Capítulo primero

Sólo eran las nueve de la mañana, pero ya hacía calor. Maigret se había quitado la chaqueta y estaba ojeando perezosamente el correo. De vez en cuando echaba una mirada a través de la ventana; las hojas de los árboles del Quai des Orfèvres ni se movían, el Sena estaba llano y liso como si fuera de seda.

Era el mes de agosto. Lucas, Lapointe y gran parte de los inspectores estaban de vacaciones. Janvier y Torrence las habían hecho en julio y Maigret contaba con pasar una buena parte de septiembre en su casa de Meung-sur-Loire, un lugar que resultaba tan tranquilo como una casa rectoral.

Desde hacía casi una semana, cada día, al empezar la tarde, se producía un corto pero intenso vendaval y una lluvia espesa obligaba a los transeúntes a guarecerse junto a las casas. Aquello ponía fin a aquel intenso calor, y el aire de la noche por lo menos resultaba fresco.

París estaba vacío. Ni los ruidos de la calle eran los normales, de vez en cuando se producían silencios.

Los autocares de todos los colores y de todas las nacionalidades invariablemente se paraban en los mismos lugares para descargar su carga a tope de turistas: Notre-Dame, el Louvre, la plaza de la Concordia, l’Étoile, el Sacré-Coeur e inevitablemente, claro, la torre Eiffel.

Si uno se paseaba por la calle, de repente se sorprendía al oír hablar francés.

El jefe supremo de la P. J. estaba de vacaciones también, de manera que no había que soportar la carga del informe diario. El correo era escaso y los delitos más frecuentes eran los robos.

El timbre del teléfono arrancó al comisario de su letargo. Descolgó.

—El comisario del distrito quiere hablar personalmente con usted. ¿Le paso la comunicación?

—Sí, pásemela.

Maigret le conocía muy bien. Era un hombre muy meticuloso y presumido, algo estirado y muy culto, durante muchos años había sido abogado, luego había ingresado en la policía.

—¡Oiga!… ¿Ascan?…

—¿Le molesto llamándole a esta hora?

—Nada de eso, me sobra tiempo…

—Le llamo porque creo que el caso que me ha caído encima esta mañana es de su incumbencia…

—¿De qué se trata?

—De un asesinato… Pero no de un asesinato como los demás… Sería demasiado largo de explicar… ¿Cuándo estará usted libre?

—Ahora mismo.

—Perdone que lo cite en mi despacho, pero el suceso ha tenido lugar en un sitio casi desconocido, junto a las Halles…

Era el año 1965, las Halles de París todavía no habían sido trasladadas a Rungis.

—Estaré en la comisaría dentro de pocos minutos.

Se daba el gustazo de hablar con cierta desgana, como un hombre al que se le está estorbando en su tarea, pero en realidad no le molestaba nada salir un poco de la rutina de aquellos últimos días. Entró en el despacho de los inspectores. Normalmente se habría llevado a Janvier con él, pero necesitaba que un hombre de toda su confianza y con iniciativa se quedara en el Quai des Orfèvres durante su ausencia.

—Venga conmigo, Torrence… Coja uno de los coches del patio…

La comisaría del distrito I no quedaba lejos, en la calle de Prouvaires. Maigret entró inmediatamente en el despacho del comisario Ascan.

—Va a ver uno de los espectáculos más chocantes que haya podido ver en su vida. No le quiero decir nada por adelantado. Torrence, es mejor que deje el coche ahí… Está aquí mismo…

Dieron la vuelta a las Halles, el olor, con aquel tiempo tan tórrido era muy fuerte, ni siquiera en el mes de agosto disminuía la actividad del mercado. Andaban por una serie de estrechas callejas bordeadas de tiendas y de meublés más o menos sospechosos. Vieron a algunos pordioseros y a una mendiga completamente borracha que se apoyaba en la pared para no caerse.

—Por aquí…

Llegaron a la calle de la Grande-Truanderie y Ascan se metió en una calleja tan estrecha que un camión no habría podido pasar por allí.

—El callejón del Vieux-Four —dijo Ascan.

Sólo había unas diez casas viejas y, en medio, el hueco que había dejado la demolición de una de ellas. Las otras estaban destinadas a acabar igual, ya habían sido desalojadas por los vecinos.

En algunas habían tenido que levantar unos postes para impedir la caída de los muros.

La casa ante la que se paró el comisario de policía no tenía cristales y muchas de las ventanas no tenían ni el marco de madera. La puerta de entrada había sido reemplazada por tablas. Ascan retiró dos de ellas, habían sido desclavadas, inmediatamente se encontraron en un largo corredor.

—¡Cuidado con los peldaños! Faltan algunos y los que quedan no son excesivamente sólidos…

Se notaba olor a polvo, a podrido, y por añadidura llegaba también hasta allí el fuerte olor de las Halles.

Subieron dos pisos. Un chiquillo de unos doce años estaba sentado, apoyado contra el viejo muro; se levantó de repente, con los ojos brillantes, cuando vio adelantarse a los tres hombres.

—Usted es el comisario Maigret, ¿verdad?

—Sí.

—Si alguien me hubiera asegurado que algún día le vería en carne y hueso, no lo habría creído… Tengo pegadas en un cuaderno todas las fotografías que se publican de usted en los periódicos…

Ascan aclaró:

—Es el joven Nicolier… Tu nombre es Jean, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Su padre es carnicero, tiene la tienda en la calle Saint-Denis. Es el único del barrio que no ha cerrado en este mes de agosto… Explícate, Jean…

—Todo ha ocurrido como le he dicho… La mayoría de mis compañeros están en la playa, de vacaciones… Y como yo no puedo jugar solo, ando por ahí… Busco lugares que no conozco y hay muchos, aunque he nacido en este barrio, que me son desconocidos, siempre encuentro cosas nuevas… Esta mañana me he fijado en esta casa… He tratado de mover las planchas que cerraban la puerta de entrada y como no estaban claveteadas lo he conseguido… He entrado y he gritado:

»—¿No hay nadie aquí?…

»Y el eco me ha devuelto mi voz. Yo no buscaba nada. Simplemente exploraba. Entonces empujé esta puerta medio rota que ve usted a su derecha y fue ahí donde descubrí al hombre… Bajé corriendo la escalera y llegué casi sin aliento a la comisaría…

»—¿Tengo que volver a entrar todavía en esta habitación?

—No creo que sea preciso…

—¿Me quedo aquí?

—Sí…

Fue Maigret quien empujó la puerta; valía más para leña que para otra cosa, estaba completamente podrida. Se quedó parado en el umbral, y entonces comprendió por qué el comisario de policía le había querido dar la sorpresa.

La habitación era muy grande y los cristales habían sido reemplazados, en ambas ventanas, por cartón y grueso papel. El suelo, irregular, con agujeros de varios centímetros entre las tablas, estaba lleno de una serie inverosímil de objetos, la mayoría de ellos rotos y completamente inservibles.

Lo que primero llamaba la atención era ver sobre una vieja cama de hierro, provista sólo de un jergón, a un hombre completamente vestido que evidentemente estaba muerto. Tenía el pecho cubierto de sangre cuajada, pero la expresión de su rostro era de serenidad.

El traje era el usual en un pordiosero y contrastaba mucho con la cara y las manos del muerto. Era viejo y tenía largos cabellos plateados con reflejos azulados. Los ojos también eran azules, su fijeza molestaba, Maigret decidió cerrárselos.

Llevaba un bigote blanco con las puntas ligeramente levantadas hacia arriba y una perilla blanca a lo Richelieu.

Aparte de esto estaba recién afeitado, Maigret recibió una nueva sorpresa al descubrir que las uñas del muerto estaban cuidadosamente arregladas.

—Parece un viejo actor interpretando el papel de un mendigo —murmuró Maigret para sí—. ¿Llevaba algún papel encima?

—Nada. Ni siquiera el carnet de identidad. Ninguna carta. Mis inspectores, que conocen bien el barrio, han venido a verle y ninguno lo ha reconocido. Sólo a uno le ha parecido haberlo visto a veces revolviendo en los cubos de basura…

El hombre era muy alto y de una fortaleza excepcional. El pantalón le quedaba muy corto, tenía un agujero en la rodilla izquierda y en el suelo había una vieja chaqueta, un auténtico harapo, cubierta de polvo.

—¿Ya ha venido el forense?

—Todavía no. Le estoy esperando de un momento a otro… He querido que viniera usted antes de que nadie tocara nada…

—Torrence… Llame desde el primer bar que encuentre y diga que vengan lo antes posible los hombres de la Identidad Judicial… Diga también que avisen a los de la Fiscalía…

Aquella cara que se destacaba sobre la vieja cama de hierro continuaba fascinándole. El bigote y la barba estaban muy bien cortados, seguro que se los habían arreglado la víspera, a lo más tardar. Con aquellas manos tan cuidadas y las uñas incluso con la manicura, resultaba difícil imaginarle revolviendo en los cubos de basura.

Pero el hombre debía hacer mucho tiempo que lo hacía porque la habitación estaba repleta de los objetos más inverosímiles. Casi todos estaban rotos. Un viejo molinillo de café, algunos jarros esmaltados, viejos y llenos de agujeros, cubos abollados o agujereados, un quinqué de petróleo sin mecha y sin petróleo y un par de zapatos desaparejados, era lo primero que saltaba a la vista.

—Tendré que decir que hagan un inventario de todo esto…

Había un lavabo, pero Maigret trató en vano de abrir el grifo. Tal y como pensaba, el agua estaba cortada. Y lo mismo ocurría con el gas y la electricidad, como hacen siempre en todas las casas que van a ser demolidas en breve plazo.

¿Cuánto tiempo llevaría viviendo allí aquel hombre? El suficiente para haber conseguido reunir todos aquellos trastos. No se podía preguntar nada ni a la portera ni a los vecinos, porque no los había. El comisario de policía se dirigió hacia el rellano y le preguntó al joven Nicolier:

—¿Quieres sernos útil? Baja a la calle y cuando lleguen unos señores hazlos subir aquí, no tardarán.

—Sí, señor…

—No te olvides de indicarles los sitios donde no hay escalones.

Maigret iba y venía, tocaba algunos objetos, descubrió un trozo de vela y una caja de cerillas. La vela estaba pegada al fondo de una taza resquebrajada.

Era la primera vez en toda su carrera que se encontraba con semejante espectáculo, y no salía de su asombro.

—¿Cómo lo han matado?

—Con varias balas disparadas al pecho y también al vientre.

—¿Calibre grande?

—Mediano… Probablemente del 32…

—¿No tiene nada en los bolsillos de la chaqueta?

A Maigret no le costaba nada imaginar el asco con que el comisario de policía, tan elegante y delicado, habría registrado aquellos mugrientos harapos.

—Un botón, trozos de cordel, un mendrugo de pan…

—De dinero, ¿nada?

—Dos monedas de veinticinco céntimos…

—¿Y en los bolsillos del pantalón?

—Un trapo sucio que le debía servir de pañuelo y algunas colillas dentro de una caja de pastillas para la tos.

—De cartera, ¿nada?

—No…

Incluso los mendigos de los Quais, los que duermen bajo los puentes, suelen tener papeles en los bolsillos, aunque sólo sea un simple carnet de identidad.

Torrence, que acababa de llegar, no estaba menos asombrado que Maigret.

—Vendrán en seguida…

En efecto, Moers y los hombres de la Identidad Judicial estaban subiendo la escalera precedidos por el joven Nicolier. Se quedaron mirando a su alrededor con estupor.

—¿Se trata de un crimen?

—Sí… No puede ser un suicidio porque no hay armas en la habitación.

—¿Por dónde empezamos?

—Por las huellas digitales, lo primero que interesa es identificarle…

—Es una pena estropear unas manos tan bien cuidadas…

Sin embargo, a pesar de ello, tomaron las huellas.

—¿Tomamos fotografías?

—Claro…

—Es muy guapo este tipo aún, y parece incluso de buena casa…

Ahora se oían los prudentes pasos del sustituto del juez de instrucción Cassure y del escribano. Los tres se quedaron mirando asombrados el espectáculo que ofrecía la habitación.

—¿Cuándo lo mataron? —preguntó el sustituto.

—No tardaremos en saberlo, aquí llega el doctor Lagodinec.

El médico era joven y muy activo. Estrechó la mano a Maigret, saludó a los demás y se dirigió hacia la cama tambaleante, seguramente la debía haber encontrado abandonada en plena calle o en algún solar.

—¿Lo han podido identificar?

—No…

Todos miraban el suelo con inquietud, ahora que eran tantos en el piso, el suelo crujía de tal forma que muy bien podía hundirse de un momento a otro.

—Me parece que nos estamos arriesgando a encontrarnos de repente en el piso de abajo… —dijo el joven médico.

Esperó a que hubieran acabado de tomar las fotos para acercarse al cuerpo y empezar a examinarlo. Le desnudó el pecho y se vieron en seguida los agujeros negros que habían hecho las balas.

—Le tiraron tres veces a menos de un metro de distancia. El asesino ha apuntado con sumo cuidado, es muy posible que la víctima estuviera durmiendo… De otro modo las balas no habrían quedado tan bien agrupadas…

—¿La muerte ha sido instantánea?

—Sí. Le han alcanzado de pleno en el ventrículo izquierdo…

—¿Cree usted que los proyectiles han atravesado el cuerpo?

—Se lo diré cuando le haya dado la vuelta…

Uno de los dos fotógrafos le ayudó a hacerlo. Sólo una de las balas había atravesado el pecho del extraño mendigo; posiblemente iban a encontrarla metida en el jergón.

—¿Hay agua en esa habitación?

—No. Está cortada.

—Me estoy preguntando dónde debía lavarse tan cuidadosamente este hombre. Ese cuerpo está limpísimo…

—¿Puede usted establecer más o menos aproximadamente cuál ha sido la hora de la muerte?

—Sí, entre las diecinueve y las veintitrés… Podré ser algo más preciso cuando haya hecho la autopsia… ¿Lo han identificado ya?

—Todavía no… Vamos a dar su fotografía a los periódicos… ¿Cuándo podremos tener las primeras fotos?

—Dentro de una hora quizá…

El fotógrafo se marchó, los otros peritos empezaron a buscar huellas digitales en todos los objetos.

—Supongo que ya no nos necesita —murmuró el sustituto.

—A mí tampoco, ¿verdad? —añadió el juez Cassure.

Maigret fumaba lentamente su pipa, con aire distraído. Tardó algunos segundos en darse cuenta de que alguien acababa de dirigirle la palabra.

—No. Ya les tendré al corriente…

Y, volviéndose al forense, le preguntó:

—¿Cree usted que estaba borracho?

—Me extrañaría mucho. Lo sabremos por el contenido del estómago. A primera vista yo diría que ese hombre no bebía…

—Un mendigo que no bebe —murmuró el comisario de policía—. Es muy raro.

—¿Y si no fuera un mendigo? —replicó Torrence.

Maigret no decía nada. Se habría dicho que su mirada fotografiaba no sólo los objetos, sino hasta los más insignificantes detalles de aquella habitación. No había transcurrido ni un cuarto de hora, todavía los peritos seguían con su trabajo, cuando la furgoneta del Instituto Médico Legal se paró en el callejón, el joven Nicolier bajó para mostrarles el camino a los dos hombres que llevaban la camilla.

—Ya se lo pueden llevar, sí…

Volvieron a ver de frente su cara de noble caballero y su bien recortada perilla.

—¡Diablo! Cómo pesa el tipo ése —dijo uno de los dos hombres que llevaban la camilla.

Tuvieron verdaderos trabajos para bajar la escalera con la carga, sobre todo en los lugares donde faltaban los escalones.

Maigret llamó al muchacho.

—Dime, muchacho, ¿hay en este barrio alguna escuela de peluquería?

—Sí, señor Maigret. En la calle Saint-Denis, tres casas más abajo de nuestra carnicería…

Hacía más de diez años que Maigret no había tenido que entrar en una de aquellas escuelas de peluquería, una vez había tenido que entrar en busca de un criminal. Sin duda en París debía de haber algunas muy lujosas, pero en el barrio de las Halles no se podía esperar encontrar un local de primera categoría.

Posiblemente la de la calle Saint-Denis, como las otras, se servía de los vagabundos y mendigos como material de ensayo para los principiantes. Había entre el personal hombres y mujeres, algunas de las mujeres se preparaban para futuras manicuras.

Pero antes de ir allá, Maigret necesitaba tener las fotografías. De momento solo podía esperar a que terminaran con lo de las huellas digitales.

Dejó que Moers y dos de sus hombres continuaran con su trabajo en la habitación y bajó en compañía de Torrence y del comisario de policía a la calle. Les tranquilizó poder respirar el aire relativamente puro del callejón.

—¿Por qué cree usted que lo habrán matado?

—No tengo la menor idea.

Había un patio al final de la bóveda. Estaba lleno de cajas y de basura. Pero a Maigret le sirvió para encontrar la respuesta a la anterior pregunta del médico. Junto a uno de los muros había una fuente y un cubo en muy buen estado. Maigret empezó a darle a la bomba aspirante, hizo unos cuantos movimientos en el vacío, pero pronto empezó a funcionar y salió el agua en abundancia.

¿Sería allí donde se lavaba el desconocido? El comisario se lo imaginó perfectamente lavándose en aquella fuente con el torso desnudo.

Se despidió del comisario Ascan y se dirigió hacia la calle de la Grande-Truanderie, después se fue hacia las Halles.

Cada vez hacía más calor y aprovechó la ocasión de tener que hacer una llamada para entrar en una taberna que parecía muy limpia y pedir un doble de cerveza. Torrence hizo lo mismo.

—Póngame con Identidad Judicial…

Después preguntó por el inspector Lebel, que era el que se había encargado de examinar las huellas digitales del muerto.

—¿Oiga?… ¿Lebel?… ¿Ha tenido tiempo de ir a ver los Registros?

—Acabo de venir de allí ahora mismo… No hemos encontrado ninguna huella que corresponda a las del desconocido…

Otra anomalía más. La mayoría de los mendigos tienen un día u otro tropiezos con la justicia.

—Gracias… ¿Sabe usted si ya tienen reveladas las fotos?

—Estarán dentro de diez minutos… ¿Diez minutos, Mestral?

—Pongamos un cuarto de hora…

La P. J. no quedaba lejos, en pocos minutos los dos hombres llegaron al Quai des Orfèvres. Maigret subió al laboratorio y tuvo que esperar a que se secaran las fotos. Había dejado a Torrence en el despacho de los inspectores.

Cogió de cada foto tres ejemplares, entró otra vez en la P. J. y encargó al inspector Lourtie que fuera a llevar las fotos a los periódicos, sobre todo a los que tenían edición de la noche.

—Venga, Torrence. Todavía queda una hora antes de la comida, vamos a ir un poco de puerta en puerta.

* * *

Maigret le dio un fajo de fotografías a Torrence.

—Enséñeselas a los tenderos y a los dueños de esos pequeños bares que hay por los alrededores de las Halles. Nos encontraremos junto al coche…

Maigret se dirigió hacia la calle Saint-Denis. Era muy estrecha y continuaba siendo muy ruidosa a pesar de ser época de vacaciones, los moradores de aquel barrio no son de los que suelen frecuentar más las playas precisamente.

El comisario se quedó mirando los números. El primero que tenía en la lista correspondía a un comerciante de granos. A la izquierda del escaparate había un callejón que daba a un patio. A mitad de camino había una escalera, dos placas de esmalte pegadas a la pared, que antes había estado pintada de verde y que ahora tenía un color indefinido, decían:

JOSÉ

Escuela de peluquería y manicura

Una flecha designaba la escalera de al lado con las palabras: «Al Entresuelo».

Debajo, otra placa decía:

VIUDA CORDIER

Flores artificiales

También allí había una flecha para indicar la escalera, pero iba acompañada de las palabras: «Segundo Piso».

Maigret se secó el sudor, subió al entresuelo, empujó una puerta y se encontró en una amplia habitación que dos ventanas pequeñas no lograban iluminar. La escasa luz procedía de dos globos viejos de electricidad que pendían del techo.

Había dos hileras de sillones, para hombres y mujeres indistintamente. Varios chicos y chicas trabajaban bajo las órdenes de unos hombres bastante mayores y un personaje, bajito y delgado, casi calvo y con el bigote teñido de negro los vigilaba a todos.

—Supongo que debe de ser usted el dueño, ¿no?

—Sí, yo soy el señor José.

Lo mismo podía tener sesenta años que setenta y cinco. Maigret maquinalmente se quedó mirando a los hombres y mujeres que estaban sentados en los sillones comprados de ocasión. Uno habría podido creer que estaba en el Ejército de Salvación o bajo los puentes, sólo se veían mendigos y mendigas en cuyas cabezas demostraban su arte los chicos y chicas provistos de peine y tijeras. Resultaba impresionante aquel cuadro, y más con aquella luz. Como hacía tanto calor, las dos ventanas estaban abiertas y se oía el ruido de la calle, lo que todavía daba a aquel ambiente un aspecto más irreal.

Antes de que el señor José empezara a impacientarse, Maigret sacó las fotografías que llevaba en el bolsillo y se las mostró.

—¿Qué tengo que hacer yo con eso?

—Mirarlas… Y después decirme si lo reconoce…

—¿Qué ha hecho? Usted es de la policía, ¿verdad?

No cabía duda de que desconfiaba.

—Comisario Maigret, de la P. J.

Sus palabras no impresionaron demasiado al señor José.

—¿Lo buscan ustedes?

—No. Desgraciadamente lo hemos encontrado ya con tres balas en el pecho.

—¿Dónde ha ocurrido eso?

—En su casa… Por así decirlo… ¿Sabe usted dónde vivía?

—No…

—Se había instalado en una casa que iba a ser demolida… Un chiquillo que tuvo la idea de entrar en la casa, descubrió el cuerpo y dio aviso en la comisaría… ¿Le reconoce usted?

—Sí… Aquí le llamábamos el Aristo…

—¿Venía a menudo?

—Depende… A veces no le veíamos en un mes y otras venía dos o tres veces por semana…

—¿Sabía usted su apellido?

—No.

—¿Y su nombre?

—Tampoco.

—¿No hablaba mucho?

—Nada… Se sentaba en el primer sillón que encontraba, cerraba un poco los ojos y dejaba hacer sin rechistar… Fui yo quien le pedí que se dejara el bigote y la perilla… Vuelve esa moda, y los jóvenes peluqueros tienen que aprender a recortarlos, cosa mucho más difícil de lo que generalmente se cree…

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Tres o cuatro meses.

—¿Antes no llevaba barba?

—No… Tenía un cabello magnífico, con ese pelo se podía hacer cualquier cosa…

—¿Hace mucho tiempo que venía a arreglarse aquí?

—Tres o cuatro años…

—Usted sólo tiene a mendigos como clientes…

—Sí, casi… Todos saben que antes del mediodía les doy cinco francos a cada uno.

—¿A él también?

—Claro.

—¿Conocía ese hombre a alguno de sus clientes?

—Nunca le vi hablar con ninguno de ellos; si alguien le dirigía la palabra, fingía no haberlo oído.

Eran casi las doce del mediodía. Las tijeras cada vez cortaban más rápido. Al cabo de algunos minutos iba a producirse la desbandada, como en la escuela.

—¿Vive usted en este barrio?

—Vivo con mi mujer en el primer piso de esta casa, justamente encima de nuestras cabezas…

—¿Se lo encontró usted alguna vez por las calles del barrio?

—No creo. Si me ocurrió, ni me di cuenta, ésa es la verdad… Perdone, pero es la hora…

Pulsó un timbre eléctrico y se instaló detrás de una especie de caja registradora delante de la cual se formó inmediatamente una cola.

Maigret bajó la escalera lentamente. Después de tantos años de estar en la Policía Judicial y de haber pertenecido a la brigada de calles y estaciones, creía conocer perfectamente toda la fauna de París. Pero la verdad era que nunca se había encontrado con un hombre como aquel tal Aristo.

Se dirigió lentamente hacia el coche que Torrence había dejado aparcado en la esquina de la calle Rambuteau. El inspector llegó casi al mismo tiempo que él secándose el sudor de la frente con el pañuelo.

—¿Ha encontrado algo?

—La panadería de la calle del Cisne donde compraba el pan…

—¿Iba allí todos los días?

—Casi todos. Casi siempre iba cerca del mediodía…

—¿La panadera no sabe nada de él?

—Nada. Apenas si abría la boca para pedir lo que deseaba y nada más.

—¿No compraba nunca nada más que pan?

—No. En la calle Coquillière compraba algunas rodajas de salchichón o unas salchichas cocidas… En la esquina de la calle hay un comerciante de frituras que sobre todo por la noche vende salchichas calientes… A veces, a las tres de la madrugada, compraba una bolsa de patatas fritas y una salchicha… He enseñado las fotos en dos o tres tabernas. Lo veían muy de tarde en tarde y sólo solía tomar una taza de café. No bebía ni vino ni licores…

Aquello cada vez resultaba más extraño. El Aristo, para hablar como el señor José, parecía no tener ningún contacto con los otros seres humanos. Al parecer, por la noche trabajaba en las Halles. Cuando encontraba trabajo descargaba verduras y fruta de los camiones.

—Tengo que llamar al Instituto Médico Legal… —recordó el comisario.

Aquello le permitió beberse su segundo vaso de cerveza de la mañana.

—Póngame con el doctor Lagodinec, por favor…

—Espere, ahora lo llamo… Iba hacia la puerta precisamente…

—¿Oiga?… ¿Lagodinec?… Aquí, Maigret… Supongo que todavía no habrá hecho la autopsia…

—La haré a primera hora de la tarde…

—Me iría bien que no le estropeara la cara… Necesitaré tomar más fotografías…

—No hay inconveniente… ¿Cuándo mandará al fotógrafo?

—Mañana por la mañana, acompañado de un peluquero…

—¿Qué le va a hacer?

—Afeitarle el bigote y la perilla…

Torrence lo dejó frente a su casa, en el bulevar Richard-Lenoir.

—¿Esta tarde tengo que continuar con lo mismo?

—Sí…

—¿Siempre en el mismo barrio?

—Quizá conviniera también recorrer un poco los muelles. Tal vez en cierta época anduvo por allí…

La señora Maigret se dio cuenta en seguida de que su marido estaba preocupado, pero fingió no darse cuenta.

—¿Tienes hambre?

—No demasiada.

Maigret tenía ganas de hablar de lo que había hecho aquella mañana.

—Acabo de encontrarme con uno de los personajes más extraños con que he tropezado en mi vida…

—¿Un criminal?

—No. Una víctima. Un hombre muerto… Vivía en una casa vacía, una casa que desde hace varios años está destinada a derribo… Ocupaba la única habitación que seguía resultando hasta cierto punto habitable, y coleccionaba los objetos más extraños e inútiles que encontraba en los cubos de basura…

—O sea que era un mendigo.

—Sí, pero con aspecto de gran señor…

Le contó la historia de la escuela de peluquería y le enseñó las fotografías a su mujer.

—Claro que resulta bastante difícil hacer conjeturas sobre la foto de un muerto…

—En su barrio debía ser muy conocido, ¿no?

—Nadie sabe su apellido, ni siquiera su nombre. En la escuela de peluquería le llamaban el Aristo… Las fotos aparecerán en los periódicos de la tarde… Me estoy preguntando si algún lector lo podrá reconocer…

Tal y como había dicho, comió sin demasiado apetito. No le gustaba encontrarse perplejo ante un caso.

Y la verdad era que no entendía nada de todo lo que había visto aquella mañana.

A las dos, estaba sentado en su despacho, llenó una pipa y acabó de despachar el correo. Cuando le subieron los periódicos vio que dos de ellos habían reproducido la fotografía en primera página.

«¿Conoce usted a este hombre?»

Rezaban los titulares de uno. El otro periódico ponía:

«Un muerto sin nombre»

Había varios periodistas en el pasillo, Maigret les recibió. Sólo podía decirles que estaba tratando de identificar al hombre del callejón del Vieux-Four.

—¿Y no se habrá suicidado?

—No había ningún arma en la habitación ni en toda la casa.

—¿Se puede ir a sacar fotografías?

—El cuerpo ya no está allí, claro.

—Bueno, pero se pueden sacar fotos de la casa y el lugar.

—Vayan si quieren… Hay un agente de guardia en la puerta. Díganle que cuentan con mi permiso.

—Parece usted preocupado.

—Trato de comprender, cosa que lograré un día u otro. Esta vez no les oculto nada. Les he dicho cuanto sé. Cuanto más se hable de eso, mejor…

Hacia las cuatro se empezaron a recibir llamadas. Algunas eran de bromistas, otras de maniáticos, que siempre surgen en el curso de todos los casos. Una chica le preguntó:

—¿Tiene una verruga en la mejilla?

—No.

—Entonces no es la persona en quien yo pensaba…

Cuatro o cinco personas fueron a la P. J. Maigret los recibió pacientemente y les mostró distintas fotos.

—¿Lo reconocen?

—Tiene cierto parecido con uno de mis tíos que ya se ha fugado varias veces… Pero no… No es él… Ése era muy alto, ¿verdad?

—Sí, un metro ochenta poco más o menos.

—Mi tío es bajito…

Por primera vez en la semana no se había producido el vendaval de la tarde, y el aire resultaba irrespirable.

Torrence volvió hacia las cinco.

—¿Han encontrado algo?

—Casi nada… Bajo el Pont-Marie, un viejo mendigo recuerda vagamente a nuestro hombre, pero no sé hasta qué punto puede ser digno de confianza… Según parece, hace unos años ese desconocido dormía bajo los puentes… No era amigo de trabar conversación… Pasaba gran parte de la noche en las Halles, pero era lo único que se sabía de él…

—¿No se sabe nada del nombre, apellido o apodo?

—Sí. Le llamaban el Mudo.

—¿Nada más?

—De vez en cuando se compraba una vela.

A las seis, Maigret tuvo unas cuantas noticias más precisas. Era el doctor Lagodinec quien le llamaba tras haber practicado la autopsia.

—Ya le mandaré el informe mañana por la mañana, pero le diré grosso modo lo que ya sé. Soy de la opinión de que ese hombre es más joven de lo que parece. ¿Qué edad diría usted que tiene, Maigret?

—¿Sesenta y cinco años? ¿Setenta?

—Si tengo que fiarme del estado de sus órganos, le diré que no tendrá más de cincuenta y cinco años.

—Habrá tenido una existencia difícil… ¿Qué ha encontrado usted dentro de su estómago?…

—Tengo que decirle primero que lo han matado entre las dos y las cinco de la mañana, probablemente más hacia las dos que hacia las cinco… Su última comida, a medio digerir, estaba compuesta de patatas fritas y salchichas… Debió de comer hacia las dos, justo antes de volver a casa y acostarse…

—Y se han aprovechado de su sueño para…

—¿Por qué? —objetó el médico—. Su visitante tal vez era alguien conocido y no ha desconfiado…

—No me parece hombre de confiar en nadie… ¿No tenía ninguna enfermedad?

—Ninguna… Era un hombre muy fuerte y resistente…

—Gracias, doctor… Espero su informe… Si quiere se lo haré venir a buscar mañana por la mañana…

—Antes de las nueve, no, por favor…

—De acuerdo, a las nueve, pues.

Lo que más había impresionado a Maigret era la edad del Aristo. Al parecer, hacía varios años que era mendigo y los mendigos normalmente suelen ser más viejos. Tienen tendencia además a relacionarse unos con otros. De un muelle de París a otro se conocen casi todos; un recién llegado suscita inmediatamente la curiosidad de los demás.

—¿Qué ha encontrado usted, Torrence?

—Casi nada. Sólo ese viejo del Pont-Marie, los otros no sabían nada de él. Y, sin embargo, hay algunos que viven bajo los puentes desde hace más de diez años… He ido al estanco más cercano a su domicilio. De vez en cuando iba allí a comprar cerillas…

—¿Y cigarrillos?

—No. Se contentaba con recoger las colillas que encontraba en la calle…

Empezó a sonar el teléfono.

—¿Oiga?… El señor Maigret…

Era una voz de mujer y todavía debía de ser joven.

—Soy yo, sí… ¿Con quién tengo el honor de hablar?…

—Mi nombre no le diría nada… ¿El hombre que han encontrado esta mañana tenía alguna cicatriz en el cuero cabelludo?

—Le confieso que lo ignoro… Espero que si había alguna, el forense lo habrá hecho constar en su informe, el cual estará en mis manos mañana por la mañana…

—¿Tiene usted alguna idea sobre quién pueda ser?

—Todavía no lo sé.

—Le llamaré mañana…

Colgó sin decir nada más. Maigret entonces pensó que no necesitaba esperar al día siguiente para tener la respuesta a la pregunta de aquella mujer. Llamó a la escuela de peluquería y el señor José se puso en seguida al aparato.

—Aquí el comisario Maigret. Esta mañana me he olvidado de hacerle una pregunta. ¿Peinó usted al Aristo alguna vez personalmente? ¿Se fijó usted en si tenía alguna cicatriz en el cuero cabelludo?

—Sí… No me atreví a preguntarle de que accidente se trataba…

—¿Era muy grande?

—De unos seis centímetros… No llevaba ningún punto de sutura, de modo que la cicatriz resultaba muy ancha…

—¿Se le notaba a pesar del cabello?

—Cuando estaba peinado, no. Tenía una cabellera magnífica, creo que ya se lo dije…

—Muchas gracias…

Un primer contacto había quedado establecido. En algún sitio de París había una mujer joven que conocía al Aristo, ya que estaba enterada de lo de la cicatriz. Había colgado antes de que él le hubiera podido hacer ninguna pregunta. ¿Llamaría mañana, tal y como había dicho?

Maigret estaba impaciente. Tenía ganas de saber el nombre de aquel desconocido y de enterarse del motivo de aquel género de vida que llevaba.

Aquel conjunto de objetos heteróclitos que llenaban la habitación del Vieux-Four habrían podido hacer pensar en un loco o en un maníaco. ¿Por qué había coleccionado aquel montón de basura que jamás podría vender y que no servía para nada?

Maigret no conseguía llegar a pensar que aquel hombre estaba loco.

El teléfono sonó de nuevo. Desde que se habían publicado las fotografías, Maigret ya esperaba aquello, y precisamente era lo que deseaba que ocurriera.

—¡Oiga…! ¿El comisario Maigret…?

—Sí… ¿Con quién tengo el honor de hablar…?

Como su interlocutora anterior, ésta, que ya no debía ser joven, no contestaba tampoco, pero hizo la misma pregunta.

—¿Tiene una cicatriz en la parte superior del cráneo?

—¿Conoce usted a alguien que le ocurra eso y que se le parezca?

Al otro lado del hilo se produjo un silencio.

—¿Por qué no contesta usted?

—Usted tampoco ha contestado a mi pregunta.

—En efecto tiene una cicatriz de unos seis centímetros en la parte alta de la cabeza.

—Gracias…

Colgó inmediatamente al igual que la otra. Había dos mujeres que conocían al Aristo y que no estaban en comunicación entre sí, de lo contrario habría bastado con una sola llamada.

Pero ¿cómo dar con ellas entre cinco millones de habitantes? ¿Y por qué las dos tenían tanto interés en conservar el incógnito?

Aquello a Maigret lo ponía de mal humor, salió de la P. J. refunfuñando por lo bajo. Pero ya sabía algo: que su solitario no había estado siempre tan solo.

Dos mujeres lo habían conocido. Dos mujeres se acordaban de él pero no querían ser interrogadas. ¿Por qué?

El aire era un poco más fresco, a pesar de que no hacía viento.

Pero se había levantado una ligera brisa que empujaba unas pequeñas nubes color de rosa en el cielo, como en un decorado de opereta.

Se tomó un vaso de cerveza. Le había prometido al doctor Pardon no abusar. ¿Pero se podía considerar que abusaba de la bebida por haber tomado tres vasos de cerveza en un día tórrido como aquél?

Trató de no pensar más en el Aristo. Pero no podía dejar de preguntarse, ¿quién habría podido descubrir el extraño lugar donde había buscado refugio, y por qué lo habrían matado?

Se encogió de hombros de mal humor. No conducía a nada aquello que le ocurría en todos los casos de empeñarse en querer saberlo todo al momento. Siempre gruñía como si el destino se portara injustamente con él haciéndole esperar.

Pero luego acababa por aparecer la verdad. ¿Ocurriría esta vez igual?

Trató de ponerse a silbar mientras subía la escalera de su casa.