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La telefoneé inmediatamente desde el hotel. ¡Me preguntó si podía ir a tomar el té con ella al cabo de una hora! ¡Le contesté que por supuesto que sí! ¡Mi corazón latía como un desesperado!

Ella vivía a sólo cuatro manzanas de distancia, en un palacio edificado para Inocencio «el Invisible» de Medicis por Leon Battista Alberti a mediados del siglo quince. Era una estructura cruciforme cuyas cuatro alas se apoyaban en una rotonda cubierta por una cúpula de doce metros de diámetro, y en cuyas paredes había dieciocho columnas corintias semiadosadas de cuatro metros y medio de altura. Sobre los capiteles de las columnas había un triforio, una pared perforada por treinta y seis ventanas. Encima estaba la cúpula, en cuya parte inferior había una epifanía —Dios Todopoderoso y Jesús y la Virgen María y unos cuantos ángeles mirando hacia abajo a través de las nubes— pintada por Paolo Uccello. El suelo de terrazo, obra de un artista desconocido, pero seguramente veneciano, estaba decorado con espaldas de unos campesinos plantando y recolectando y cocinando y haciendo pan y vino y demás.

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El incomparable Rabo Karabekian no está exhibiendo sus conocimientos, ni su fabulosa memoria de elefante armenio, ni tampoco su dominio del sistema métrico. Toda la información anterior proviene de un libro recién publicado por Alfred A. Knopf, Inc., titulado Tesoros artísticos privados de la Toscana, con texto y fotografías de un exiliado político surcoreano llamado Kim Bum Suk. Según el prefacio, el libro es una tesis doctoral de Kim Bum Suk sobre historia de la arquitectura para el Massachusetts Institute of Technology. El autor consiguió examinar y fotografiar el interior de muchas de las casas opulentas privadas de Florencia y sus alrededores, que muy pocos universitarios habían visto y cuyos tesoros artísticos no habían sido fotografiados nunca antes por ningún intruso ni mencionados en ningún catálogo público.

Entre esos hasta ahora impenetrables espacios se encontraba, nada menos, el palacio de Inocencio «el Invisible» de Medicis, en el que yo en persona entré hace treinta y siete años.

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El palacio y su contenido, que llevan ya cinco siglos y medio ininterrumpidos siendo propiedad privada, siguen siendo propiedad privada después de la muerte de mi amiga Marilee, Contessa Portomaggiore, la persona que, según el libro, le dio permiso a Kim Bum Suk para pasearse a sus anchas por el palacio con su cámara y sus instrumentos de medición métrica. El título de propiedad, después de la muerte de Marilee, hace dos años, pasó al pariente consanguíneo masculino más próximo de su difunto marido: un primo segundo que vive en Milán y se dedica a la venta de automóviles, y que se lo vendió inmediatamente a un egipcio misterioso, del cual se sospecha que se dedica al tráfico de armas. ¿Su nombre? Agarraos bien a la silla: ¡Se llama Leo Mamigonian!

¡Qué pequeño es el mundo!

Es el hijo de Vartan Mamigonian, el hombre que desvió a mis padres de París a San Ignacio, y que me costó un ojo, entre otras cosas. ¿Cómo podría yo perdonar jamás a Vartan Mamigonian?

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Leo Mamigonian compró también todo el contenido del palacio, y por lo tanto debe de tener la colección de cuadros expresionistas abstractos de Marilee, que era la mejor de Europa y la segunda del mundo, sólo superada por la mía.

¿Por qué será que los armenios se lo montan siempre tan bien? Esto tendría que investigarse.

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¿Cómo es que di con la valiosísima tesis doctoral de Kim Bum Suk precisamente cuando me disponía a escribir sobre mi encuentro con Marilee en 1950? Aquí tenemos otra casualidad que las personas supersticiosas, no lo dudo, se tomarán en serio.

Hace un par de días, la viuda Berman, a quien Dios sabe qué milagros farmacéuticos de posguerra han convertido en una persona muy vivaz y sobrenaturalmente avispada, entró en la librería de East Hampton y oyó, según su propio relato de los hechos, que un libro de entre cientos la llamaba. El libro le dijo que a mí me gustaría. Y ella me lo compró.

Era imposible que Mrs. Berman supiera que yo estaba a punto de escribir sobre Florencia. Nadie lo sabía. Me dio el libro sin haberlo siquiera hojeado, y por lo tanto ignoraba que el palacio de mi antigua amiga estaba descrito allí.

Si nos tomásemos estas casualidades demasiado en serio nos volveríamos locos. Podríamos sentirnos inclinados a sospechar que en el universo estaban sucediendo continuamente cosas que no comprendíamos del todo.

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El Dr. Kim o Dr. Bum o Dr. Suk, sea cual sea su apellido, si es que alguno lo es, ha aclarado dos preguntas que me planteé acerca de la rotonda cuando tuve el privilegio de verla. El primer misterio era cómo la cúpula se llenaba de luz natural durante el día. Resulta que había espejos en los alféizares de las ventanas del triforio, y todavía había más espejos sobre los tejados, fuera, para captar los rayos solares y desviarlos hacia arriba, al interior de la cúpula.

El segundo misterio era éste: ¿por qué estaban vacíos los enormes rectángulos que había entre las columnas que rodeaban la rotonda? ¿Qué mecenas las habría dejado desnudas? Cuando yo los vi, estaban pintados de un rosa anaranjado muy pálido, parecido al tono de Sateen Dura-Luxe llamado «Anochecer Mauí».

El Dr. Kim o Dr. Bum o Dr. Suk explica que en aquellos espacios había pintados dioses y diosas paganos, casi desnudos, retozando, y que se habían perdido para siempre. Ni siquiera los habían ocultado bajo varias capas de pintura. Habían rascado las paredes durante el exilio de los Medicis de Florencia, entre 1494, dos años después del descubrimiento de este hemisferio por hombres blancos, y 1531. Los murales fueron destruidos ante la insistencia del monje dominico Girolamo Savonarola, que se había propuesto disipar todo rastro de paganismo, pues creía que éste había envenenado la ciudad durante el reinado de los Medicis.

Los murales eran obra de Giovanni Vitelli, sobre quien no se sabe casi nada, salvo que decían que había nacido en Pisa. Podríamos suponer que era el Rabo Karabekian de su tiempo, y que el fundamentalismo cristiano era su Sateen Dura-Luxe.

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Kim Bum Suk, a propósito, fue expulsado de su Corea del Sur natal por organizar un sindicato de estudiantes universitarios que exigían mejoras en el programa de estudios.

A Girolamo Savonarola, a propósito, lo ahorcaron y lo quemaron en la plaza que había frente a lo que había sido el palacio de Inocencio «el Invisible» de Medicis en 1494.

Me encanta la historia, desde luego. No sé por qué Celeste y sus amigos no se interesan más por ella.

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Imagino ahora la rotonda de aquel palacio, tal como era cuando todavía tenía sus imágenes paganas y cristianas, y veo en ella un esfuerzo del Renacimiento por fabricar una bomba atómica. Costó un montón de dinero y muchas de las mejores mentes de aquel tiempo trabajaron en ella, y comprimía en un espacio muy reducido, y en extrañas combinaciones, a las fuerzas más poderosas del universo, tal como se entendía el universo en el siglo quince.

El mundo ha avanzado mucho, sin duda, desde entonces.

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En cuanto a Inocencio «el Invisible» de Medicis, según Kim Bum Suk, era un banquero, cosa que yo traduzco al lenguaje de nuestros días como «estafador y extorsionista» o «gángster». Era, simultáneamente, el miembro más rico y el menos popular de su familia. Nunca le hicieron ningún retrato, salvo un busto de cuando era niño que le hizo el escultor Lorenzo Ghiberti.

El mismo destrozó aquel busto cuando tenía quince años, y arrojó los pedazos al Arno. Nunca asistía a fiestas y de adulto no organizó ninguna, y cuando se desplazaba lo hacía en una carroza que le ocultaba de los transeúntes.

Cuando su palacio estuvo terminado, ni siquiera sus hombres de confianza ni los más altos dignatarios, incluidos dos primos suyos que fueron papas, le vieron fuera de la rotonda. Les obligaba a quedarse de pie en el umbral, mientras que él ocupaba el centro, vestido con una túnica lisa de monje, su rostro escondido tras una máscara mortuoria.

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Se ahogó durante su exilio en Venecia. Ocurrió mucho antes de que se inventaran los flotadores.

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Cuando Marilee me dijo por teléfono que fuera a su palacio en seguida, el tono de su voz, junto con su declaración de que no había ningún hombre en su vida en aquel momento, me parecieron garantías de que en menos de dos horas, probablemente, volvería a tener en mis brazos a la mujer con la que más había disfrutado, ¡y esta vez no lo haría como jovenzuelo inmaduro, sino como héroe de guerra, libertino y cosmopolita experto!

Yo, por mi parte, le advertí a Marilee que había perdido un ojo en la guerra, y que por lo tanto me vería con un parche, y que estaba casado, sí, pero que mi matrimonio estaba en la ruina.

Me temo que le dije, también, al describir mis años de guerrero, que había tenido mujeres «a porrazo». Con esto quería decir que durante la guerra había tenido a mi disposición gran cantidad de mujeres. Esta extraña locución era una variante de otra, más corriente: los que habían estado ligando por todo lo alto decían que habían tenido mujeres a porrillo.

Y llegué a la hora prevista en un excitante estado de vanidad y concupiscencia. Fui conducido por una sirvienta a través de un largo y estrecho pasillo hasta el umbral de la rotonda. Todos los sirvientes de la Contessa Portomaggiore eran mujeres, incluso las porteras y las jardineras. Recuerdo que la que me hizo entrar me pareció hombruna y poco amistosa, y luego absolutamente militar, cuando me ordenó que me detuviera en la rotonda.

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En el centro, vestida de pies a cabeza del más riguroso luto por su marido, el Conde Bruno, estaba Marilee.

No llevaba ninguna máscara mortuoria, pero su rostro estaba tan pálido y su color, iluminado por aquella débil luz, se parecía tanto al de su pelo rubio que su cabeza parecía tallada de una sola pieza de marfil viejo.

Me quedé pasmado.

Su voz sonó desdeñosa e imperiosa.

—Bien, mi pequeño e infiel protegido armenio —dijo—, volvemos a vernos.