Ahora todo ello forma parte de la visita regular a mi museo. Primero están las condenadas niñitas columpiándose en el vestíbulo y luego las obras más tempranas del primer Expresionismo Abstracto, y luego el armatoste absolutamente tremendo del almacén de patatas. He quitado los clavos de las puertas correderas del extremo más lejano del almacén para que el creciente flujo de visitantes pueda pasar por delante del armatoste sin formar remolinos ni resacas. Entran por un extremo y salen por el otro. Muchos de ellos hacen el recorrido dos veces o más: no por toda la exposición, sólo por el almacén de patatas.
Todavía no ha aparecido ningún crítico solemne. Algunos profanos, hombres y mujeres, me han pedido, sin embargo, que yo dijera qué tipo de cuadro considero que es. Les he contestado lo que al primer crítico que aparezca, si es que alguna vez aparece alguno, y es posible que ninguno venga dado el entusiasmo que el armatoste provoca en la gente corriente:
«¡No es ningún cuadro! ¡Es una atracción turística! ¡Es un parque de atracciones! ¡Es Disneylandia!».
* * *
Es una Disneylandia horrorosa. Aquí no hay nada lindo.
Hay un promedio de cien supervivientes de la Segunda Guerra Mundial, perfectamente dibujados, por cada metro cuadrado de cuadro. Hasta las figuras que aparecen a mayor distancia, del tamaño de cagaditas de mosca, una vez examinadas mediante una de las muchas lupas que he dejado en el almacén, resultan ser víctimas de los campos de concentración o esclavos o prisioneros de guerra de diversos países, o soldados de diversas unidades militares del bando alemán, o granjeros con sus familias, o locos liberados de los manicomios, etcétera, etcétera.
Hay una historia de guerra ligada a cada figura del cuadro, por pequeña que ésta sea. Me inventaba una historia y luego pintaba la persona que la había protagonizado. Al principio me puse a disposición del público en el almacén para contarle a todo el que me preguntara qué historia era la de tal o cual persona, pero pronto lo dejé, exhausto. «Inventen sus propias historias mientras contemplan el armatoste», le digo a la gente. Yo me quedo aquí, en la casa, y me limito a señalar en dirección al almacén de patatas.
* * *
Pero aquella noche le conté a Circe Berman, encantado, todas las historias que ella quiso oír.
—¿Sales tú en el cuadro? —me preguntó.
Se lo enseñé: yo estaba en el borde inferior, muy cerca del suelo. Señalé la figura con la punta del zapato. Era la figura más grande, la del tamaño de un cigarrillo. También era la única de entre miles que daba la espalda a la cámara, por decirlo así. La rendija que había entre el cuarto y el quinto panel corría por mi columna y me partía el cabello, y podía tomarse por el alma de Rabo Karabekian.
—Este hombre que se te agarra a la pierna te mira como si fueras Dios —me dijo Circe.
—Se está muriendo de neumonía, y dentro de dos horas estará muerto —le expliqué—. Es un bombardero canadiense al que dispararon en un yacimiento petrolífero de Hungría. No sabe quién soy. Ni siquiera puede verme la cara. Lo único que ve es una espesa niebla que en realidad no hay, y me está preguntando si ya hemos llegado a casa.
—¿Y tú qué le dices?
—¿Qué le dirías tú en mi lugar? Le digo: «¡Sí! ¡Hemos llegado! ¡Hemos llegado!».
—¿Quién es ese hombre que lleva un traje tan raro?
—Es un guardia de un campo de concentración. Tiró su uniforme de las SS y le robó la ropa a un espantapájaros. —Señalé a un grupo de víctimas de un campo de concentración, lejos del guardia disfrazado. Había varios en el suelo, moribundos, como el bombardero canadiense—. Trajo a esa gente al valle y ahí los dejó, pero ahora no sabe adónde ir. Cualquiera que se cruce con él sabrá que es de la SS, porque lleva su número de serie tatuado en el brazo izquierdo.
—¿Y estos dos?
—Partisanos yugoslavos —dije.
—¿Este?
—Un sargento mayor de la caballería marroquí, capturado en el norte de África.
—¿Y el de la pipa en la boca?
—Un piloto escocés capturado el día D.
—Los hay de todas partes, ¿no?
—Este de aquí es un gurka —le dije— que ha venido desde Nepal. Y este grupo de ametralladores que llevan uniformes alemanes: son ucranianos que se cambiaron de bando al principio de la guerra. Cuando los rusos lleguen finalmente al valle, los colgarán o los fusilarán.
—No parece haber ninguna mujer —dijo Circe.
—Fíjate bien. La mitad de los que han salido de los campos de concentración y la mitad de los que han salido de los manicomios son mujeres. Lo que pasa es que no parecen mujeres. No son precisamente «estrellas de cine».
—No parece haber ninguna mujer sana —dijo.
—Te equivocas otra vez. Encontrarás mujeres en los dos extremos, en las esquinas inferiores.
Nos acercamos al extremo derecho para comprobarlo.
—Dios mío —dijo Circe—, parece un mural de un museo de historia natural.
Así es. Había una granja en cada una de las esquinas inferiores del cuadro, y las dos estaban cerradas a cal y canto, como pequeñas fortalezas, las puertas cerradas, y todos los animales en el corral. Y yo había hecho un corte esquemático en la tierra sobre la que estaban construidas, para mostrar también las bodegas, como en una exposición de museo que pusiera al descubierto las madrigueras de los animales.
—Las mujeres sanas están en la bodega con las remolachas y las patatas y los nabos —le dije a Mrs. Berman—. Están intentando evitar que las violen, pero han oído las historias de otras guerras que hubo en la región, y saben que tarde o temprano acabarán violándolas.
—¿Le has puesto título al cuadro? —me dijo, reuniéndose conmigo en el centro.
—Sí.
—¿Cómo se titula?
—«Ahora les toca a las mujeres».
* * *
—¿Estoy loca —dijo Circe, señalando una figura que se ocultaba cerca de la atalaya en ruinas— o esto es un soldado japonés?
—Ni más ni menos —le confirmé—. Es un comandante del ejército. Puedes verlo por la estrella de oro y las dos bandas marrones del puño de la manga izquierda de su camisa. Y todavía conserva su espada. Prefiere morir que abandonar su espada.
—Me sorprende que hubiera japoneses allí.
—No había ninguno —le aclaré—, pero a mí me parecía que debería haber uno y lo puse.
—¿Por qué?
—Porque los japoneses fueron tan responsables como los alemanes de que los americanos se convirtieron en una pandilla de cerdos militaristas arruinados, después de lo bien que habíamos hecho el papel de antibelicistas después de la Primera Guerra Mundial.
—¿Y la mujer que está aquí estirada? ¿Está muerta?
—Sí, está muerta. Es la antigua reina de los gitanos.
—Está gordísima. ¿Es la única persona gorda? Todos los demás están muy chupados.
—Los muertos son los únicos que engordan en el Valle de la Felicidad —le dije—. Está gorda como un monstruo de circo porque lleva tres días muerta.
—«El Valle de la Felicidad» —repitió Circe.
—O «Tiempo de Paz» o «Cielo» o «el Jardín del Edén» o «Primavera» o como prefieras llamarlo —le dije.
—Es la única que está completamente sola —dijo Circe—, ¿no?
—Más o menos. La gente no huele muy bien cuando lleva tres días muerta. Fue la primera extranjera que llegó al Valle de la Felicidad, y llegó sola, y murió casi en seguida.
—¿Dónde están los otros gitanos?
—¿Con sus violines y sus panderetas y sus tartanas de colores? —dije—. ¿Y su fama de ladrones, que tanto merecían?
* * *
Mrs. Berman me contó una leyenda sobre los gitanos que nunca había oído:
—Les robaron los clavos a los soldados romanos que iban a crucificar a Jesús. Cuando los soldados fueron a buscar los clavos, éstos habían desaparecido misteriosamente. Los gitanos se los habían robado, y Jesús y la multitud tuvieron que esperar a que los soldados enviaron a alguien a buscar más clavos. Después, Dios Todopoderoso les dio permiso a los gitanos para que robaran todo lo que pudieran. —Señaló a la inflada reina gitana—. Ella creía en aquella historia. Como todos los gitanos.
—Es una pena que creyera en ella —le dije—. O tal vez no importaba si creía en ella o no, porque se estaba muriendo de hambre cuando llegó sola al Valle de la Felicidad.
»Intentó robar un pollo de una granja —seguí—. El dueño la vio desde la ventana de su dormitorio y le disparó un tiro con un rifle de pequeño calibre que guardaba bajo su colchón de plumas. Ella escapó. El creyó que había fallado el tiro, pero no fue así. La gitana tenía una pequeña bala en el abdomen, y se estiró allí y se murió. Tres días después, llegamos el resto de nosotros.
* * *
—Si ella es una reina gitana, ¿dónde están sus súbditos? —preguntó otra vez Circe.
Le expliqué que sólo había sido reina de unas cuarenta personas en el cénit de su reinado, contando a los niños de pecho. En Europa había notorias disputas sobre qué razas y subrazas eran chusma, pero todos los europeos estaban de acuerdo en que los gitanos, que robaban, predecían el futuro y traficaban con niños, eran los enemigos de toda la humanidad decente. De ahí que fuesen perseguidos por todas partes. La reina y su gente abandonaron las tartanas, y también sus trajes tradicionales, abandonaron todo lo que pudiera identificarlos como gitanos. Se escondían en los bosques durante el día, y de noche salían a robar comida.
Una noche, cuando la gitana salió sola a buscar comida, uno de sus súbditos, un chico de catorce años, fue encontrado robándole un jamón a un pelotón de morteros eslovacos que habían desertado del ejército alemán en el frente ruso. Se iban para sus casas, que no estaban lejos del Valle de la Felicidad. Obligaron al chico a que les llevara al campamento gitano, y allí los mataron a todos. Cuando la reina regresó, ya no tenía súbditos.
Esta es la historia que inventé para Circe Berman.
* * *
Circe añadió este detalle a la narración:
—Y ella llegó al Valle de la Felicidad, buscando a otros gitanos.
—¡Exacto! Pero no quedaban muchos gitanos en Europa. La mayoría habían sido acorralados y gaseados en campos de exterminio, lo cual le pareció bien a todo el mundo. ¿A quién le gustan los ladrones?
Se acercó para mirar mejor a la gitana muerta y se volvió, asqueada.
—¡Aj! ¿Qué es eso que le sale de la boca? ¿Tripas y gusanos?
—Rubíes y diamantes —corregí—. Apesta tanto y su aspecto es tan horrible que nadie se ha acercado lo suficiente para darse cuenta todavía.
—Y de entre toda esta gente —dijo, pensativa—, ¿quién será el primero en darse cuenta?
Señalé al guardia del campo de concentración que iba vestido con los trapos del espantapájaros.
—Este hombre —dije.