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Marilee me condujo hasta una pequeña y acogedora biblioteca que había albergado, me dijo, la gran colección de pornografía homosexual masculina de su difunto esposo. Le pregunté qué se había hecho de los libros, y ella me explicó que se los habían comprado a un precio muy alto, y que había repartido el dinero entre las sirvientas, todas ellas mujeres que habían resultado heridas de guerra de un modo u otro.

Nos acomodamos en unos amplios y mullidos sillones, el uno frente al otro, separados por una mesa de café. Marilee me dirigió una mirada cariñosa y me dijo:

—Bueno, bueno, mi joven protegido, ¿qué tal? Cuánto tiempo sin verte. ¿Matrimonio arruinado, dices?

—Siento mucho haberlo dicho. Siento haber dicho todo lo que he dicho. Me siento como un ratón entre las garras del gato.

Una mujer que tenía dos ganchos de acero donde deberían haber estado sus manos nos trajo el té y unas pastas. Marilee le dijo algo en italiano, y la mujer se rio.

—¿Qué le has dicho? —le pregunté a Marilee.

—Le he dicho que tu matrimonio está en la ruina.

La mujer de los ganchos le dijo algo a Marilee en italiano, y pedí una traducción.

—Dice que la próxima vez tendrías que casarte con un hombre.

»A ella —continuó— su marido le metió las manos en un cazo de agua hirviendo para que le confesara con quién se había acostado mientras él estaba luchando en el frente. Eran alemanes y americanos, por cierto, y las manos se le gangrenaron.

* * *

Sobre la chimenea de la acogedora biblioteca de Marilee estaba el cuadro estilo Dan Gregory que ya he mencionado, un regalo del pueblo de Florencia: representaba a su difunto esposo, el Conde Bruno, rechazando una venda para taparse los ojos, frente a un pelotón de fusilamiento. Ella me contó que las cosas no habían sido exactamente de aquella forma, como suele pasar. Y yo le pregunté cómo era que se había convertido en la Contessa Portomaggiore y había heredado el hermoso palacio y las ricas granjas en el norte, etcétera.

Cuando ella y Gregory y Fred Jones llegaron a Italia, me dijo, antes de que los Estados Unidos entraran en guerra, contra Italia y Alemania y Japón, les recibieron como a grandes celebridades. Representaban un triunfo propagandístico para Mussolini:

—«El más famoso artista americano y uno de sus más famosos aviadores y la incomparablemente hermosa y genial actriz americana, Marilee Kemp», así nos llamó —me dijo Marilee—. Dijo que nosotros tres habíamos venido a tomar parte en el milagro espiritual y físico y económico de Italia, que se convertiría en el modelo universal de los próximos milenios.

El valor propagandístico de aquellos tres personajes eran tan grande que Marilee obtuvo en la prensa y en los eventos sociales el respeto que una verdadera actriz famosa merecía.

—De pronto dejé de ser una mujerzuela inútil. Yo era una joya de la corona del nuevo emperador romano. A Dan y a Fred, tengo que decirlo, esto les desconcertó. No les quedó más remedio que tratarme más respetuosamente en público, y yo estaba encantada. En este país se pirran por las rubias, claro, de modo que siempre que teníamos que hacer aparición en algún sitio yo entraba la primera, y ellos entraban detrás de mí, como parte de mi séquito.

»Y a mí me resultó muy fácil aprender el idioma italiano —continuó—. Pronto lo hablaba mucho mejor que Dan, que había ido a clases en Nueva York. Fred nunca aprendió ni una sola palabra de italiano, claro.

* * *

En Italia, Fred y Dan se convirtieron en héroes al morir luchando, más o menos, por la causa italiana. La celebridad de Marilee les sobrevivió, a modo de encantador y hermoso recordatorio de su supremo sacrificio, y de la admiración que muchos americanos le tenían, supuestamente, a Mussolini.

Todavía era hermosa, por cierto, cuando nos vimos en Florencia, a pesar de que no iba maquillada y de que llevaba puesto un traje de luto. Después de todo lo que había vivido, podría haber sido una anciana, pero sólo tenía cuarenta y tres años. ¡Todavía le quedaba un tercio de siglo de vida!

Y, como ya dije, iba a convertirse en la distribuidora más importante de Sony en Europa, entre otras cosas. ¡La muchacha aún estaba viva!

Además, la Contessa también se anticipaba a su tiempo creyendo que los hombres eran inútiles, idiotas y tremendamente peligrosos. Esta idea no llegaría a cuajar en su país natal hasta tres años antes del fin de la guerra de Vietnam.

* * *

Cuando Dan Gregory murió, el acompañante habitual de Marilee en Roma pasó a ser un ministro de Cultura soltero y guapo, y educado en Oxford: el bello Bruno, Conde Portomaggiore. Le explicó a Marilee inmediatamente que no podían tener relaciones físicas, pues él sólo estaba interesado sexualmente en hombres y niños. Esta preferencia, si se sacaba a la luz, era una ofensa capital por aquellos tiempos, pero el Conde Bruno se sentía perfectamente a salvo y autorizado a comportarse todo lo escandalosamente que quisiera. Estaba seguro de que Mussolini le protegería, pues él era el único miembro de la vieja aristocracia que había aceptado un alto cargo en su gobierno, y que virtualmente se revolcaba de admiración por las botas arribistas del dictador.

—Era un perfecto imbécil —señaló Marilee. Me dijo que la gente se reía de su cobardía y de su vanidad y de su amaneramiento—. Y también —añadió— era un perfecto jefe de los servicios de inteligencia británicos en Italia.

* * *

Después de que mataran a Dan y a Fred, y antes de que los Estados Unidos entraran en guerra. Marilee era la heroína de Roma. Se lo pasaba de fábula yendo de compras y bailando, bailando, bailando con el conde, al que le encantaba oírla hablar, y que siempre se comportaba como un perfecto caballero. Los deseos de Marilee eran órdenes para él, y jamás la amenazó físicamente, ni jamás le pidió nada, ¡hasta que una noche le dijo que Mussolini en persona le había ordenado que se casara con ella!

—Tenía muchos enemigos —me explicó Marilee— que le habían estado diciendo a Mussolini que el conde era un homosexual y un espía británico. Mussolini no tenía ninguna duda de que al conde le gustaban los hombres y los niños, pero no le cabía en la cabeza que un hombre tan necio pudiera tener el valor ni el ingenio necesarios para ser un espía.

Cuando Mussolini le ordenó a su ministro de Cultura que demostrara que no era homosexual casándose con Marilee, también le entregó un documento que Marilee debía firmar. El documento pretendía aplacar los ánimos de los viejos aristócratas, a los que la idea de que una mujerzuela americana heredara propiedades antiguas les parecía intolerable. Establecía que, en caso de que el conde muriera, Marilee dispondría de sus propiedades de por vida, pero sin derecho a venderlas ni dejarlas en herencia a nadie. Después de la muerte de ella, debían pasar a manos del pariente masculino más próximo del conde, quien, como ya he dicho, resultó ser un vendedor de automóviles de Milán.

Al día siguiente, los japoneses, en un ataque sorpresa, hundieron una gran parte de la flota americana en Pearl Harbor, y este país todavía pacifista y antimilitarista no tuvo más remedio que declarar la guerra no sólo a Japón, sino también a sus aliados, Alemania e Italia.

* * *

Pero antes de lo de Pearl Harbor, Marilee le dijo al único hombre que jamás la había pedido en matrimonio, y un noble rico, encima, que no, que no quería casarse con él. Le dio las gracias por una felicidad que nunca antes había conocido. Le dijo que su proposición y el documento adjunto la habían hecho despertar de lo que sólo podía ser un sueño, y que había llegado el momento de regresar a los Estados Unidos, donde tendría la oportunidad de enfrentarse con la persona que era en realidad, a pesar de que allí no tenía un hogar.

Pero a la mañana siguiente, Marilee, nerviosa por la idea de volver a casa, encontró que el clima espiritual de Roma —aunque el verdadero sol brillaba y las verdaderas nubes estaban lejos— era oscuro y frío y le recordaba a una escena de «lluvia y aguanieve a medianoche», tal como me lo describió en Florencia.

* * *

Aquella mañana Marilee oyó las noticias sobre Pearl Harbor por la radio. Una de las informaciones hablaba de los siete mil ciudadanos americanos, cifra aproximada, que vivían en Italia. La embajada americana, que aún estaba abierta pues técnicamente todavía no estábamos en guerra contra Italia, anunció que estaba planeando llevar a cabo la repatriación del mayor número posible de americanos, lo más rápido posible. El gobierno italiano respondió que haría cuanto estuviera en su mano para facilitar su salida del país, pero que no había motivo para un éxodo masivo, ya que Italia y los Estados Unidos tenían firmes vínculos históricos y familiares que no debían romperse sólo para satisfacer las demandas de los judíos y los comunistas y del decadente Imperio Británico.

La doncella de Marilee entró para anunciarle, como cada día, que había un empleado que quería hablar con ella acerca de la posible presencia de cañerías de gas defectuosas en su habitación, y de que llevaba un mono de trabajo y una caja de herramientas. El hombre golpeó las paredes y las olfateó, murmurando algo en italiano, y luego, cuando ellos dos se quedaron a solas, empezó a hablar en voz baja, sin retirar la nariz de la pared, en un inglés americano con acento del medio oeste.

Le dijo a Marilee que era del ministerio de la Guerra de los Estados Unidos, que es como se llamaba en aquella época el ministerio de Defensa. Entonces carecíamos de organizaciones de espionaje autónomas. Dijo que no tenía ni idea de qué opinaba ella realmente de la democracia y el fascismo, pero que era su deber pedirle, por el bien de su país, que permaneciera en Italia y que siguiera procurándose el favor del gobierno de Mussolini.

Según ella misma me contó, Marilee pensó entonces, por primera vez en su vida, en la democracia y en el fascismo. Decidió que la democracia sonaba mejor.

—¿Pero para qué tengo que quedarme? —preguntó Marilee.

—Tarde o temprano, puede que usted se entere de algo que a nosotros nos interese saber —le dijo el hombre—. Tarde o temprano, o tal vez nunca, usted podría serle útil a su país.

Ella le dijo que le parecía como si de pronto el mundo se estuviese volviendo loco.

Él comentó que no había nada de repentino en aquello, y que, por el contrario, hacía mucho tiempo que el mundo debería estar encerrado en una cárcel o en un manicomio.

Para poner un ejemplo de lo que ella entendía por locura repentina, Marilee le contó que Mussolini le había ordenado a su ministro de Cultura que se casara con ella.

Él, según Marilee, contestó:

—Si queda en su corazón una pizca de amor por América, usted se casará con él.

Así es como la hija de un minero del carbón se convirtió en la Contessa Portomaggiore.