Mientras volvíamos a casa caminando en la oscuridad, ella me cogió la mano y me dijo que finalmente había conseguido que la llevara a bailar.
—¿Cuándo ha sido eso? —le dije.
—Ahora estamos bailando.
—Ah.
Volvió a decir que no le cabía en la cabeza que alguien hubiera podido pintar un cuadro tan grande y tan bonito sobre algo tan importante.
—Ni siquiera yo me lo creo —confesé—. A lo mejor no lo hice yo. A lo mejor lo hicieron los escarabajos patateros.
Me dijo que una vez había estado contemplando todos los libros de Polly Madison que había en la habitación de Celeste, y que no podía creer que los hubiera escrito ella.
—A lo mejor eres una plagiaria.
—Eso es lo que a veces siento.
Cuando llegamos a esta casa, y a pesar de que nunca habíamos hecho el amor, ni lo haríamos nunca, estábamos de un humor poscoito. Permitidme decir, y espero que no suene demasiado pretencioso, que nunca la había visto tan lánguida.
* * *
Entregó su cuerpo, generalmente tan inquieto, tan bullicioso y poco sosegado, a un sofá blando y voluptuoso de la biblioteca. Marilee Kemp también estaba en la habitación, de forma fantasmagórica. El volumen de cartas que ella le había escrito a un joven armenio de California estaba sobre la mesa de café que había entre Mrs. Berman y yo.
Le pregunté a Mrs. Berman qué habría pensado si el almacén hubiera estado vacío, o si los ocho paneles hubieran estado en blanco, o si yo hubiera reconstruido el «Azul de Windsor número diecisiete».
—Si hubieras demostrado estar tan vacío, tal como yo creía —me dijo—, me imagino que habría tenido que ponerte un sobresaliente en sinceridad.
* * *
Le pregunté si escribiría. Si me escribiría cartas, quise decir, pero ella creyó que me refería a libros.
—Es lo único que hago. Eso y bailar. Mientras lo hago mantengo el dolor alejado de mí.
Durante todo el verano había conseguido olvidar que acababa de perder a su marido, un hombre evidentemente brillante y divertido y adorable.
—Hay otra cosa que me ayuda un poco —me dijo—. Conmigo funciona. Seguramente no funcionará contigo. Consiste en hablar en voz alta y estridente, decirle a todo el mundo cuándo tiene razón y cuándo no, dar órdenes a todo el mundo: «¡Despierta! ¡Anímate! ¡Ponte a trabajar!».
—Ya es la segunda vez que hago de Lázaro —dije—. Morí con Terry Kitchen, y Edith me devolvió a la vida. Morí con la querida Edith, y Circe Berman me devolvió a la vida.
—Sea eso lo que fuere.
* * *
Estuvimos hablando de Gerald Hildreth, el hombre que vendría a recogerla a las ocho de la mañana para llevarla a ella y su equipaje en su taxi al aeropuerto. Era un personaje del pueblo, de unos sesenta años. Aquí todo el mundo conoce a Gerald Hildreth y su taxi.
—Formaba parte de la brigada de rescate —le dije—, y me parece que él y mi primera mujer echaron una canita al aire. Fue él quien encontró el cuerpo de Jackson Pollock a veinte metros del lugar donde su coche se había estrellado contra el árbol. Al cabo de unas semanas, tuvo que recoger los restos de la cabeza de Terry Kitchen y meterlos en una bolsa de plástico. Podríamos decir que ha jugado un papel importante en la Historia del Arte.
—La última vez que me llevó en su taxi —dijo ella—, me dijo que su familia había trabajado durante trescientos años en esta región, pero que la única muestra que él tenía de ello era el taxi.
—Es un taxi muy bonito —opiné.
—Sí, se pasa la vida limpiándolo por dentro y por fuera. Supongo que así es como él mantiene el dolor alejado, sea cual sea el motivo de su aflicción.
—Trescientos años —dije.
* * *
Estábamos preocupados por Paul Slazinger. Yo hice conjeturas acerca de cómo se debía de haber sentido su alma desesperada cuando se dio cuenta de que su carne se había lanzado sobre una granada de mano que estaba a punto de explotar.
—¿Cómo es que aquello no lo mató? —preguntó Circe.
—Chapucería imperdonable de la fábrica de granadas.
—Eso fue lo que hizo su carne, y tu carne hizo el cuadro del almacén de patatas.
—Supongo que sí. Mi alma no sabía qué tipo de cuadro pintar, pero mi carne lo sabía muy bien.
Se aclaró la garganta.
—Entonces —dijo—, ¿no va siendo hora de que tu alma, que durante tanto tiempo se ha avergonzado de tu carne, le dé las gracias a tu carne por haber hecho, finalmente, algo maravilloso?
Me lo pensé.
—Supongo que sí.
—Pues tienes que hacerlo.
—¿Cómo?
—Ponte la mano delante de los ojos —me dijo— y mira esos extraños animales inteligentes con amor y gratitud, y diles en voz alta: «Gracias, Carne».
Obedecí.
Coloqué las manos a la altura de mis ojos, y dije en voz alta y con todo mi corazón: «Gracias, Carne».
Dichosa Carne. Dichosa Alma. Dichoso Rabo Karabekian.