Marilee no se enteró de que su marido era un agente británico hasta casi el final de la guerra. También ella le tenía por un inútil sin carácter, pero se lo perdonaba por lo bien que vivían y lo bien que él la trataba.
—Siempre se le ocurrían cosas divertidas y amables y halagüeñas que decirme. Disfrutaba verdaderamente de mi compañía. A los dos nos encantaba bailar hasta el agotamiento.
Así que había otra mujer en mi vida que tenía manía por el baile y que estaba dispuesta a bailar con cualquiera, con tal de que lo hiciera bien.
—Nunca bailabas con Dan Gregory —le recordé.
—Porque él no quería —me dijo—, igual que tú.
—Yo no sabía bailar. Nunca he sabido.
—Querer es poder —dijo Marilee.
* * *
Me dijo que la noticia de que su marido era un espía británico no la impresionó demasiado.
—Tenía muchos uniformes para diferentes ocasiones, y a mí nunca me importó lo que se suponía que significaban. Estaban cubiertos de emblemas que nunca me preocupé de descifrar. Nunca le pregunté: «Bruno, ¿cómo ganaste esta medalla? ¿Qué significa este águila que hay en la manga? ¿Qué son estas dos cruces que hay en las puntas de cuello?». Y cuando me dijo que era un espía británico, para mí aquello fue como otra pieza más de la bisutería bélica. No tenía prácticamente nada que ver conmigo, ni con él.
Me dijo que cuando le fusilaron ella imaginó que se sentiría terriblemente vacía, pero que no fue así. Y entonces comprendió que el verdadero compañero y amigo de su vida era el pueblo italiano.
—Eran tan cariñosos conmigo, Rabo, y yo les correspondía con amor, y me importaba un bledo su bisutería.
»Aquí tengo un hogar, Rabo —me dijo—. Nunca se me habría ocurrido venir aquí, de no ser por la locura de Dan Gregory. Tengo un hogar gracias a los tornillos sueltos de un armenio de Moscú.
* * *
—Cuéntame lo que has estado haciendo durante todos estos años —dijo.
—No sé por qué, pero me considero una persona muy poco interesante.
—Vamos, hombre. Has perdido un ojo, te has casado, has tenido dos hijos, y dices que vuelves a pintar. ¿Puede haber una vida más llena de acontecimientos?
Pensé que, efectivamente, había habido algunos acontecimientos, pero muy pocos, desde luego, desde aquel día de san Patricio en que hicimos el amor, cosa que me hizo sentir orgulloso y feliz. Tenía unas cuantas anécdotas de soldado que les había contado a mis amigos borrachines de la Cedar Tavern, y le conté algunas a Marilee. Ella había vivido. Yo había acumulado anécdotas. Ella tenía un hogar. Para mí, el hogar era algo que no creía llegar a encontrar nunca.
* * *
Anécdota de Soldado número uno:
—Cuando los aliados liberaron París —dije—, busqué a Pablo Picasso, la encarnación, según Dan Gregory, de Satanás, para asegurarme de que no le había pasado nada.
»Abrió un poco la puerta, que estaba cerrada por dentro con una cadena, y me dijo a través de la rendija que estaba muy ocupado y que no quería que le molestaran. Todavía se oían algunos disparos en la calle. Luego dio un portazo y volvió a cerrar con llave.
Marilee se rio y me dijo:
—A lo mejor sabía todas las cosas terribles que nuestro dueño y señor solía decir de él.
Me dijo que de haber sabido que yo seguía con vida, habría guardado una foto que encontró en una revista italiana y que sólo ella y yo podríamos apreciar completamente. Mostraba un collage que Picasso había hecho recortando el cartel de un anuncio de cigarrillos americanos. Había unido los pedazos del cartel, que originariamente representaba a tres vaqueros fumando de noche alrededor de una fogata, para componer la figura de un gato.
Seguramente, sólo Marilee y yo, de entre todos los expertos en arte del mundo entero, habríamos sido capaces de identificar al autor del poster mutilado: Dan Gregory.
Menuda trivialidad.
* * *
—Probablemente, aquél fue el único momento en que Picasso prestó una mínima atención a uno de los más famosos artistas americanos de la historia —especulé.
—Sí, probablemente.
* * *
Anécdota de Soldado número dos:
—Me capturaron cuando sólo faltaban unos meses para que terminara la guerra —dije—. Me cosieron un poco en un hospital, y luego me enviaron a un campo que había al sur de Dresde, donde ya se habían quedado sin comida. En lo que quedaba de Alemania, todo lo comestible se había agotado. De modo que, en el campo, todos nos estábamos quedando cada vez más flacos, todos menos el hombre al que habíamos elegido para que dividiera en partes iguales la poca comida que nos daban.
»Nunca se quedaba solo con la comida. Nosotros estábamos presentes cuando la traían, y entonces él la dividía, mientras los demás mirábamos. Sin embargo, él conservaba un aspecto lustroso y satisfecho, en tanto que nosotros nos íbamos convirtiendo en esqueletos.
»Se regalaba, distraídamente, con las migas y las gotas que caían en la mesa, agarrado a su cuchillo y su cucharón.
Este mismo fenómeno inocente explica, por cierto, la gran prosperidad de muchos de mis vecinos de esta playa. Están a cargo de toda la riqueza que le queda a este país arruinado, porque son muy de fiar. Parte de esa riqueza está destinada a tratar de abrirse camino hasta la boca desde sus ocupados dedos y ocupadas herramientas.
* * *
Anécdota de Soldado número tres:
—Una noche de mayo —dije—, nos hicieron salir del campo de prisioneros. Hacia las tres de la madrugada nos hicieron detener, y nos dijeron que durmiéramos a la intemperie lo mejor que pudiéramos.
»Cuando nos despertamos al amanecer, los guardianes se habían ido, y descubrimos que nos encontrábamos al borde de un valle, cerca de las ruinas de una vieja atalaya de piedra. Allá abajo, en aquel inocente labrantío, había miles y miles de personas como nosotros, que habían sido conducidas hasta allí, vertidas allí, por sus guardianes. No todos eran prisioneros de guerra. Había gente que había salido de campos de concentración y de fábricas donde habían trabajado como esclavos, y de prisiones para criminales y de manicomios. La idea era soltarnos lo más lejos posible de las ciudades, donde habríamos podido armar la de Dios es Cristo.
»Y también había civiles que habían llegado corriendo desde el frente ruso o desde el frente americano y británico. En realidad los frentes se habían encontrado al norte y al sur de donde estábamos nosotros.
»Y había cientos con uniformes alemanes, con las armas todavía en buen estado, pero ahora dóciles, esperando a que llegaran aquellos a los que tendrían que rendirse.
—El Reino de la Paz —dijo Marilee.
* * *
Pasé del tema de la guerra al de la paz. Le conté a Marilee de mi regreso al arte después de un largo lapsus, y que, para mi propia sorpresa, me había convertido en un creador importante de obras que habrían hecho que Dan Gregory se revolviera en su tumba de héroe en Egipto, obras que el mundo nunca antes había contemplado.
Ella protestó con horror fingido.
—Oh, por favor, no hables más de arte. Es un pantano del que no conseguiré salir aunque viva mil años.
Pero me escuchó atentamente cuando le hablé de nuestro pequeño grupo neoyorquino, cuyas pinturas no tenían nada en común salvo una cosa: no trataban de nada más que de sí mismas.
Cuando acabé, ella suspiró y sacudió la cabeza.
—Era lo último que un pintor podía hacerle a un lienzo, por eso lo habéis hecho —dijo—. Que sean los americanos quienes pongan el «Fin».
—Espero que no sea eso lo que estamos haciendo.
—Pues yo espero que sí. Después de todo lo que los hombres les han hecho a las mujeres y a los niños y a todos los indefensos de este planeta, ya va siendo hora de que cada cuadro, y también cada composición musical, cada estatua, cada obra de teatro, cada poema y cada novela creada por un hombre, diga sólo esto: «Somos demasiado horribles para estropear este lugar tan agradable. Nos rendimos. Nos vamos. ¡Fin!».
* * *
Me dijo que nuestro inesperado encuentro era una gran suerte para ella, pues creía que tal vez yo podría resolver un problema de decoración interna que llevaba años fastidiándola, a saber: qué tipo de cuadros colocar en los espacios vacíos que había entre las columnas de su rotonda.
—Quiero dejar alguna huella mía en este sitio mientras lo tenga —dijo—, y me parece que la rotonda es el lugar más adecuado.
»Estuve a punto de contratar a mujeres y niños para que pintaran murales sobre los campos de exterminio y el bombardeo de Hiroshima y las minas explosivas, y quizá también sobre la quema de brujas y los cristianos devorados por fieras en la antigüedad —dijo—. Pero creo que una cosa así sólo serviría para incitar a los hombres a ser todavía más destructivos y crueles, que les haría pensar: “¡Ja, ja, ja! ¡Somos poderosos como dioses! Nunca ha habido nada capaz de impedirnos hacer hasta las cosas más espantosas, siempre que nos hemos propuesto hacerlas”.
»De modo que tu idea me parece mucho mejor, Rabo. Que los hombres entren en mi rotonda, y que cuando miren al frente no reciban ningún aliento. Que las paredes griten: “¡Fin!”.
* * *
Así nació la segunda mayor colección de Expresionismo Abstracto norteamericano, siendo la mía —cuyo almacenaje me estaba costando un riñón y nos estaba convirtiendo a mí y a mi mujer y a mis hijos en indigentes— la primera. ¡Nadie quería aquellos cuadros ni regalados!
Marilee me encargó diez cuadros sin haberlos visto. Yo tenía que seleccionarlos, ¡y ella me daría mil dólares por cada uno!
—¡Estás de broma!
—La Condesa Portomaggiore no bromea nunca —me dijo—. Soy igual de rica que el resto de los que han vivido aquí antes que yo, de modo que harás lo que te diga.
Y así fue.
* * *
Me preguntó si habíamos buscado un nombre para nuestro grupo, y le dije que no. Serían los críticos los que finalmente nos darían un nombre. Marilee me dijo que nos llamaría «el grupo del Génesis», porque lo que estábamos haciendo era volver al principio, a cuando la materia todavía no había sido creada.
La idea me parecía buena, e intenté vendérsela a los otros cuando volví a Nueva York. Pero nunca llegó a cuajar.
* * *
Marilee y yo nos pasamos horas hablando, hasta que fuera se hizo de noche. Finalmente dijo:
—Creo que será mejor que te marches.
—Eso se parece mucho a lo que me dijiste el día de san Patricio, hace catorce años.
—Espero que esta vez no te olvides de mí tan pronto.
—Nunca te he olvidado.
—Te olvidaste de preocuparte de mí.
—Le doy mi palabra de honor, Contessa —le dije, poniéndome en pie—. No volverá a pasar.
Aquella fue la última vez que nos vimos. Pero nos escribimos. He rescatado una de aquellas cartas de mis archivos. La fecha es de tres años después de nuestro encuentro, 7 de junio de 1953, y en ella Marilee dice que después de todo no hemos conseguido hacer cuadros que no traten de nada, que ella identifica fácilmente el caos en cada cuadro. Tiene mucha gracia, desde luego. «Díselo al resto del grupo del Génesis», dice.
Contesté a esa carta con un telegrama del que conservo una copia: NI SIQUIERA EL CAOS TIENE QUE ESTAR PRESENTE, pone. VENDREMOS A TACHARLO CON NUESTROS PINCELES. QUE SE NOS CAIGA LA CARA DE VERGÜENZA. SAN PATRICIO.
* * *
Boletín del presente: Paul Slazinger se ha entregado voluntariamente al pabellón psiquiátrico del hospital de veteranos de Riverhead. Desde luego yo no sabía qué hacer con los productos químicos nocivos que su cuerpo estaba vertiendo en su sangre, y hasta él se dio cuenta de que se estaba volviendo loco. Mrs. Berman se alegró de verle salir de aquí.
Mejor será que su Tío Sam se encargue de él.