Al día siguiente por la mañana, Maigret ya no estaba de mal humor e hizo andando el camino que le separaba del Quai des Orfèvres. Las máquinas de barrer municipales recorrían lentamente las calles casi vacías y dejaban tras ellas amplias bandas mojadas; una oleada de calor ascendía del Sena.
Subía la escalera de la P. J. cuando vio a un fotógrafo que esperaba con todos los aparatos a cuestas. Lo conocía muy bien, cada vez que había un caso aparecía por allí aquel hombre. Trabajaba para una agencia y se pasaba las horas esperando que sucediera algo. Era pelirrojo y tenía el aspecto de un muchacho, si lo ponían en la puerta entraba por otra o por una ventana.
Sus colegas le llamaban Coco. Su verdadero nombre era Marcel Caune.
Tomó una foto de Maigret en la escalera. Posiblemente era la foto número doscientas que le tomaba al comisario.
—¿Ha llamado ya a los testigos?
—No.
—Pues hay uno que le espera en el pasillo.
—La primera noticia.
Sentado en un banco, efectivamente había un hombre. Era muy mayor, pero aún se aguantaba muy erguido. En cuanto vio a Maigret se levantó con gran rapidez.
—¿Podría decirle unas palabras, señor comisario…?
—¿Referente al caso de las Halles?
—Sí… Es sobre ese crimen del callejón del Vieux-Four.
—En seguida voy a recibirle…
Para empezar, y siguiendo una antigua costumbre, Maigret fue a echar una mirada al despacho de los inspectores. Estaban todos en mangas de camisa y la ventana estaba abierta de par en par.
Torrence estaba allí y leía un periódico que decía:
«El comisario Maigret tiene una pista».
Pista, no había ninguna.
—¿Nada nuevo, muchachos?
—Cartas anónimas, como siempre. Hay dos de unos locos…
Maigret desde su despacho llamó a la escuela de peluquería.
—¿Señor José…? Querría pedirle un favor… ¿Podría mandarme a uno de sus alumnos al Instituto Médico Legal para afeitarle el bigote y la perilla al Aristo…? Naturalmente le pagaré ese servicio…
—Prefiero ir yo mismo a hacerlo, es un trabajo delicado…
Llamó a Identidad Judicial, en seguida se puso Moers al aparato.
—¿Está ahí Mestral?
—Ahora mismo acaba de llegar.
—¿Quiere usted enviarlo al Instituto Médico Legal? Encontrará allí a un peluquero ocupado en afeitarle el bigote y la barba a nuestro desconocido. Tan pronto como esté hecho esto, quisiera que le tomaran al muerto varias fotografías desde distintos ángulos. Es urgente…
Apenas había tenido tiempo de colgar cuando tuvo que descolgar otra vez, el teléfono acababa de sonar de nuevo.
—¿Oiga…? ¿El comisario Maigret?
Maigret creyó reconocer la voz.
—Soy la persona que le llamó ayer respecto al crimen de las Halles…
Era la mujer de la voz joven.
—¿Supongo que debe querer hacerme la misma pregunta?
—Sí.
—No es usted la única.
—¡Ah!
—Otra mujer me llamó y dijo las mismas palabras que usted…
—¿Y qué le contestó?
—Se lo diré si viene usted a verme o bien si me da su nombre y dirección…
—No me apetece…
—Como guste…
Esta vez fue Maigret el que colgó refunfuñando por lo bajo:
—¡Sinvergüenza!
Tres personas, al menos, conocían la identidad del Aristo: Las dos mujeres que habían llamado preguntando por lo de la cicatriz y, naturalmente, el asesino.
Maigret fue a abrir la puerta. Su visitante, bajito y delgado, se levantó de un salto y se dirigió hacia él.
—Temía que no me recibiera.
Había algo en su modo de andar, de comportarse y de hablar que llamó la atención del comisario, pero no habría podido decir qué.
—Me llamo Emile Hugon y vivo en la calle Lepic, en el mismo piso en que vivían mis padres cuando yo nací…
—Siéntese usted…
—Tal como ve, tengo ochenta y cinco años…
Parecía sentirse muy orgulloso de haber llegado a aquella edad en tan buen estado.
—He venido desde Montmartre a pie, y todos los días ando al menos un par de horas…
Maigret comprendía que no serviría de nada asaltarle a preguntas.
—En el barrio me llaman el Coronel. En realidad yo nunca fui coronel, sólo llegué a capitán… Cuando estalló la guerra de 1914 yo estaba en la escuela de suboficiales… Hice Verdún y el Chemin des Dames… De Verdún salí indemne… Pero en el Chemin des Dames me cayó metralla en la pierna y de resultas de aquello aún cojeo… Cuando la segunda guerra mundial ya pasaba de la edad y no quisieron saber nada de mí…
Se le notaba muy satisfecho de sí mismo; el comisario se armó de paciencia aunque secretamente anhelaba que el coronel no le contara toda su vida con detalle.
En lugar de eso, su interlocutor le preguntó bruscamente:
—¿Lo han identificado ya?
—Todavía no…
—Pues si no me equivoco, y me extrañaría mucho, se llama Marcel Vivien…
—¿Le conoce usted personalmente?
—Tenía su taller en el patio, justamente debajo de donde vivo yo. Cuando salía, tenía la costumbre de decirle siempre buenos días…
—¿Cuándo era eso?
—Casi en seguida después de la segunda guerra mundial, en 1945…
—¿Qué edad tenía entonces ese hombre?
—Debía de tener unos treinta y cinco años… Era un tipo alto y fuerte, de rostro inteligente y expresión franca…
—¿Cuál era su profesión?
—Era ebanista… Y había seguido además unos cursos de decoración… Era un especialista en restauración de muebles antiguos… En el taller tenía algunos estupendos, todos de marquetería…
—¿Vivía en la misma casa que usted?
—No. Sólo tenía allí el taller. Venía por la mañana y se marchaba por la noche.
—¿Se parecía al hombre que ha visto usted retratado en los periódicos?
—Yo diría que sí, sólo que ese chico no llevaba ni bigote ni perilla…
—¿Sabe usted si estaba casado?
—Sí… Una mujer de la misma edad que él venía a buscarle a la salida del trabajo… Tenía una niña de unos siete u ocho años que a menudo venía a verle y a darle un beso al salir de la escuela…
—¿Cuándo lo perdió usted de vista?
—A finales de 1945 o a principios de 1946… Una mañana no vino al taller, al día siguiente tampoco, ni ningún otro más… Primero creí que estaría enfermo… Después vino su mujer… Tenía la llave… Entró en el taller y permaneció allí mucho tiempo, como si estuviera haciendo inventario…
—¿Después la volvió a ver?
—Sigue viviendo en el barrio, y muy a menudo la veo comprando en la calle Lepic… Durante varios años vi a la niña en la calle… Se había convertido en una jovencita, supongo que ahora ya debe de estar casada…
—¿Qué ocurrió con los muebles que había en el taller?
—Se los llevaron unos que tenían una tapicería… Y en el mismo sitio se instaló un cerrajero…
Maigret le enseñó las distintas fotos que poseía del hombre del callejón del Vieux-Four. El Coronel se las quedó mirando con atención.
—Sigo opinando lo mismo. Estoy casi seguro de que es él. Hace mucho tiempo que estoy retirado. En verano me siento en un banco de una plaza o en una terraza de un café y veo pasar la gente… Trato de adivinar cuál es su trabajo y su tipo de vida… Y eso me ha habituado a agudizar mi sentido de observación…
—Que usted sepa, ¿ese hombre no tuvo nunca ningún accidente?
—No tenía coche…
—Hay otro tipo de accidentes… ¿Nunca le hirieron en el cráneo?
El Coronel se golpeó la frente.
—Claro que sí… Fue en pleno verano… Hacía mucho calor, como ahora… Trabajaba en el patio, estaba arreglando una silla a la que le faltaba una pata… Yo lo estaba mirando desde la ventana y vi como le caía el tiesto con el geranio encima… Fue la señorita Blanche, la inquilina del tercero, quien sin querer le dio un empujón y lo echó a abajo cuando estaba regando las flores… No quiso ir al hospital ni a que le viera ningún médico… Desinfectó la herida y fue a la farmacia de enfrente a que le hicieran una cura…
—¿La cicatriz quedó muy visible?
—Tenía mucho cabello, muy fuerte, y lo llevaba largo, de modo que le quedaba tapada…
—¿No se acuerda usted de nada más…? ¿No volvió a ver en alguna otra ocasión a este hombre en el barrio?
—No, nunca.
—¿Y su mujer y su hija siguen viviendo allí…? No se fue con ellas, pues…
—Desde luego que no.
—¿Sabe usted si bebía?
—Seguro que no… Todas las mañanas hacia las diez, cerraba el taller durante unos minutos y se iba a tomar un café al pequeño bar de al lado…
—¿En su casa siguen viviendo aún inquilinos que estuvieran allí ya en 1945…?
—Espere a que lo piense… La portera… Sí, sigue siendo la misma… Su marido era agente de policía y murió… Ella ha envejecido mucho… La señorita Blanche, de la que ya le he hablado, aún vive, pero, no puede moverse de su sillón, y al parecer no está muy bien de la cabeza… En los otros pisos… Hay los Trabuchet en el tercero… Era recaudador de contribuciones… Ya está retirado también… Todos hemos envejecido, claro.
—¿Cree usted, que reconocerían a Marcel Vivien?
—Es posible, pero las ventanas de los Trabuchet dan a la calle… Tenían menos ocasión que yo de ver lo que ocurría en el patio…
—Muchas gracias por haber venido, señor Hugon… Creo que su declaración nos servirá de mucho… Ahora llamaré a un inspector para que lo acompañe hasta un despachito que hay al fondo y allí, si me hace el favor, sírvase repetir lo que me acaba de decir aquí…
—¿Tendré que actuar como testigo ante un tribunal?
Había dicho aquello muy animado.
—¡Calma, calma! Primero tenemos que encontrar al asesino y dejar completamente establecida la identidad de la víctima…
Maigret abrió la puerta del despacho de los inspectores, escogió a Lourtie, era el que escribía más rápido a máquina.
Le explicó lo que quería de él, y Lourtie se encargó del Coronel. Daba la impresión de que al menos ahora, había cogido el hilo del asunto. Maigret atendió a los fotógrafos antes de ir a la calle Lepic. Sabía que Mestral trabajaba rápido; para acallar su impaciencia empezó a mirar el correo.
A las diez y media llegó el fotógrafo con un fajo de fotos en la mano.
—Sin la perilla y la barba queda mucho más rejuvenecido, ¿verdad?
—Sí… Al parecer no era muy mayor… El forense le echa unos cincuenta o cincuenta y cinco a lo sumo… ¿Cuántas copias ha sacado?
—Aquí, hay cinco de cada pose, si es que se puede emplear tal palabra para un muerto… El pobre peluquero estaba tan impresionado que creí que se me caía…
—Gracias… Vaya a sacar más copias, pues necesito dar a todos los periódicos…
Maigret se metió dos copias de cada foto en el bolsillo y dio otras dos a Coco, el fotógrafo más obstinado de París.
—Tome… ya le han hecho parte de su trabajo hoy… Aquí tiene unos cuantos clisés de nuestro hombre recién afeitado… Su agencia puede reproducirlas y mandarlas a los periódicos que quiera…
Maigret le dio dos a Leduc, uno de los inspectores más jóvenes.
—Vaya a llevar esto a los dos periódicos más importantes de la noche. El tiempo es justo porque salen de prensa a primera hora de la tarde… Entrégueselas al redactor jefe o al secretario de redacción en propia mano…
Maigret luego se dirigió hacia el fondo del pasillo donde Lourtie estaba escribiendo a máquina lo que le estaba contando el Coronel. Éste tal y como había hecho la otra vez se levantó como disparado al ver a Maigret.
—No es necesario que se levante, por favor… Sólo quiero enseñarle esto…
Y le tendió las nuevas fotos que acababan de entregarle en aquel momento. Desde la primera ojeada la cara del anciano reflejó plena satisfacción.
—Es él. Ahora estoy completamente seguro de que no me he equivocado. Ha envejecido, claro, pero es Vivien, no cabe duda…
Maigret le hizo una señal a Lourtie de que continuara y de nuevo se dirigió hacia el despacho de los inspectores.
—Coja su sombrero, Torrence…
—¿Vamos lejos?
—A Montmartre… A la calle Lepic para hablar con mayor exactitud.
Le enseñó las fotografías al inspector.
—¿Lo hizo afeitar?
—Sí, esta mañana… Acabo de recibir ahora la visita de un anciano capitán, tiene ochenta y cinco años y me ha dicho que lo reconoce perfectamente a pesar de que hace unos veinte años que no lo ha visto…
—¿Y quién es?
—Un ebanista, al parecer, que tenía su taller en la calle Lepic y que desapareció de la noche a la mañana…
—¿Y hace veinte años de eso?
—Sí.
—¿Tenía familia?
—Al parecer mujer y una niña…
—¿Y también han desaparecido?
—No. Siguieron viviendo en el mismo barrio unos cuantos años más…
Cogieron uno de los pequeños coches negros de la P. J. y se dirigieron hacia la calle Lepic, llena de carritos de verduras y fruta.
El 65 bis está en lo alto de la calle, a la izquierda.
—Trate de aparcar el coche por aquí y luego venga. Probablemente me encontrará en la portería.
La portera era todavía joven y guapa. Se quedó observando al comisario a través de la puerta encristalada de la portería.
Maigret llamó y ella le abrió.
—¿Qué desea?
—Soy el comisario Maigret, de la Policía Judicial…
—¿Viene a preguntar por alguno de mis inquilinos? —preguntó extrañada.
—Vengo a preguntar por alguien que había sido su inquilino…
—Ya veo que no me equivoqué…
—¿Qué quiere usted decir?
—A ver, cuando vi la foto en el periódico, de repente pensé en el señor Vivien… Incluso se lo dije a la lechera pero recuerdo que comenté:
«—No es posible que sea él… Un chico tan trabajador… No puedo llegar a creer que acabara convertido en un mendigo…».
Maigret le estaba enseñando las últimas fotografías que se le habían hecho al muerto, cuando entró Torrence.
—Uno de mis inspectores… Mire bien esas fotos…
—¡Oh! No necesito mirar más… Es él… Lo que ayer me hacía dudar un poco era el bigote y la perilla… Por lo que veo, usted lo ha hecho afeitar…
Luego añadió, sin dejar de mirar las fotos:
—Es que no me lo explico…
—¿Recuerda usted bien de qué modo se marchó de aquí? ¿Se despidió? ¿Devolvió a los clientes los muebles en los que aún estaba trabajando?
—Nada de eso… No volvió, simplemente nadie del barrio lo volvió a ver nunca más…
—¿No dieron parte de su desaparición a la policía?
—No sé si su mujer lo hizo… Venía muy pocas veces a verle en el transcurso del día… En cambio su hija lo visitaba casi a diario… Siempre venía a darle un beso al pasar por aquí… Vivían bastante cerca, en la calle Caulaincourt, no sé en que número, sólo sé que era al lado de una tintorería…
—¿Ha vuelto usted a ver a la mujer de Vivien?
—Sí, muchas veces, junto a los carritos de la calle… Continúa comprando en la calle Lepic… Tiene los cabellos grises y adelgazó mucho, y eso que de joven más bien era metidita en carnes…
—¿Le dijo algo?
—Se me quedó mirando, pero no creo que llegara a reconocerme…
—¿Hace mucho tiempo que la vio usted por última vez?
—Varios meses… Quizá un año…
—¿Y a la chica? Ahora debe de tener veintiocho años…
—No sé quien me dijo que estaba casada y que ya tenía hijos y todo…
—¿Vive en Montmartre?
—Al parecer sí. Pero no sé dónde.
—¿Podría echar una ojeada a lo que había sido el taller?
—Siga recto y empuje la puerta del patio. Ya verá al señor Benoit, el cerrajero, trabajando…
Benoit era un hombre de unos treinta años, muy amable.
—¿Qué desea, señor?
Maigret le dijo quien era.
—Supongo que viene usted a hablarme de ese hombre que acabó logrando que le metieran tres balas en el pecho, ¿verdad…? Hablaban de eso esta mañana en el bar donde voy cada mañana a tomarme una copa.
—¿Lo conocía usted?
—No. Yo tenía diez años cuando se fue de aquí… Primero fue un tapicero quien cogió eso, estuvo aquí unos quince años. Pero como ya no era joven decidió ir a terminar sus días al campo. Fue entonces cuando yo alquilé el taller…
—¿No vino nunca nadie a preguntarle algo sobre Marcel Vivien?
—No, nadie… Pero, desde ayer, los viejos de la calle hablan continuamente de él… Esta mañana, mientras me tomaba el café y los croissants, todo el mundo hablaba de él… Los viejos y las personas ya mayores aún lo recuerdan y no comprenden qué pudo pasar para que se convirtiera en un mendigo… Al parecer era un tipo guapo, alto y fuerte, que tenía un buen oficio y que se ganaba muy bien la vida… Y de repente, de la noche a la mañana, desapareció sin decir nada a nadie…
—¿Ni siquiera a su mujer?
—Al decir de la gente parece que no… No sé si será verdad… Yo sólo le digo lo que he oído… Pasaron varios días, al menos una semana, después de su desaparición, antes de que la mujer viniera a preguntar nada aquí… Eso es todo cuanto sé, pero si quiere oír hablar de él, vaya al bar de la esquina, es el tema del día…
—Gracias…
Volvió a la calle Lepic en compañía de Torrence. La identidad del muerto de las Halles se aclaraba por momentos. Ambos entraron en el bar. En seguida se notaba que en la barra, que todavía era un mostrador del estilo antiguo, sólo había clientes de la casa.
—¿Qué desean tomar?
—Una cerveza.
—Para mí lo mismo —dijo Torrence.
Reinaba un buen olor a verduras y fruta procedente de los carritos que había alineados junto a la acera.
El dueño les sirvió lo que habían pedido.
—¿Usted no será el comisario Maigret por casualidad?
—Sí, soy yo.
—Supongo que está por aquí por lo de ese hombre muerto del que los periódicos han publicado la foto, ¿verdad…?
Ahora todo el mundo se los había quedado mirando, sólo faltaba saber quién sería el primero que empezaría a hablar.
* * *
Fue un hombre muy fuerte, de enormes brazos, que llevaba un delantal manchado de sangre, un carnicero sin duda, el que habló primero.
—A lo mejor se marchó con alguna jovencita y cuando ella lo abandonó no tuvo el valor de rehacer su vida. Yo tuve un dependiente durante diez años. Era el tipo más tranquilo del mundo. Pues bien, una mañana se me fue sin decir nada. Se marchó con una chica de dieciocho años. Él tenía cuarenta y cinco. Dos años después supe que andaba mendigando por Estrasburgo…
Los otros aprobaban moviendo la cabeza. Era el bar típico de un barrio populoso. La mayoría de los que estaban allí eran artesanos, pequeños comerciantes, también había algunos jubilados que a media mañana iban a tomarse una copita.
—¿Alguien lo volvió a ver después de su desaparición?
Se quedaron mirándose unos a otros. Un tipo delgaducho con un delantal de cuero tradujo el pensar general.
—No iba a ser tan tonto de volver por este barrio.
—¿Conocen ustedes a su mujer?
—No. No sé ni dónde vivía. Sólo lo veía aquí cuando venía a beberse su café… No era un tipo hablador…
—¿Quiere usted decir que era orgulloso?
—No precisamente, pero no le gustaba hablar.
Maigret empezó a beberse su cerveza. Era el primer vaso del día. Los contaba. Cuando volviera a ver a Pardon, le podría citar hasta cifras, y lo haría con legítimo orgullo. En cambio en la cuestión del tabaco ya no era lo mismo, seguía fumando una pipa tras otra. Al fin y al cabo no era cuestión de dejarse suprimir todos los placeres bajo el pretexto de que estaba a punto de cumplir los cincuenta y cinco años.
—Bueno, yo creo que lo vi un día en la calle de la Cossonerie, tenía el pelo blanco e iba vestido como un mendigo. Me dije que no podía ser él y continué mi camino…
El que había hablado era un viejecito que tomaba un aperitivo de una marca que había estado de moda hacía cuarenta años y que actualmente ya nadie pedía.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—No sé, tal vez tres meses… Hará más porque recuerdo que la primavera llegó tardía y aún no había empezado…
—Gracias, señores.
—De nada, comisario. A mandar. Espero que pronto podrá echarle la mano a ese crápula que le disparó a Vivien…
Empezaron a andar en dirección a la calle Caulaincourt. ¿Podría resultar, tal vez, interrogar a todas las porteras para ver si lograban encontrar a la mujer de Vivien, eso suponiendo que siguiera viviendo en el barrio?
Maigret no se vio con ánimos de hacerlo, y menos con aquel calor; se fue directamente a la comisaría de la calle Lambert.
Tiempo atrás había conocido a un hombre que había desaparecido en las mismas condiciones que el ebanista, pero resultaba difícil saber si en ese caso sería por las mismas razones.
Era un industrial de París, rico y aparentemente sin problemas. Tenía algo más de cincuenta años, mujer y dos hijos, uno de ellos ya con veintiún años estudiaba en la universidad. La chica era la pequeña, tenía tres años menos que su hermano y nada malo se decía de ella.
Una mañana, el hombre salió a la misma hora de siempre de su casa para ir a su oficina de Levallois. Conducía él mismo su coche. Pasarían bastantes años antes de que se volviera a saber de él.
Encontraron el coche no lejos de la calle Temple. Nadie le conocía ninguna amante. Su médico aseguró que no padecía ninguna enfermedad seria y que todavía podía vivir muchos años.
La policía empezó a buscar por todas partes menos donde estaba. En efecto, de la noche a la mañana, había decidido convertirse en un mendigo. Vendió su traje en una tienda de prendas usadas de la calle Blancs-Manteaux y se compró unos auténticos harapos. A partir de aquel momento dejó de afeitarse.
Tres años más tarde, uno de sus proveedores le reconoció en Niza, a pesar de que el hombre llevaba una espesa barba. Vendía periódicos en las terrazas de los cafés. El proveedor creyó que su deber era llamar a la policía y avisar a la mujer. Pero cuando empezaron a buscar por toda la ciudad no lo encontraron. Maigret pensaba a menudo en él.
—Señora, es mejor que cese en su búsqueda… Ya tiene la prueba de que está vivo y de que goza de buena salud… Simplemente ha escogido la vida que más le gusta…
—¿Me va usted a decir que se ha convertido en un mendigo por su gusto…?
La señora no había comprendido. Pero al menos aquél se había quedado con el carnet de identidad y habían podido avisar a su familia cuando murió, quince años más tarde, en un viejo barrio de Marsella…
—Buenos días, Dubois —dijo Maigret al agente que estaba de guardia detrás del mostrador.
Por milagro, o debido a la estación, la comisaría de policía estaba vacía.
—El jefe acaba de salir, pero no tardará en volver.
—No lo he venido a ver a él. Sólo quisiera que consultaras el registro y que me dijeras si una tal señora Marcel Vivien vive aún en este barrio…
—¿No sabe usted cuál fue su último domicilio?
—Sí, calle Caulaincourt, pero no sé el número.
—¿Es reciente?
—No. Era su dirección hace veinticinco años…
El agente abrió unos enormes libros de tapas negras y empezó a recorrer con el índice algunas páginas.
Al cabo de un cuarto de hora ya la había encontrado.
—¿Se llama Gabrielle de nombre?
—Sí.
—Pues sigue inscrita en el 67 de la calle Caulaincourt…
—Gracias Dubois… Me ha evitado una hora, al menos, de ir de puerta en puerta, la calle Caulaincourt es larga…
Los dos hombres cogieron el coche, aunque sólo tenían que recorrer unos trescientos metros. El 67 estaba casi a la altura de la plaza Constantin-Pecqueur.
—¿Le acompaño?
—Quizá será mejor que vaya solo. Si vamos dos, es posible que la asustáramos…
—Le espero en casa Maniere…
La famosa cervecería quedaba a dos pasos de allí. Maigret llamó a la puerta de la portería, una mujer joven estaba colocando fruta en un plato.
—Pase…
Maigret empujó la puerta.
—¿En qué puedo servirle?
—Quisiera que me dijera si la señora Vivien vive aún aquí.
—Sí, en el cuarto.
—¿Es el mismo piso que ocupaba con su marido?
—Yo todavía no era portera entonces. Era demasiado joven aún. Pero creo que cambió de rellano para poder tener un piso más pequeño: sólo tiene dos habitaciones y una cocina que da al patio…
—¿Sabe usted si está en casa?
—Es muy posible que sí. Sale muy pronto por la mañana para ir a la compra y ya no sale más. Y eso no lo hace ni siquiera cada día.
Había un ascensor estrecho, el comisario se encaminó hacia él. La portera le alcanzó a tiempo y le dijo:
—Es la puerta de la izquierda…
—Gracias…
Maigret estaba más impaciente que nunca. Tenía la impresión de que estaba llegando al final, le parecía que al cabo de pocos minutos iba a saberlo todo sobre el hombre del callejón del Vieux-Four.
Apretó el timbre y oyó cómo resonaba dentro. La puerta no tardó en abrirse y una mujer de cierta edad, de rasgos duros, se lo quedó mirando mientras fruncía las cejas.
—¿La señora Vivien?
—¿Qué desea de mí? ¿Es usted periodista?
—No. Soy el comisario Maigret de la P. J. y creo que debía ser usted una de las personas que me llamó ayer.
No contestó ni sí ni no, ni le dijo que pasara. Ambos se miraban sin tomar ninguna decisión, el comisario al fin se decidió a empujar la puerta y a entrar en el vestíbulo.
—No tengo nada que decir —dijo con aires de haber tomado una decisión definitiva.
—Sólo le pediré que conteste usted a algunas preguntas.
Había una puerta abierta, daba a un saloncito que parecía el taller de una modista. La máquina de coser estaba colocada sobre una mesa pequeña, y sobre la grande había un montón de vestidos inacabados.
—¿Trabaja usted de modista?
—Cada uno se gana la vida como puede.
Las sillas estaban tan llenas como la mesa, y Maigret tuvo que permanecer de pie. Su interlocutora tampoco se sentó.
Lo que llamaba la atención de aquella mujer era la dureza de la mirada y toda la rigidez del cuerpo. Se notaba que había sufrido mucho y que se había quedado como petrificada, replegada sobre sí misma.
Debía de haber sido muy guapa y haber vestido bien, pero ya no se preocupaba de su aspecto.
—Dos personas, dos mujeres, me llamaron ayer para preguntarme la misma cosa, y las dos colgaron inmediatamente como si no quisieran ser identificadas. Supongo que la otra debía de ser su hija…
La mujer no contestó nada.
—¿Está casada su hija? ¿Tiene hijos?
—¿Y eso a usted qué le importa? ¿No nos pueden dejar en paz? Si eso continúa así empezarán a llegar los periodistas seguidos de los fotógrafos, etcétera.
—Le prometo que no les daré su dirección.
Se encogió de hombros con resignación.
—Su marido ha sido identificado por varias personas. No hay duda alguna. ¿Sabía usted en lo que se había convertido?
—No.
—¿Qué le dijo cuando se marchó hará unos veinte años?
—Nada.
—¿No notó usted ninguna cosa extraña en su actitud durante los últimos tiempos?
Tuvo la impresión de que le había sacudido un ligero temblor, pero no estaba seguro.
—No, se comportaba como siempre.
—¿Estaba usted en buenas relaciones con él?
—Era su mujer.
—A veces marido y mujer discuten continuamente y se hacen la vida difícil.
—Éste no era nuestro caso.
—¿Por la noche salía a veces solo?
—No. Cuando salía yo le acompañaba.
—¿Adónde iban?
—Al cine. O paseábamos por el barrio…
—Los días que precedieron a su partida, ¿parecía preocupado?
—No.
Maigret tenía la impresión de que contestaba muchas veces con monosílabos porque mentía.
—¿Venían a visitarles algunos amigos?
—No.
—¿Y familiares?
—Ninguno de los dos tenía parientes en París.
—¿Dónde lo conoció usted?
—En la tienda donde trabajaba.
Aquella mujer tenía la cara pálida y mate como las personas que viven siempre encerradas, y su cuerpo había perdido toda ligereza.
—Eso es todo.
—¿Tiene usted alguna fotografía de él?
—No.
—Pues veo una encima de la chimenea.
El hombre de la fotografía era un Marcel Vivien joven, de buen humor y casi sonriente.
—Esta fotografía no va a salir de ahí.
—Se la devolveré tan pronto como se haya hecho una reproducción.
—He dicho que no… No me quite lo único que me queda…
La mujer dio un paso hacia la puerta.
—¿Me puede dar la dirección de su hija?
—¿Dónde ha encontrado la mía?
—En la comisaría de policía.
Estuvo a punto de decirle que fuera a buscarla al mismo sitio donde le habían dado la suya, pero se limitó a encogerse de hombros.
—Cuando él se marchó, la niña apenas tenía ocho años…
—¿Está casada, verdad?
Sobre la chimenea había también las fotografías de dos niños de unos seis y cuatro años respectivamente.
—Sí, está casada. Ahora se llama Odette Delaveau y vive en el 12 de la calle Marcadet. Y ahora le agradecería que me dejara. Tengo a una cliente que tiene que venir a probar a primera hora de la tarde y aún no tengo el vestido listo para la prueba…
—Gracias —dijo Maigret no sin cierta ironía.
—De nada.
Maigret habría deseado hacerle muchas más preguntas pero se daba cuenta de que sería inútil. Necesitaría mucho más tiempo del que ahora disponía para domarla, eso suponiendo que lograra amansarla algún día.
Encontró a Torrence en la terraza de casa Maniere.
—¿Un doble? —le preguntó el inspector.
Maigret se dejó tentar. Era el segundo.
—¿Cómo es la mujer?
—Terca.
La odiaba un poco porque le había hecho las cosas más difíciles con su mutismo, pero, en el fondo, la comprendía.
¿Reclamaría el cuerpo de su marido para hacerle un entierro normal? ¿Había pensado en ello antes de que él la encontrara en la calle Caulaincourt?
Se habría dicho que Torrence había adivinado sus pensamientos pues en aquel momento decía por lo bajo:
—Bueno, habrá que enterrarle…
—Sí…
—Y los periodistas y los fotógrafos estarán ahí…
—Llévame a la calle Marcadet, al número 12.
—Está aquí mismo.
—Ya lo sé. En Montmartre todo queda a dos pasos…
Era uno de los barrios de París donde las personas vivían más tiempo en el mismo piso. Había algunos que no iban nunca al centro de la ciudad.
—¿Vamos a casa de la hija?
—Sí…
La casa era muy parecida a la de la calle Caulaincourt, pero era un poco más nueva y el ascensor más grande.
—¿Sube solo?
—Sí… No creo que me entretenga mucho tiempo… A juzgar por el recibimiento que me ha hecho su madre…
Se informó del piso por la portera. Ésta era muy vieja.
—Segundo a la derecha… Ha entrado con los niños hará cosa de un cuarto de hora…
—¿Su marido viene a la hora de comer?
—No. No tendría tiempo. Tiene un cargo importante. Es jefe de sección en el Bon Marché…
Maigret subió hasta el segundo y llamó a la puerta de la derecha, se oían voces de críos. El piso era claro y a esta hora estaba lleno de sol.
La mujer joven que le había abierto la puerta se lo quedó mirando con desconfianza.
—¿Es usted el comisario Maigret?
—Sí.
—¿Quién le ha dado mi dirección?
—Su madre, a la que acabo de dejar ahora mismo.
—¿Ha querido recibirle?
—Sí… No creo que tenga nada que temer, ¿no?
—No tiene nada que temer, desde luego, pero detesta que le hablen del pasado.
—Pero aún así sigue conservando una fotografía del padre de usted sobre la chimenea.
Los dos niños estaban de rodillas por el suelo y jugaban con un tren eléctrico.
—Lo que no entiendo es por qué colgó usted el teléfono sabiendo que yo tenía que hacerle más preguntas.
—No tengo ganas de que la gente me señale con el dedo cuando voy por la calle.
—¿Qué cree la gente, pues?
—Que mi padre murió hace veinte años y que mi madre es viuda.
—Supongo que su madre irá a reconocer el cuerpo y que querrá hacerle un entierro normal, ¿no?
—No había pensado en esto.
—¿Las dos iban a permitir que fuera a parar a la fosa común?
—Le repito que no había pensado en eso.
—¿Se acuerda usted bien de su padre?
—Sí, muy bien. No olvide que yo tenía ocho años ya cuando se marchó.
—¿Qué tipo de hombre era?
—Un hombre muy guapo, muy fuerte y casi siempre alegre. A menudo me llevaba a pasear a mí sola con él. Entonces me compraba helados y me dejaba hacer todo lo que quería.
—¿Y su madre?
—Mamá era más severa. Siempre tenía miedo de que me ensuciara…
—¿Cómo supo usted que su padre no volvería? ¿Les mandó alguna carta?
—Si lo hizo, mamá nunca me habló de ello… No creo que escribiera… No sabíamos nada… Mi madre se pasaba el tiempo espiándole, iba todos los días al taller de la calle Lepic a ver si estaba…
—¿No notó usted nada raro durante los últimos tiempos?
—No. ¿Mamá no le ha dicho nada?
—Sólo me ha contestado con monosílabos. ¿Cree usted que tiene algo que decir?
—Pues no lo sé.
—Ahora que ya no es usted una chiquilla puedo preguntarle perfectamente si oyó usted hablar alguna vez de alguna amante.
La chica enrojeció.
—Es curioso. Yo también pensé en esto… Pero, dado el tipo de vida que llevaba no parece probable… O no nos habría dejado por una mujer o si lo hubiera hecho lo haría abiertamente…
—¿Tenía amigos?
—Yo no le conocía ninguno. A casa no venía nunca nadie. Y tampoco era hombre de ir a jugar por la noche a las cartas a algún café…
—¿Su madre y su padre no discutían nunca?
—Nunca les vi disputar…
—¿No tiene usted ni la más mínima idea del por qué se convirtió en un mendigo?
—Ninguna. Y hasta ayer nunca habría creído en una cosa igual.
—¿Era católico?
—No. No tenía ninguna religión y tampoco me inculcó ninguna a mí. No estaba en contra tampoco. Simplemente era un indiferente.
—¿Y usted también?
—Sí.
—¿Y su madre?
—En su juventud, era muy religiosa, pero ya no lo era cuando se casó. Sin embargo aun así se casaron por la iglesia, posiblemente por seguir la tradición…
—¿Va usted a menudo a ver a su madre?
—No. Es ella quien viene aquí, casi todos los domingos, a ver a los niños.
—¿Les trae caramelos?
—No es de este tipo.
—¿Trata de jugar con ellos?
—No. Se queda sentada en la silla, muy tiesa, no quiere sentarse nunca en un sillón, se queda quieta viéndoles jugar. Mi marido y yo solemos aprovechar sus visitas para ir al cine…
—Muchas gracias. ¿No tiene nada más que decirme?
—No. Quisiera evitar a los periodistas y a los fotógrafos…
—Haré todo lo posible, pero cuando su madre vaya a reconocer el cadáver será difícil impedir que los periódicos hablen de ello…
—Haga todo lo posible, por favor.
En el momento en que Maigret ponía la mano en el pomo de la puerta la señora dijo:
—¿Se puede ir a verle?
—Sí…
—Me gustaría ir.
La hija no hacía como la madre, había perdido toda su rigidez. Posiblemente había sido una de esas niñas que adoran a su padre.