—Te creías que te iban a seducir otra vez, ¿verdad? —me dijo Marilee. Sus palabras resonaron susurrantes en la cúpula, como si las divinidades las estuvieran discutiendo allí arriba.
»Sorpresa, sorpresa —dijo—, hoy ni siquiera nos vamos a dar la mano.
Moví la cabeza, asombrado y triste.
—¿Por qué estás tan enfadada conmigo? —le pregunté.
—Durante la Gran Depresión creía que tú eras el único amigo verdadero que tenía. Y luego hicimos el amor, y no volví a tener noticias tuyas.
—No puedo creerlo. Me dijiste que me fuera, por el bien de los dos. ¿Lo has olvidado?
—Debió de alegrarte mucho que te lo dijera. No dudaste en irte.
—¿Qué esperabas que hiciera?
—Que dieras alguna muestra, cualquiera, de que te importaba cómo estaba —dijo Marilee—. Tuviste catorce años para hacerlo, pero no lo hiciste. Ni una sola llamada, ni una sola postal. Y ahora vuelves, como un vulgar gamberro: ¿y qué quieres? Quieres que te seduzcan otra vez.
* * *
—¿Insinúas que podríamos haber seguido siendo amantes? —le pregunté, incrédulo.
—¿Amantes? ¿Amantes? ¿Amantes? —dijo ella, burlona, en tono estridente. El eco de sus palabras sonó sobre nuestras cabezas como el barullo de dos mirlos en lucha.
»A Marilee Kemp nunca le han faltado amantes —continuó—. Mi padre me quería tanto que me pegaba cada día. Los chicos del equipo de fútbol americano del instituto me querían tanto que una noche, después de la fiesta de fin de curso, me violaron uno por uno. El director del Ziegfield Follies me quería tanto que me dijo que si no me unía a su cuadrilla de putas me despediría y haría que alguien me echara ácido en la cara. Dan Gregory me quería tanto que me tiró por la escalera cuando se enteró de que yo te había enviado parte de sus valiosos materiales artísticos.
—¿Que hizo qué?
Y ella me contó la verdadera historia de cómo me había convertido en el aprendiz de Dan Gregory.
Me quedé estupefacto.
—Pero… pero mis cuadros le gustaban, ¿no? —tartamudeé.
—No.
* * *
—Aquél fue uno de los castigos que tuve que sufrir por ti —me dijo—. Tuve que soportar otro cuando hicimos el amor y tú te fuiste para siempre. Pero ahora hablemos de todas las cosas maravillosas que hacías por mí.
—Nunca había pasado tanta vergüenza —dije.
—Está bien. Yo te diré lo que hacías por mí: me llevabas a dar alegres, tontos, hermosos paseos.
—Sí, ya me acuerdo.
—Te frotabas los pies en las alfombras y me dabas descargas en el cuello cuando menos lo esperaba.
—Sí.
—Y a veces hacíamos travesuras.
—Como cuando hicimos el amor.
Marilee volvió a estallar:
—¡No! ¡No! ¡No! ¡Zoquete! ¡Idiota! ¡Pelmazo! —exclamó—. ¡El Museo de Arte Moderno!
* * *
—Así que perdiste un ojo en la guerra —me dijo.
—Sí, igual que Fred Jones.
—Igual que Lucrezia y Maria —dijo Marilee.
—¿Quiénes son?
—Mi cocinera y la mujer que te ha abierto la puerta.
* * *
—¿Te dieron muchas medallas? —me preguntó.
La verdad es que no podía quejarme. Tenía una Estrella de Bronce con un Enjambre de Estrellas, un Corazón Púrpura por mi herida, una Mención Presidencial, una Medalla del Soldado, una Insignia de Buena Conducta y una Medalla de la Campaña de Europa, África y el Oriente Medio con siete Estrellas de Batalla.
De la que más me enorgullecía era de la Medalla del Soldado, con la que se condecora a un soldado que le ha salvado la vida a otro en situaciones no necesariamente ligadas al combate. En 1941, yo estaba impartiendo un curso de técnicas de camuflaje a unos candidatos a oficiales en Fort Benning, Georgia. Vi fuego en un barracón y di la alarma, y luego entré dos veces, poniendo en peligro mi propia seguridad y saqué de allí a dos reclutas que estaban inconscientes.
Eran las únicas personas que había en el barracón, donde se suponía que no tenía que haber nadie. Habían estado bebiendo, y habían iniciado el incendio accidentalmente, por lo que se les castigó con dos años de trabajos forzados, más la pérdida de la paga y otros castigos deshonrosos.
Respecto a mis medallas: a Marilee me limité a decirle que había cobrado mi parte.
Por cierto, cómo me envidiaba Terry Kitchen por mi Medalla del Soldado. Él tenía una Estrella de Plata, y decía que una Medalla del Soldado valía por diez Estrellas de Plata.
—Cada vez que me cruzo con un hombre que lleva una condecoración —me dijo Marilee— me dan ganas de ponerme a llorar y abrazarle y decirle: «Oh, pobrecito, cuántas cosas espantosas has tenido que soportar, sólo para que las mujeres y los niños pudieran estar seguros en casa».
Me dijo que muchas veces había tenido tentaciones de ir a ver a Mussolini, quien tenía tantas medallas que le cubrían toda la parte anterior de la guerrera hasta la altura del cinturón, y decirle: «Después de todo lo que has sufrido, ¿cómo puede quedar algo de ti?».
Y luego mencionó la infortunada expresión que yo había utilizado por teléfono:
—¿Dijiste que durante la guerra tuviste mujeres «a porrazo»?
Le dije, y no mentía, que sentía mucho haber dicho tal cosa.
—Nunca había oído esa expresión —insistió—. Estuve intentando adivinar lo que significaba.
—Olvídalo, de verdad.
—¿Quieres saber lo que me imaginé? Me imaginé que significaba que en todas partes encontrabas mujeres dispuestas a hacer cualquier cosa a cambio de comida o protección para ellas y sus hijos y para los ancianos, porque los jóvenes estaban en el frente, o muertos —dijo—. ¿Me equivocaba?
—Pobre de mí, pobre de mí, pobre de mí.
—¿Qué te pasa, Rabo?
—Que has dado en el clavo.
—No era difícil —me dijo—. Las guerras se hacen precisamente para reducir a las mujeres de todo el mundo a esa condición. En las guerras los hombres hacen ver que luchan entre ellos, pero la verdad es que luchan siempre contra las mujeres.
—A veces se toman la representación muy en serio —dije.
—Porque saben que los que hacen mejor su papel son los que salen en los periódicos y los que después se llevan las medallas.
* * *
—¿Llevas una pierna ortopédica? —me preguntó a continuación.
—No.
—Lucrezia, la mujer que te ha abierto la puerta, perdió una pierna además del ojo. Pensé que tal vez tú también habrías perdido una.
—No, no tuve esa suerte.
—Verás —me explicó Marilee—, una mañana temprano cruzó una pradera para llevarle dos preciosos huevos a una vecina que había dado a luz la noche anterior. Pisó una mina. No sabemos qué ejército tuvo la culpa. Pero sabemos el sexo. Sólo un varón sería capaz de diseñar y enterrar un dispositivo tan ingenioso. Antes de irte, a lo mejor convences a Lucrezia para que te enseñe todas las medallas que le dieron a ella. —Y luego añadió—: Las mujeres somos inútiles y poco imaginativas, ¿no crees? Lo único que se nos ocurriría plantar en la tierra son semillas de algo bonito o comestible. El único misil que se nos ocurriría lanzarle a nadie es una pelota o un ramo nupcial.
—Está bien, Marilee —le interrumpí, sumamente fatigado—, te aseguro que lo has conseguido. Nunca en mi vida me había sentido tan mal. Ojalá el Arno fuera lo suficientemente profundo para que pudiera ahogarme en él. Por favor, ¿puedo volver a mi hotel?
—No —me contestó—. Creo que he reducido tu amor propio hasta el nivel al que los hombres intentan reducir el de las mujeres. Si es así, me gustaría mucho que te quedaras a tomar el té que te había prometido. Quién sabe, a lo mejor hasta volvemos a hacernos amigos.