando la guardia en la casa donde había vivido Vivien.
Debía de haber vivido allí mucho tiempo para conseguir reunir aquel montón de objetos heteróclitos que llenaban la habitación. ¿Se habría convertido en un maníaco? ¿Conservaba plenamente sus facultades mentales? El señor José, el dueño del salón de peluquería, no parecía haber notado nada raro en él. Claro que estaba mucho más habituado a ver borrachos y gente rara que gente normal.
Maigret subió la escalera. Era la primera vez que iba solo a aquella casa oscura, húmeda, llena de crujidos inesperados. No buscaba nada en especial. Sólo quería volver a encontrarse en el ambiente en el que había vivido Vivien.
En la habitación no habían encontrado más huellas digitales que las suyas, lo que hacía pensar que su asesino llevaba guantes.
En el suelo había una lámpara de petróleo medio rota, zapatos desaparejados de distintos números y una maleta rota que en otro tiempo debía de haber sido hasta elegante. ¿Qué debía querer hacer con todo aquello?
¿Habría ocupado acaso otras habitaciones de la casa y las habría abandonado sólo cuando ya estaban llenas de basura como aquélla? Maigret comprobó que los escalones estaban a punto de caerse y que faltaban muchos. En el cuarto piso ya no había ni ventanas ni puertas, sólo encontró cajas viejas y cartones por el suelo.
Volvió a bajar con cuidado la escalera, tratando de no cubrirse de polvo. Le parecía estar viendo al viejo volver por la noche, solo, subiendo por la escalera oscura con una cerilla encendida. La cuestión ahora ya no era saber quién era y cuál era su lejano pasado, sino: ¿Desde cuándo llevaba aquella existencia?
Saludó al hombre que estaba de guardia, se encaminó hacia la calle Prouvaires y entró en la comisaría. Ascan no le hizo esperar y Maigret se sentó en su despacho.
—Creo que le necesitaré…
—¿Tiene usted alguna novedad aparte de lo que publican los periódicos?
—Sí. Pero no quiero que se hable de ello aún. Cuando dejó su domicilio, el 23 de diciembre, Vivien no cambió de barrio. No sé adónde fue, pero en enero iba en compañía de una linda chica a una cervecería de la plaza Blanche, el Cyrano.
—A dos pasos de su taller.
—Sí. No da la impresión de que se quisiera ocultar. No sé si sería inconsciencia… Un mes más tarde, empezó, siempre con su compañera al lado, a ir a comer a un restaurante de clientela fija de la calle Dancourt. No dejó el barrio. Se llevó todo lo que tenía en el banco. Posiblemente lograré enterarme de cuánto tenía. Dejó a su mujer y a su hija sin recursos. Frecuentó este restaurante hasta mediados de agosto.
»Después se pierde el rastro hasta que se le encuentra convertido en mendigo y viviendo en las Halles. Es aquí donde le necesito a usted. Las Halles entran dentro de su jurisdicción. Los mendigos, las viejas prostitutas y los que han estado en la cárcel viven en gran número por aquí… Entre sus agentes debe haber algunos que estén especializados en este tipo de fauna…».
—Hay cuatro, ni uno más…
—¿Podría usted pedirles que hicieran algunos interrogatorios para mí? Mis hombres no sabrían a quién dirigirse ni por dónde empezar…
—Eso es fácil. ¿Tiene fotos? Sobre todo de ésas del bigote y la perilla.
—Tengo aquí unas cuantas, pero llamaré a mi despacho para que le manden más.
—No estoy seguro de que mis hombres tengan éxito, pero harán todo lo posible. ¿Qué es lo que quiere usted saber exactamente?
—Cuánto tiempo hacía que Vivien vivía como un mendigo. Lo mismo podía hacer unos pocos meses que veinte años. Los mendigos casi todos se conocen, al menos de vista, y observan con curiosidad a los recién llegados, aunque eviten, sin embargo, el hacerles preguntas…
—Sí. Habrá que ampliar el campo de información, no sólo hay que indagar en las Halles, sino también en los muelles.
—Es lo que pensaba hacer. ¿Me permite usar el teléfono?
En cuanto le pusieron con la P. J. pidió hablar con Moers.
—Aquí, Maigret… ¿Está ahí Mestral?… ¿Sí?… Quisiera que me hiciera urgentemente cuatro o cinco colecciones más de fotos, sobre todo de ésas con la perilla y el bigote. Habría que hacerlas llevar hoy mismo a la comisaría de la calle de Prouvaires y entregárselas al comisario Ascan… Gracias, Moers… Adiós…
Y dirigiéndose a Ascan:
—Dentro de una hora las tendrá.
—Pondré a mis especialistas en la calle la próxima noche.
Cuando Maigret salió, llovía fuerte y algunas piedras de granizo retumbaban contra el suelo. El cielo se había oscurecido por completo, el comisario tuvo la suerte de encontrar un taxi libre.
—A la P. J. —dijo.
Estaba cansado de hacerse continuamente las mismas preguntas y de no saber qué contestar a ellas.
Una vez estuvo en el despacho de los inspectores preguntó:
—¿Quién está libre mañana por la mañana?
Se quedaron mirándose unos a otros y, al final, tres levantaron la mano.
—Habrá que pedir fotos a la Identidad Judicial. Iréis a Montmartre, sobre todo iréis por los alrededores del bulevar Rochechouart y entraréis en todos los meublés. Es muy posible que Marcel Vivien y su compañera vivieran en uno de esos lugares durante seis meses. Me interesa mucho la chica. Pueden ver también a los comerciantes del barrio, sobre todo a los que se dedican al ramo de la alimentación. Buena suerte, muchachos.
Volvió a entrar en su despacho y Torrence fue a reunirse con él.
—¿Algo nuevo, jefe?
Maigret no se sintió con valor para volver a relatar toda la historia y murmuró:
—Mañana. Janvier ya puede llamar a sus seis hombres.
Sesteó una buena media hora en su sillón mientras la lluvia penetraba por la ventana abierta y mojaba el suelo.