De entre todas las cosas de las que me avergüenzo, la que más atormenta a mi viejo corazón es mi fracaso como marido de la buena y valiente Dorothy, y el consiguiente alejamiento de mis vástagos, Henri y Terry, de mí, su papá.
¿Qué habrá escrito bajo el nombre de «Rabo Karabekian» en el Libro Mayor del día del Juicio Final?
«Soldado: Excelente.
Marido y Padre: Caca.
Pintor: Caca».
* * *
Cuando volví de Florencia, el Infierno me estaba esperando en casa para pasar cuentas. La buena y valiente Dorothy y los niños habían contraído una variedad nueva de gripe, otro milagro más de la posguerra. Un médico había ido a visitarlos y había dicho que volvería, y una vecina se encargaba de hacerles la comida. Acordamos que yo sólo podría estar por allí hasta que Dorothy se encontrara mejor, y que tendría que pasar las noches siguientes en el estudio que Terry Kitchen y yo habíamos alquilado sobre Union Square.
¡Lo listos que habríamos sido de haber acordado que yo no apareciera por allí en mil años!
—Antes de irme quiero decirte que tengo buenas noticias —le dije a Dorothy.
—¿Que nos vamos a mudar a esa casa dejada de la mano de Dios donde Cristo perdió el gorro?
—No, no, no es eso. La casa os gustará, ya lo verás, tiene vistas al mar y podréis respirar aire puro.
—¿Te han ofrecido allí un trabajo fijo?
—No.
—Pero vas a buscar uno —me dijo—. Terminarás tus estudios de administración de empresas por los que tanto nos hemos sacrificado todos, y llamarás a todas las puertas hasta que te contraten, para que tengamos unos ingresos fijos.
—Corazoncito, escúchame —le dije—. En Florencia he vendido unos cuadros por valor de diez mil dólares.
Nuestro apartamento parecía un almacén de decorados teatrales, tan lleno estaba de telas enormes que yo había aceptado como pagos de deudas. Y ella soltó este chiste:
—Pues acabarás en la cárcel, porque el valor de los que tenemos aquí no llega ni a tres dólares.
La había hecho tan desgraciada que ella había desarrollado cierto sentido del humor que, desde luego, no tenía cuando nos casamos.
* * *
—Se supone que tienes treinta y cuatro años —dijo—. ¡Ella tenía veintitrés!
—Tengo treinta y cuatro años —le dije.
—Pues compórtate de acuerdo con la edad que tienes. Compórtate como un hombre con mujer e hijos que cumplirá cuarenta antes de darse cuenta, y al que nadie va a ofrecer otro trabajo que empaquetar verduras o poner gasolina.
—A eso lo llamo yo ir al grano —dije.
—No soy yo la que va al grano. La que va al grano es la vida. ¡Rabo! ¿Dónde está el hombre con el que me casé? Hicimos planes sensatos para poder llevar una vida sensata. Y entonces conociste a esa gente, esa gentuza.
—Siempre había querido ser pintor.
—Nunca me lo dijiste.
—Porque no creía que fuera posible —dije—. Ahora sí lo creo.
—Es demasiado tarde, y demasiado arriesgado para un hombre con familia. ¡Despierta! ¿Por qué no puedes contentarte con una familia agradable, como todo el mundo?
—Te lo repetiré: en Florencia he vendido unos cuadros por valor de diez mil dólares —insistí.
—Te quiero, pero odio a tus amigos y a tus cuadros —me dijo—, y, tal como van las cosas, temo por mí y por los niños. ¡La guerra ha terminado, Rabo!
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que no tienes que hacer salvajadas, proezas, cosas peligrosas e ineludibles —me explicó—. Ya te han dado todas las medallas que podían darte. No es imprescindible que conquistes Francia. —Esto último era una referencia a nuestra grandiosa conversación sobre el hecho de que Nueva York pasara a ser la Capital Mundial del Arte, en lugar de París—.
»Estaban en nuestro bando, ¿no? —continuó—. ¿Por qué quieres conquistarles? ¿Qué daño te han hecho?
Cuando me hizo esta pregunta yo ya había salido del apartamento, de modo que lo único que tuvo que hacer para terminar la conversación fue lo que me había hecho Picasso: dar un portazo y cerrar con llave.
La oí llorar detrás de la puerta. ¡Pobrecita! ¡Pobrecita!
* * *
Aquello ocurrió a última hora de la tarde. Cogí mi maleta y fui al estudio que compartía con Kitchen. Kitchen estaba durmiendo en su camastro. Antes de despertarle, eché un vistazo a lo que él había estado haciendo en mi ausencia. Había rajado todos sus cuadros con una navaja de afeitar con puño de marfil que había heredado de su abuelo paterno, antiguo presidente de la New York Central Railroad. El mundo del Arte no se había empobrecido ni un ápice con aquella acción. Tuve este inevitable pensamiento: «Es un milagro que no se haya rajado también las muñecas».
El que estaba allí durmiendo era un hermoso ejemplar anglosajón, igual que Fred Jones, modelo con el que Dan Gregory ilustró un cuento sobre el héroe ideal americano. Y cuando él y yo íbamos juntos a los sitios, verdaderamente parecíamos Jones y Gregory. No sólo eso, sino que además Kitchen me trataba con el mismo respeto con que Fred trataba a Gregory, lo cual era ridículo. Fred era un auténtico mequetrefe memo y bonachón, mientras que aquel colega mío que estaba allí roncando era licenciado por la facultad de Derecho de Yale, y podría haber sido pianista o tenista o jugador de golf profesional.
Había heredado grandes dosis de talento junto con aquella navaja de afeitar. Su padre era un virtuoso violoncelista, jugador de ajedrez y horticultor, además de abogado y pionero en ganar derechos civiles para los negros.
Mi colega durmiente también me había superado en el ejército, pues fue teniente coronel de las tropas paracaidistas y había realizado muchas más hazañas que yo. Pero decidió admirarme porque yo era capaz de algo que él nunca supo hacer: dibujar o pintar cualquier cosa que vieran mis ojos con el mayor parecido.
Respecto a las obras mías que había en el estudio, esos enormes campos de color ante los que podía plantarme, extasiado, durante horas: para mí eran principios. Esperaba que adquirieran más y más complicación a medida que yo me fuera acercando, lentamente pero con seguridad, a lo que durante tanto tiempo se me había estado escapando: el alma, el alma, el alma.
* * *
Le desperté y le dije que le invitaba a cenar a la Cedar Tavern. No le hablé del gran negocio que había hecho en Florencia, pues él no podía formar parte del proyecto. Faltaban dos días para que la pistola de pulverización llegara a sus manos.
Cuando la Contessa Portomaggiore murió, por cierto, su colección incluía dieciséis Terry Kitchens.
* * *
«A cenar» significaba también «a beber». Ya había tres pintores sentados en la que se había convertido en nuestra mesa habitual, al fondo del local. Los llamaré «los pintores X, Y y Z». Y para no dar satisfacción ni alegría a los filisteos deseosos de oír que los primeros expresionistas abstractos eran una pandilla de borrachos salvajes, diré quiénes no eran aquellos tres.
No eran, repito, no eran: William Baziotes, James Brooks, Willem de Kooning, Arshile Gorky, que de todos modos ya estaba muerto por entonces, Adolph Gottlieb, Philip Guston, Hans Hofmann, Barnett Newman, Jackson Pollock, Ad Reinhardt, Mark Rothko, Clyfford Still, Syd Solomon ni Bradley Walker Tomlin.
Pollock estuvo allí aquella noche, de acuerdo, pero no bebió. No dijo ni una palabra y se marchó muy pronto. Y había allí una persona que no tenía nada que ver con la pintura, o eso creíamos. Era sastre. Se llamaba Isadore Finkelstein, y su taller estaba justo encima de la taberna. Con un par de copas entre pecho y espalda, hablaba de pintura mejor que nadie. Su abuelo, decía, había sido sastre en Viena, y le había hecho algunos trajes al pintor Gustav Klimt, antes de la Primera Guerra Mundial.
Y nos pusimos a hablar de por qué, aunque habíamos realizado exposiciones que habían entusiasmado a algunos críticos, y que habían inspirado un gran reportaje sobre Pollock en la revista Life, todavía no éramos capaces de vivir de la pintura.
Llegamos a la conclusión de que eran nuestras pintas y nuestra vestimenta las que nos lo impedían. Lo decíamos en broma. Nos pasábamos la vida bromeando. Todavía no entiendo cómo es posible que las cosas se pusieran tan espantosamente serias para Pollock y Kitchen al cabo de sólo seis años.
* * *
Slazinger también estuvo allí aquella noche. Fue entonces cuando le conocí. Estaba recogiendo material para una novela sobre pintores, una de las muchas novelas que nunca llegó a escribir.
Recuerdo que al final de aquella velada me dijo:
—No entiendo cómo podéis ser tan apasionados y al mismo tiempo tan poco serios.
—La vida es una broma —le dije—. ¿No te habías enterado?
—No.
* * *
Finkelstein declaró que estaba dispuesto a solucionar el problema de indumentaria de todo el que creyera tenerlo. Sólo tendríamos que pagarle un pequeño anticipo y el resto en cómodos plazos. Y a continuación, los pintores X, Y y Z, Kitchen y yo subimos al taller de Finkelstein a tomarnos medidas para hacernos los trajes. Pollock y Slazinger vinieron con nosotros, pero sólo en calidad de espectadores. Como sólo yo tenía dinero, hice el pago anticipado de todos con los travelers que me habían sobrado del viaje a Florencia.
Los pintores X, Y y Z, a propósito, saldaron su deuda regalándome cuadros al día siguiente. El pintor X tenía una llave de nuestro apartamento que yo le había dado el día que le echaron del sórdido hotel donde vivía por prender fuego a la cama. Y él y los otros dos dejaron allí sus cuadros y se fueron antes de que la pobre Dorothy pudiera defenderse.
* * *
El sastre Finkelstein, en la guerra, había matado de verdad, igual que Kitchen. Yo no.
Finkelstein había sido artillero del Tercer ejército de Patton. Cuando me estaba tomando medidas para hacerme aquel traje, que todavía conservo, me contó, con los labios llenos de alfileres, cómo un niño armado con un lanzacohetes había hecho volar una oruga de su tanque dos días antes de que la guerra terminara en Europa.
Y ellos dispararon contra él antes de darse cuenta de que era sólo un niño.
* * *
Y he aquí una sorpresa: cuando Finkelstein murió de un ataque de apoplejía tres años después, cuando a todos nosotros empezaba a irnos bien económicamente, descubrimos que nos había ocultado su faceta de pintor.
Su joven viuda, Rachel, que se parecía mucho a Circe, ahora que lo pienso, le montó una exposición individual en su taller, antes de cerrarlo para siempre. Su obra era poco ambiciosa, pero fuertes: tan figurativa como supo hacerla, como lo que hacían sus colegas los héroes de guerra Winston Churchill y Dwight David Eisenhower.
Como a ellos, le gustaba pintar. Como ellos, apreciaba la realidad. Así era el difunto pintor Isadore Finkelstein.
* * *
Después de que nos tomaran medidas para los trajes, bajamos de nuevo a la taberna a comer y beber más y vuelta a charlar y charlar, y entonces se nos unió un caballero aparentemente rico y distinguido de unos sesenta años. Yo nunca le había visto, ni los otros tampoco, al menos que yo supiera.
—Veo que son ustedes pintores —dijo—. ¿Les molesta que me siente aquí y que les escuche? —Estaba entre Pollock y yo, frente a Kitchen.
—La mayoría somos pintores —especifiqué. No queríamos ser maleducados con él. Cabía la posibilidad de que fuera coleccionista de arte o de que formara parte de la directiva de algún museo importante. Sabíamos distinguir a los críticos y a los marchantes. Aquel hombre era demasiado honrado, obviamente, para participar en alguno de aquellos turbios negocios.
—La mayoría son pintores —repitió él—. ¡Ajá! Lo más sencillo sería que ustedes mismos me dijeran quién no lo es.
Finkelstein y Slazinger se identificaron.
—Oh, me había equivocado —dijo. Señaló a Kitchen—. No habría dicho que él lo fuera, a pesar de su aspecto descuidado. Músico tal vez, o abogado, o atleta profesional. ¿Pintor? Me despistó, he de confesarlo.
¡Sólo un clarividente, pensé, podría acercarse a la verdad sobre Kitchen con tanta precisión! Sí, y mantuvo la atención centrada en Kitchen, como si estuviera leyendo sus pensamientos. ¿Por qué le habría fascinado más alguien que todavía tenía que pintar su primer cuadro interesante, que Pollock, cuya obra estaba provocando tantas controversias, y que estaba sentado justo a su lado?
Le preguntó a Kitchen si por casualidad había prestado servicio en la guerra.
Kitchen le dijo que sí. No dio más detalles.
—¿Tuvo eso algo que ver con su decisión de dedicarse a la pintura? —preguntó el caballero.
—No —contestó Terry.
Más tarde, Slazinger me dijo que creía que a Kitchen la guerra le había hecho avergonzarse de lo privilegiado que siempre había sido, dominando sin esfuerzo el piano, pasando sin esfuerzo por los mejores colegios, venciendo sin esfuerzo a casi todo el mundo en casi cualquier deporte, llegando sin esfuerzo al grado de teniente coronel en un abrir y cerrar de ojos, etcétera.
—Para aprender algo de la vida real —me dijo Slazinger— escogió uno de los campos en los que no tenía más remedio que ser un chaquetero sin esperanza.
Kitchen le habló así a su interrogador:
—La pintura es mi Everest. —El monte Everest aún no había sido conquistado. Eso no ocurriría hasta 1953, el mismo año en que Finkelstein sería enterrado y se celebraría la exposición de su obra.
El caballero se reclinó en su asiento, aparentemente muy complacido con aquella respuesta.
Pero luego se puso en un plan demasiado personal, para mi gusto, y le preguntó a Kitchen si era económicamente independiente, si su familia le respaldaba mientras él llevaba a cabo tan ardua escalada. Yo sabía que Kitchen sería muy rico en caso de que sobreviviera a sus padres, y que éstos se habían negado a darle dinero, con la esperanza de obligarle a ejercer la abogacía o la política, o conseguir un empleo en Wall Street, donde el éxito estaba asegurado.
Yo no creía que nada de aquello fuera asunto del caballero, y quería que Kitchen así se lo dijera. Pero Kitchen se lo contó todo, y cuando dio por acabada la respuesta, su expresión indicaba que estaba preparado para otra pregunta, cualquiera que fuera.
Y la siguiente pregunta fue:
—Está usted casado, por supuesto.
—No —contestó Kitchen.
—Pero le gustan las mujeres, ¿no?
Esta pregunta iba dirigida a un hombre que antes del final de la guerra ya era uno de los mayores ligones del planeta.
—A estas alturas de mi vida, señor —dijo Kitchen—, soy una pérdida de tiempo para las mujeres, y ellas son una pérdida de tiempo para mí.
El caballero se puso en pie.
—Le agradezco que haya sido tan sincero y tan amable conmigo —dijo.
—Eso intentaba —dijo Kitchen.
El caballero se fue. Hablamos de quién y qué podría ser. Recuerdo que Finkelstein dijo que, quienquiera que fuese, llevaba un traje hecho en Inglaterra.
* * *
Yo comenté que iba a alquilar o pedir prestado un coche al día siguiente porque quería dejar preparada la casa de Springs para que mi familia pudiera instalarse. También quería echar otra ojeada al almacén de patatas que había alquilado.
Kitchen me preguntó si podía acompañarme.
—Claro —le dije, aquella pistola de pulverización le estaba esperando en Montauk. ¡Vaya con el destino!
* * *
Aquella noche, antes de acostarnos en nuestros camastros, le pregunté si tenía alguna pista sobre quién era aquel caballero que le había interrogado tan concienzudamente.
—Sólo se me ocurre una cosa muy bestia —me dijo.
—¿Cuál?
—Puede que me equivoque, pero creo que era mi padre. Se parecía a papá, hablaba igual que papá, vestía igual que papá, hacia las mismas bromas irónicas que papá. Le estuve observando con ojos de halcón, Rabo, y pensé: «O es un excelente imitador, o es el hombre que me engendró». Tú eres listo y eres mi mejor y único amigo. Dime: si no era más que un imitador de mi padre, ¿a qué estaba jugando?