—Soldados, soldados, soldados —dijo, admirada—. Uniformes, uniformes, uniformes.
Los uniformes, o lo que quedaba de ellos, eran todo lo auténticos de que yo fui capaz. Aquél era mi homenaje a mi maestro, Dan Gregory.
—Los padres se sienten muy orgullosos de sus hijos cuando los ven por primera vez vestidos de uniforme —dijo Circe.
—Sí, yo lo sé por Big John Karpinski —le dije. Es uno de mis vecinos—. El hijo de Big John, Little John, era un desastre en el colegio, y la policía le pescó vendiendo droga. Entró en el ejército cuando ya había empezado la guerra de Vietnam. Y nunca vi a Big John tan feliz como la primera vez que su hijo vino a casa vestido de uniforme, porque era como si Little John se hubiera enderezado para llegar a algo en la vida.
Pero luego Little John regresó en un ataúd.
* * *
Big John y su esposa Dorene, por cierto, van a dividir su granja —donde tres generaciones de Karpinskis han crecido— en lotes de seis acres. Salía ayer en el periódico local. Esos lotes se venderán como churros, dado que la mayoría de las ventanas de los segundos pisos de las casas que se construyan en ellos tendrán vistas a mis tierras y, más allá, al mar.
Big John y Dorene se convertirán en millonarios y se retirarán a Florida, adonde no llega el invierno. Y perderán su pedazo de tierra sagrado al pie de su propio Monte Ararat, por decirlo así, sin pasar por esa última desgracia: una masacre.
—¿Se sintió orgulloso tu padre cuando te vio a ti por primera vez vestido de uniforme? —me preguntó Circe.
—No vivió para verlo, y me alegro. Si me hubiera visto, me habría arrojado una lezna o una bota por la cabeza.
—¿Por qué?
—No olvides que fueron soldados jóvenes cuyos padres creían que finalmente habían hallado el camino para llegar a algo en la vida los que mataron a todas las personas que mi padre conocía y amaba. Si me hubiera visto vestido de uniforme, me habría gruñido como un perro rabioso. Me habría dicho: «¡Cerdo!». Me habría dicho: «¡Asesino! ¡Fuera de aquí!».
* * *
—¿Qué crees que será de este cuadro? —me preguntó.
—Es demasiado grande para tirarlo. A lo mejor lo llevo a ese museo de Lubbock, en Texas, donde están la mayoría de los cuadros de Dan Gregory. También se me ha ocurrido que podría acabar detrás de la barra de bar más larga del mundo, esté donde esté, seguramente en Texas también. Pero los clientes estarían subiéndose a la barra todo el rato, intentando ver lo que estaba pasando allí, tirarían los vasos y pisarían las suculentas tapas.
Le dije que serían mis hijos, Terry y Henri, los que finalmente tendrían que decidir lo que había que hacer con «Ahora les toca a las mujeres».
—¿Se lo piensas dejar a ellos? —Ella sabía que mis hijos me odiaban, y que se habían cambiado el apellido y habían adoptado el del segundo marido de Dorothy, Roy, el único padre verdadero que han tenido—. ¿Te crees que tiene alguna gracia dejárselo a ellos? —prosiguió Circe—. ¿Acaso no sabes lo valioso que es este cuadro? Es mi obligación decirte que, en cierta forma, éste es un cuadro importantísimo.
—Puede que sea importante, igual que un choque frontal —le dije yo—. Hay un impacto innegable. Pasa algo, eso seguro.
—Si se lo dejas a esos ingratos los harás multimillonarios.
—Lo serán de todos modos —dije—. Voy a dejarles todo lo que poseo, incluidos tus cuadros de las niñas columpiándose y la mesa de billar, a menos que quieras que te los devuelva. Cuando yo me muera, sólo tendrán que hacer una pequeña cosa para quedarse con todo.
—¿Qué cosa?
—Recuperar legalmente el apellido Karabekian, ellos y mis nietos.
—¿Tanto te importa eso?
—Lo hago por mi madre —dije—. Ella no era Karabekian de nacimiento, pero era la que más interesada estaba en que el apellido Karabekian perdurase, donde fuera y como fuera.
* * *
—¿Cuántos de éstos son retratos de personas reales? —me preguntó.
—El bombardero que se agarra a mi pierna: ésa es su cara, tal como la recuerdo. Estos dos estonianos con uniformes alemanes son Laurel y Hardy. Este francés colaboracionista es Charlie Chaplin. Estos dos esclavos polacos que están al otro lado de la atalaya son Jackson Pollock y Terry Kitchen.
—Los Tres Mosqueteros.
—Sí, señora.
—La muerte de los otros dos, tan seguidas la una de la otra, debió de ser un golpe terrible para ti —me dijo.
—Hace tiempo que ya no éramos amigos. Fueron las juergas que nos corríamos lo que hizo que la gente nos llamara así. No tenía nada que ver con la pintura. Daba igual que fuéramos pintores o fontaneros. Ya mucho antes de que ellos dos se suicidaran, si uno de nosotros, o los tres a la vez, dejábamos de beber durante una temporada, el montaje se iba al traste. ¿«Un golpe terrible», dice usted, Mrs. Berman? En absoluto. Lo único que hice cuando me enteré fue convertirme en ermitaño durante unos ocho años.
—Y luego se suicidó Rothko —dijo.
—Sí. —Nos estábamos librando del Valle de la Felicidad y volviendo a la vida real. De nuevo el melancólico pasar lista a los suicidios (reales como la vida misma) entre los expresionistas abstractos: Gorky que se ahorca en 1948, Pollock, y casi inmediatamente Kitchen, conduciendo borracho el uno y de un tiro el otro en 1956, y por fin, en 1970, Rothko de la forma más sobrecogedora, con un cuchillo.
Le dije, en un tono áspero que nos sorprendió a ambos, que aquellas muertes violentas eran como nuestra afición a la bebida, y que no tenían nada que ver con nuestra pintura.
—No voy a discutir contigo —me dijo.
—¡En serio! ¡Palabra de honor! —dije, todavía con vehemencia—. ¡Lo único mágico de nuestra pintura, Mrs. Berman, y eso ya lo sabían los músicos, pero era una novedad en pintura, es que era pura esencia del milagro humano, y no tenía nada que ver con la comida, el sexo, la ropa, las casas, las drogas, los coches, las noticias, el dinero, el crimen, el castigo, los juegos, la guerra, la paz, y seguramente tampoco con el universal impulso humano que empujaba a los pintores igual que a los fontaneros hacia una desesperación y autodestrucción inexplicables!
* * *
—¿Sabes qué edad tenía yo cuando tú estabas de pie al borde de este valle? —dijo Circe.
—No.
—Un año. Y no quiero ser grosera, Rabo, pero este cuadro es tan rico que no creo que pueda mirarlo más esta noche.
—Lo entiendo —le dije. Llevábamos ya dos horas allí. Yo también estaba cansado, pero también orgulloso y satisfecho.
* * *
Estábamos de nuevo en el umbral, y puse la mano en el interruptor de la luz. Como aquella noche no había estrellas, ni luna, un chasquido de aquel interruptor nos iba a sumir en una oscuridad total.
Ella me preguntó:
—¿Hay algo, en algún rincón del cuadro, que diga cuándo y dónde ocurrió esto?
—No hay nada que diga dónde ocurrió —contesté—. En cambio sí hay algo que dice cuándo, pero está en el otro extremo y arriba del todo. Si de verdad quieres verlo, tendré que traer una escalera y una lupa.
—Otro día será.
Se lo describí.
—Hay un maorí, un cabo de artillería de Nueva Zelanda que había sido capturado en una batalla junto a Tobruk, en Libia. Supongo que sabes quiénes son los maorís.
—Son polinesios —dijo—. Son los aborígenes de Nueva Zelanda.
—¡Exacto! Eran caníbales, y antes de la llegada del hombre blanco estaban divididos en muchas tribus guerreras. Y ese polinesio está sentado sobre una caja vacía de municiones alemanas. Todavía quedan tres balas en el fondo de la caja, por si alguien necesita una. El cabo está intentando leer una página de un periódico. La ha cogido al vuelo mientras cruzaba el valle impulsada por la brisa del amanecer. —Continué, sin sacar los dedos del interruptor—. La página es de un semanario antisemita publicado en Riga, Latvia, durante la ocupación alemana de ese pequeño país. Es de hace seis meses, y da consejos de jardinería y conservas de alimentos. El maorí está examinándola con mucha atención, con la esperanza de averiguar lo que a todos nosotros nos gustaría saber: dónde está, qué está pasando, y qué se supone que pasará a continuación.
»Si tuviéramos una escalera y una lupa, Mrs. Berman, podría usted ver con sus propios ojos que en la caja de municiones hay una fecha escrita en caracteres minúsculos: “8 de mayo de 1945”, cuando usted tenía sólo un año.
* * *
Di un último vistazo a «Ahora les toca a las mujeres», que por efecto del escorzo parecía de nuevo un triángulo de joyas apelotonadas. No me hizo falta esperar a que llegaran los vecinos y los amigos de Celeste para saber que iba a ser el cuadro más famosos de mi colección.
—¡Dios mío, Circe —dije—, si es como un millón de dólares!
—Así es —dijo ella.
Se apagaron las luces.