Salimos del American Hotel, y cuando llegamos a casa lo primero que dijo Circe fue:
—Hay una cosa de la que no tienes que preocuparte: no voy a importunarte con preguntas sobre las llaves del almacén de patatas.
—¡Gracias a Dios! —dije.
Creo que entonces estaba absolutamente convencida de que, antes de que acabara la noche, de un modo u otro vería lo que había en el almacén de patatas.
—Sólo te pediré que me hagas un dibujo —me dijo.
—¿Qué?
—Eres muy modesto, hasta tal punto que cualquiera que te creyera pensaría que no sabes hacer nada bien.
—Excepto el camuflaje —le dije—. Te olvidas del camuflaje. Me dieron una Mención Presidencial por lo bueno que era mi pelotón de camuflaje.
—Está bien, camuflaje.
—Éramos tan buenos en camuflaje —le expliqué— que la mitad de las cosas que le escondíamos al enemigo no han vuelto a ser vistas nunca más.
—Eso no es cierto.
—Esto es una fiesta, y hemos dicho toda clase de cosas que no son ciertas —le dije—. Las fiestas son para eso.
* * *
—¿Quieres que me vaya a Baltimore sabiendo un montón de cosas falsas sobre ti? —me dijo.
—Todas las cosas ciertas sobre mí las tendrías que haber aprendido antes, dados tus grandes poderes de investigadora. Esto no es más que una fiesta.
—Sigo sin saber si es verdad que sabes dibujar —insistió.
—No te preocupes por eso.
—Esa es la base de tu vida, para que te enteres. Eso y el camuflaje. No eras bueno como artista comercial, no eras bueno como pintor, no eras bueno como marido ni como padre, y tu gran colección de cuadros es un accidente. Pero siempre vuelves a una cosa de la que estás orgulloso: sabías dibujar.
—Tienes razón —confesé—. No me había dado cuenta, pero ahora que lo dices veo que tienes razón.
—Pues demuéstramelo.
—No es nada del otro mundo —le dije—. No era un Albrecht Dürer. Dibujaba mejor que tú o que Slazinger o que la cocinera, o que Pollock o Terry Kitchen. Nací con este don, que desde luego no es nada comparado con dibujantes mucho mejores que yo que ya están muertos. Dejé boquiabiertos a los de la escuela primaria y a los del instituto de San Ignacio, en California. Si hubiera vivido hace diez mil años, habría dejado boquiabiertos a los hombres de las cavernas de Lascaux, Francia, cuyos conocimientos de dibujo lineal debían de estar más o menos al mismo nivel que los de la gente de San Ignacio.
* * *
—Si tu libro llega a publicarse —me dijo Mrs. Berman—, vas a tener que incluir por lo menos una foto que demuestre que sabes dibujar. Los lectores insistirán en eso.
—Pobrecitos —dije yo—. Y lo peor de hacerse viejo…
—No eres tan viejo —me interrumpió.
—¡Bastante viejo! Y lo peor es que te sigues encontrando metido en las mismas conversaciones, da igual con quién estés hablando. Slazinger no se creía que yo supiera dibujar. Mi primera mujer no se creía que yo supiera dibujar. A mi segunda mujer no le importaba si sabía o no sabía dibujar. Yo no era más que un mapache viejo que había recogido del almacén y al que había convertido en un animal doméstico. Le encantaban los animales y no le importaba si sabían dibujar o no.
* * *
—¿Qué le contestaste a tu primera mujer cuando te insinuó que no sabías dibujar? —me preguntó.
—Acabábamos de mudarnos al campo, donde ella no conocía a nadie. Todavía no había calefacción en la casa, y yo estaba intentando calentarla haciendo fuego en las tres chimeneas, como mis antepasados pioneros. Y Dorothy estaba intentando, finalmente, ponerse al día en arte a base de lecturas, pues se había resignado a tener que vivir con un artista. Nunca me había visto dibujar, porque yo creía que la llave mágica para convertirme en un auténtico pintor era dejar de dibujar y olvidar todo lo que sabía sobre arte.
»Y, sentada frente al fuego de la chimenea de la cocina, con todo el calor escapándose por el humero en lugar de salir hacia la habitación —dije—, Dorothy leyó en una revista de arte lo que un escultor italiano había dicho sobre los primeros cuadros expresionistas abstractos expuestos en Europa, en la Bienal de Venecia de 1950, el mismo año de mi encuentro con Marilee.
—¿Te habían expuesto algún cuadro? —me preguntó Circe.
—No. Sólo cosas de Gorky, Pollock y de Kooning. Y aquel escultor italiano, al que entonces se consideraba muy importante, pero que ahora está totalmente olvidado, dijo lo siguiente sobre lo que nosotros pensábamos estar haciendo: «Estos americanos son muy interesantes. Bucean antes de aprender a nadar». Quería decir que no sabíamos dibujar.
»Dorothy lo captó inmediatamente. Quería herirme igual que yo la había herido a ella, y me dijo: “¡Ya lo tengo! Pintáis así porque no sabéis pintar como Dios manda”.
»Yo no se lo discutí con palabras. Agarré un lápiz verde que Dorothy había estado utilizando para hacer una lista de todas las cosas del interior y del exterior de la casa que se tenían que reparar, e hice unos retratos en la pared de la cocina de nuestros dos hijos, que estaban dormidos frente a la chimenea del salón. Dibujé sólo las cabezas, a tamaño natural. Ni siquiera fui al salón a echarles un vistazo antes de empezar. La pared estaba cubierta de papel Sheetrock que yo había sujetado con clavos sobre el yeso resquebrajado. Todavía no me había puesto a llenar y juntar los espacios entre las hojas, ni había cubierto las cabezas de los clavos. Nunca llegué a hacerlo.
»Dorothy se quedó estupefacta —le dije a Circe—. Me dijo: “¿Por qué no lo haces siempre así?” Y yo le dije, y fue la primera vez que dije “jodidamente” delante de ella, por muy enfadados que hubiéramos estado el uno con el otro: “Porque es jodidamente fácil”.
* * *
—¿Nunca llegaste a llenar los espacios que había entre el papel? —dijo Mrs. Berman.
—Una pregunta muy femenina. Y mi masculina respuesta es ésta: «No».
—¿Y qué pasó con los retratos? ¿Pintasteis encima?
—No. Allí se quedaron durante seis años. Pero una tarde regresé a casa medio borracho, y me encontré con que mi mujer y mis hijos y los dibujos se habían ido para siempre. Había cortado los retratos del papel y se los había llevado. Había dos grandes agujeros cuadrados donde habían estado los dibujos.
—Te debió de sentar muy mal —dijo Mrs. Berman.
—Sí. Pollock y Kitchen se habían suicidado hacía sólo unas semanas, y mis cuadros se estaban cayendo a trozos. Y cuando vi aquellos dos cuadrados recortados del papel en aquella casa vacía… —Me detuve—. No importa —dije.
—Acaba la frase, Rabo —me suplicó.
—Nunca sentiré nada tan parecido —continué— a lo que mi padre debió de sentir cuando era un profesor joven y se encontró solo en su pueblo después de la masacre.
* * *
Slazinger era otro de los que nunca me habían visto dibujar, de los que se preguntaban si yo sabía realmente dibujar. Un día, cuando yo ya llevaba un par de años viviendo aquí, él se acercó al almacén de patatas para verme pintar. Había montado una tela bien estirada y aprestada de dos y medio por dos y medio, y estaba a punto de dar una capa de Sateen Dura-Luxe con un rodillo. Era un tono de naranja óxido verdoso llamado «Rapsodia húngara». Ni siquiera sospechaba que Dorothy, en casa, estaba inundando nuestro dormitorio de «Rapsodia húngara». Pero ésa es otra historia.
—Dime una cosa, Rabo —me dijo Slazinger—. Si yo pongo esta misma pintura con este mismo rodillo, ¿el cuadro seguirá siendo un Karabekian?
—Por supuesto —le dije—, siempre que tengas de reserva lo que Karabekian tiene de reserva.
—¿Cómo qué?
—Como esto —le dije. En el suelo había un agujero lleno de polvo.
Cogí un poco con las yemas de mis pulgares, y trabajando con ambos simultáneamente, esbocé una caricatura de la cara de Slazinger sobre la tela, en treinta segundos.
—¡Virgen Santa! —exclamó—. ¡No tenía ni idea de que supieras dibujar así!
—Estás mirando a un hombre con recursos —le dije.
Y él me dijo:
—Ya lo veo, ya lo veo.
* * *
Cubrí aquella caricatura con un par de capas de «Rapsodia húngara», y luego coloqué unas cintas que en teoría eran pura abstracción, pero que para mí eran, secretamente, seis ciervos en el claro de un bosque. Los ciervos estaban cerca del bosque. En el derecho había una banda vertical roja, que para mí, también secretamente, era el arma de un cazador apuntando a uno de los ciervos. Lo llamé «Rapsodia húngara número seis», y el Museo Guggenheim lo compró.
Ese cuadro estaba guardado cuando empezó a caerse a trozos, como todos los demás. Una restauradora pasó por delante de él por casualidad y vio un montón de cinta adhesiva y virutas de Sateen Dura-Luxe en el suelo, y me llamó para preguntarme qué podía hacerse para restaurar el cuadro, y si habían cometido algún error. No sé dónde habría estado ella un año antes, el año en que mis cuadros se hicieron famosos por caerse a trozos en todas partes. Ella, muy modesta, pensaba que tal vez el Guggenheim no había controlado correctamente los niveles de humedad o algo así. Yo, entonces, vivía como un animal en el almacén de patatas, solo y olvidado. Pero tenía teléfono.
—Y ha pasado una cosa muy rara —continuó—. Una cara enorme ha aparecido en la tela. —Era la caricatura, claro, que yo había hecho con mis dedos pringosos.
—Notifíqueselo al Papa —sugerí.
—¿Al Papa?
—Sí —dije—. Puede que tenga en sus manos lo mejor después del Sudario de Turín.
Será mejor que les explique a los lectores jóvenes que el Sudario de Turín es una sábana de lino que sirvió para envolver el cuerpo de un muerto, y que lleva la huella de un varón adulto que había sido crucificado, y sobre la que los mejores científicos de hoy están de acuerdo en que podría tener más de dos mil años. Se cree que envolvió nada más y nada menos que a Jesucristo, y es el más valioso tesoro de la catedral de San Juan Bautista de Turín, Italia.
La broma que le hice a la restauradora del Guggenheim sugería que podría tratarse de la cara de Jesús apareciendo en el cuadro, posiblemente justo a tiempo para impedir la Tercera Guerra Mundial.
Ella prácticamente me toreó. Me dijo:
—Bueno, llamaría al Papa inmediatamente, de no ser por un detalle.
—¿De qué se trata?
Y ella me dijo:
—Resulta que está usted hablando con alguien que salía con Paul Slazinger.
* * *
Le hice a ella la misma oferta que le había hecho a todo el mundo: que haría un duplicado exacto del cuadro en materiales más duraderos, pinturas y cintas adhesivas que sí sobrevivirían a la sonrisa de la «Mona Lisa».
Pero el Guggenheim, como todo el mundo, rechazó mi propuesta. Nadie quería estropear la cómica nota a pie de página en la historia del arte en que me había convertido. Con un poco de suerte, mi apellido podría aparecer en los diccionarios.
Kar-a-bek-i-an, n. (de Rabo Karabekian, pintor americano, siglo XX). Fiasco consistente en la total destrucción de la obra de una persona y de su reputación mediante la estupidez, el descuido, o ambos.