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Cuando me negué a hacerle un dibujo a Mrs. Berman, ella dijo:

—¡Eres testarudo como un niño pequeño!

—Soy un viejo caballero testarudo —le dije— que se aferra a su dignidad y a su amor propio como puede.

—Dime sólo qué tipo de cosa es lo que hay en el almacén —dijo, con la intención de engatusarme—: ¿animal, vegetal o mineral?

—Los tres —le contesté.

—¿De qué tamaño?

Le dije la verdad:

—Dos metros y medio de alto por veinte de largo.

—Me estás tomando el pelo otra vez —conjeturó.

—Por supuesto —afirmé.

Fuera, en el almacén, había ocho paneles de tela estirada y aprestada puestos uno al lado del otro, y cada uno medía dos metros y medio por dos metros y medio. Constituía, tal como le había dicho, una superficie continua de veinte metros de longitud. Estaban unidos por detrás con unas grapas, y estaban colocados en medio del almacén de patatas formando una especie de valla. Eran los mismos paneles de los que se habían desprendido la pintura y las cintas de lo que había sido mi creación más valiosa primero, y la menos valiosa después, el cuadro que había adornado y luego desgraciado el vestíbulo de las oficinas centrales de la Compañía GEFF en Park Avenue: «Azul de Windsor número diecisiete».

* * *

Así fue como volvieron a mi poder, tres meses antes de la muerte de mi querida Edith:

Los encontraron sepultados en una cámara acorazada en el último de los tres sótanos del Edificio Matsumoto, antes Edificio GEFFCo. Una inspectora de la compañía de seguros Matsumoto que estaba realizando una inspección para evaluar los riesgos de incendio en los sótanos encontró los paneles, que todavía tenían algunas trizas de Sateen Dura-Luxe colgando, y los reconoció. La cámara tenía una puerta de acero que llevaba años cerrada, y nadie tenía ni idea de lo que había al otro lado.

La inspectora obtuvo permiso para entrar. Como me dijo por teléfono, era la primera inspectora de seguridad femenina de la compañía, y también la primera de color.

—Soy dos pájaros de un tiro —dijo, y se rió. Tenía una risa muy agradable. No había malicia ni mofa en ella. Al ofrecerme la oportunidad de recuperar mis lienzos después de todos aquellos años, con la despistada aprobación de Matsumoto, ella estaba expresando, sencillamente, su desagrado porque las cosas se echaron a perder—. Soy la única a quien le importa —me dijo—, de modo que dígame usted lo que quiere que haga. Tendría que venir a recogerlos usted mismo.

—¿Cómo supo lo que eran? —le pregunté.

Había estudiado enfermería en Skidmore College, me dijo, y había elegido, de entre las pocas asignaturas optativas, un curso de comprensión artística. Era diplomada en enfermería, como mi primera mujer, Dorothy, pero había dejado aquella profesión porque los médicos, decía, la trataban como si ella fuera una esclava idiota. Además: el horario era muy duro y el salario muy bajo, y tenía una sobrina huérfana a la que mantener y hacer compañía.

El profesor de comprensión artística les mostró unas diapositivas de cuadros famosos, y entre ellas había dos del «Azul de Windsor número diecisiete», antes y después de caerse a trozos.

—¿Cómo podría darle las gracias a ese hombre? —dije.

—Creo que pretendía amenizar un poco el curso —me dijo—. El resto de las clases eran tremendamente serias.

* * *

—¿Quiere los lienzos o no? —Hubo un largo silencio—. ¿Oiga? ¿Oiga? —dijo ella finalmente.

—Perdone —dije—. Puede que a usted le parezca una pregunta muy sencilla, pero para mí es terrible. Para mí es como si un día cualquiera, de repente, usted me llamara y me preguntara si ya me había hecho hombre.

Si objetos inofensivos como aquellos rectángulos de tela tensada eran para mí como duendes, si podían llenarme de vergüenza, sí, de rabia hacia un mundo que me había atrapado y me había convertido en un fracaso y en un hazmerreír, etcétera, entonces yo no era un adulto todavía, a pesar de tener sesenta y ocho años.

—¿Cuál es su respuesta? —me dijo la inspectora.

—Yo también la estoy esperando —dije. No podía hacer nada con las telas, o eso creía entonces. Sinceramente, no creía que jamás volviera a pintar. No tenía problema para guardarlos, pues había espacio de sobra en el almacén de patatas. ¿Podría dormir bien con un símbolo del peor de mis fracasos del pasado aquí mismo, en esta propiedad? Esperaba que sí. Y finalmente oí que mi voz decía—: Por favor, no los tire. Llamaré a Mudanzas y Guardamuebles Hogar Dulce Hogar para que los recojan lo antes posible. Repítame su nombre, por favor, para que pregunten por usted.

Y ella dijo:

—Mona Lisa Trippingham.

* * *

Cuando la Compañía GEFF colgó el «Azul de Windsor número diecisiete» en su sala de espera, con toda la fanfarria sobre el hecho de que una compañía tan antigua estuviera en la vanguardia no sólo de la técnica sino también del arte, el departamento de publicidad esperaba poder decir que el «Azul de Windsor número diecisiete» era superlativo en cuanto a tamaño, si no el cuadro más grande del mundo, por lo menos el cuadro más grande de todo Nueva York, o algo así. Pero había varios murales en la misma ciudad, y sabe Dios en el mundo, que excedían fácilmente los cincuenta metros cuadrados de mi cuadro.

Los de publicidad pensaron que tal vez pudiera ser el récord de la mano de un cuadro colgado en la pared, ignorando el hecho de que en realidad eran ocho paneles separados, enganchados por detrás mediante grapas. Pero aquello tampoco habría servido, pues resultó que el Museo de la Ciudad de Nueva York tenía tres pinturas continuas sobre tela, cosidas entre ellas para más seguridad, tan altos como mi cuadro y otro tanto de largo. Eran unos artefactos muy curiosos, un intento prematuro de hacer películas, podría decirse, pues tenían unos rodillos en cada extremo. Podían enrollarse y desenrollarse en dos sentidos. Un grupo de gente podía contemplar sólo una pequeña parte del conjunto de una sola vez. Esas cintas a lo Brobdingnag estaban decoradas con montañas y ríos y bosques vírgenes y campos infinitos en los que pastaban los búfalos, y desiertos donde los que hubieran estado dispuestos a encorvarse podrían encontrar rubíes o diamantes o pepitas de oro. Eran los Estados Unidos de América.

Hace muchos años había conferenciantes que viajaban por todo el norte de Europa con cuadros como aquellos. Con ayudantes que enrollaban un extremo y desenrollaban el otro, animaban a las personas capaces y ambiciosas para que abandonaran aquella exhausta Europa y reclamaran unas hermosas propiedades en la Tierra Prometida, que serían suyas sin ningún esfuerzo.

Un hombre de verdad no debería quedarse en casa cuando tiene la oportunidad de violar un continente virgen.

* * *

Limpié los ocho paneles de todo rastro del traidor Sateen Dura-Luxe, y volví a tensarlos y aprestarlos. Los instalé en el almacén, resplandecientes de blancura en su recobrada virginidad, tal como habían estado antes de que yo los transformara en el «Azul de Windsor número diecisiete».

Le expliqué a mi mujer que este excéntrico proyecto era un exorcismo del triste pasado, una reparación simbólica del daño que me había hecho a mí mismo y que había hecho a otros durante mi breve carrera de pintor. Aquello fue un intento más, sin embargo, de expresar mediante palabras lo que no se podía expresar mediante palabras: el porqué y el cómo de la creación de un cuadro.

El largo y estrecho almacén, que tenía más de cien años, también formaba parte de todo aquel blanco sin fin.

Los poderosos focos que colgaban de unas vías que había en el techo formaban parte de la obra, vertiendo megavatios de energía en todo aquel apresto blanco, haciéndolo mucho más blanco de lo que yo creía que el blanco pudiera llegar a ser. Hice que instalaran aquellos soles artificiales cuando recibí el encargo de crear el «Azul de Windsor número diecisiete».

—¿Qué más vas a hacer? —me preguntó mi querida Edith.

—Nada. Está terminado.

—¿Lo vas a firmar?

—No, eso lo estropearía —respondí—. Una cagadita de mosca lo estropearía.

—¿Le has puesto título?

—Sí —le dije, e improvisé un título, un título tan largo como el que Paul Slazinger le había puesto a su libro sobre revoluciones triunfantes: «Lo he intentado y he fracasado y lo he dejado todo limpio. Ahora os toca a vosotros».

* * *

Entonces ya había empezado a pensar en mi muerte, y en lo que la gente diría de mí después. Fue entonces cuando cerré el almacén por primera vez, pero sólo con un único candado y un cerrojo. Daba por supuesto, igual que mi padre y la mayoría de los maridos, que sería el primero de la pareja en morir. Y tenía preparadas para Edith unas instrucciones caprichosamente egocéntricas sobre lo que tenía que hacer inmediatamente después de mi entierro.

—Pon el velatorio en el almacén —le dije—, y cuando la gente te pregunte sobre todo aquel blanco, les dices que era el último cuadro de tu marido, aunque no lo hubiese pintado. Y luego les dices el título.

* * *

Pero ella se murió primero, y tan sólo al cabo de dos meses. Su corazón se paró, y ella cayó sobre un macizo de rosas.

—No ha sufrido —me dijo el médico.

A mediodía, en el entierro en el cementerio de Green River, junto a una tumba que estaba a sólo unos pocos metros de las de los otros dos mosqueteros, Jackson Pollock y Terry Kitchen, tuve la más intensa visión de unas almas humanas libres, no importunadas por su carne ingobernable. Había un agujero rectangular en la tierra, y de pie alrededor de éste había unos tubos de neón puros e inocentes.

¿Estaba loco? Sí, supongo.

Hicieron el velatorio de Edith en casa de un amigo suyo, junto a la playa, a un par de kilómetros de aquí, y no en mi casa. ¡El marido no asistió!

Y tampoco volvió a entrar en su casa, donde había sido tan inútil y se había sentido tan contento y había sido tan amado sin motivo durante un tercio de su vida y un cuarto del siglo veinte.

Se fue al almacén, abrió las puertas correderas y encendió las luces. Se quedó contemplando todo aquel blanco.

Luego se metió en su Mercedes y se fue a una ferretería de East Hampton donde tenían material de pintura. Compré todas las cosas que un pintor podría desear, menos el ingrediente que sólo él mismo podría suministrar: alma, alma.

El dependiente era nuevo en la región, y no me reconoció. Sólo vio a un anciano anónimo con una camisa y una corbata y un traje hecho a medida por Izzy Finkelstein, y con un parche en un ojo. El cíclope sufría un intenso estado de agitación.

—¿Es usted pintor, señor? —me preguntó el dependiente. Tendría unos veinte años, tirando largo. Ni siquiera había nacido cuando yo dejé la pintura, o dejé de hacer cuadros de cualquier tipo.

Sólo pronuncié una palabra antes de irme. Fue ésta:

—Renacimiento.

* * *

Los sirvientes se marcharon. Me había convertido otra vez en un mapache salvaje que se pasaba la vida dentro o en torno del almacén de patatas. Siempre dejaba las puertas cerradas para que nadie pudiera ver qué era lo que había allí dentro. ¡Hice eso durante seis meses!

Cuando acabé, compré cinco candados y cinco cerrojos más para las puertas correderas y las cerré a cal y canto. Contraté a nuevos sirvientes, y le encargué a un abogado la redacción de un nuevo testamento que estipulaba, como ya he dicho, que me enterrarían con mi traje de Izzy Finkelstein, que todo lo que tenía iría a parar a mis dos hijos —a condición de que hicieran cierta cosa en memoria de sus antepasados armenios—, y que el almacén no se abriría hasta después de mi entierro.

A mis hijos no les ha ido del todo mal, a pesar de los horrores que tuvieron que soportar en su infancia. Como ya he dicho, su apellido es ahora el de su buen padrastro. Henri Steel es funcionario civil del Pentágono. Terry Steel trabaja como publicitario para los Chicago Bears, lo cual, dado que yo soy propietario de una parte de los Cincinnati Bengals, hace que seamos una especie de familia futbolística.

* * *

Una vez hecho todo aquello, me sentí otra vez capaz de instalarme en esta casa, de contratar sirvientes nuevos y de convertirme en el viejo vacío y pacífico al que Circe Berman dirigió esta pregunta en la playa, hace cuatro meses: «Cuéntame cómo murieron tus padres».

En aquella última noche que ella pasaba en los Hampton, me dijo:

—¿Animal, vegetal y mineral? ¿Las tres cosas?

—Palabra de honor —le dije—. Las tres, las tres.

Realizados a base de tintes y aglutinantes sacados de las criaturas y de las plantas y de la tierra que hay bajo nuestros pies, todos los cuadros eran, sin duda, las tres cosas, las tres.

—¿Por qué no me lo enseñas? —me dijo.

—Porque es la última cosa que tengo que darle al mundo. No quiero estar presente cuando la gente diga si es bueno o no.

—Entonces es que eres un cobarde —me dijo Circe—, y así es como te recordaré.

Me lo estuve pensando, y entonces dije:

—Está bien, iré a buscar las llaves. Y luego, Mrs. Berman, estaré encantado de acompañarla.

* * *

Salimos a la oscuridad, precedidos por el danzante rayo de luz de una linterna. Ella estaba tensa, sumisa, temerosa y virginal. Yo estaba entusiasmado, radiante y absolutamente petrificado.

Al principio caminamos sobre las losas del camino, pero luego las losas torcían hacia las cocheras. Entonces nosotros tomamos un sendero cubierto de rastrojos, que Franklin Colley había abierto con su cortacéspedes.

Abrí las puertas del almacén e introduje una mano para alcanzar el interruptor de la luz.

—¿Tienes miedo? —dije.

—Sí.

—Yo también —confesé.

Recordadlo: estábamos de pie en el extremo derecho de un cuadro de dos metros y medio de alto por veinte metros de largo. En cuanto encendiera los focos, íbamos a ver el cuadro comprimido por efecto de escorzo a un presunto triángulo de dos metros y medio de alto, vale, pero de sólo un metro y medio de ancho. Desde el lugar que ocupábamos no había manera de saber lo que el cuadro era en realidad, de qué trataba el cuadro.

Di un golpecito al interruptor.

Hubo un momento de silencio, y luego Mrs. Berman suspiró, maravillada.

—No te muevas de donde estás —le ordené— y dime lo que piensas.

—¿No puedo acercarme más?

—En seguida, pero primero quiero oírte decir lo que parece desde aquí.

—Una valla enorme.

—Sigue.

—Una valla enorme, una valla increíblemente alta y larga —dijo—, cubierta completamente de las más espléndidas joyas, incrustada en cada centímetro cuadrado.

—Muchísimas gracias —dije—. Y ahora dame la mano y cierra los ojos. Te llevaré hasta el centro, y podrás verlo de cerca.

Ella cerró los ojos, y me siguió sin oponer ninguna resistencia, como un globo.

Cuando llegamos al centro, con diez metros de cuadro extendiéndose en cada dirección, le dije que ya podía abrir los ojos.

Estábamos de pie al borde de un bonito valle verde en primavera. Había, exactamente, cinco mil doscientas diecinueve personas allí junto a nosotros o más abajo. La figura más grande era del tamaño de un cigarrillo, y la más pequeña como una cagadita de mosca. Había unas cuantas granjas y las ruinas de una atalaya medieval en el borde, donde estábamos nosotros. El cuadro eran tan realista que podría haber sido tomado por una fotografía.

—¿Dónde estamos? —me preguntó Circe Berman.

—Donde estaba yo cuando salió el sol el día que se terminó la Segunda Guerra Mundial en Europa.