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Cuando terminó mi guerra, mi país, donde mi único conocido era un lavandera chino, pagó íntegramente la cirugía estética practicada en el sitio donde antes estaba mi ojo. ¿Me sentía amargado? No, me sentía sencillamente vacío, que es como se sentía Fred Jones, tal como comprendí más tarde. Ninguno de los dos tenía motivo alguno para volver a casa.

¿Quién pagó la operación a la que me sometí en Fort Benjamín Harrison, en las afueras de Indianapolis? Era un tipo alto y delgaducho, estricto pero bondadoso, franco pero juicioso. No, no me refiero a Papá Noel, cuya imagen, que ahora adorna las calles comerciales en Navidad, está en gran medida basada en un dibujo que Dan Gregory hizo para la revista Liberty en 1923.

No. Me refiero a mi Tío Sam.

* * *

Como ya he dicho, me casé con mi enfermera del hospital. Como ya he dicho, tuvimos dos hijos que ya no me dirigen la palabra. Ya ni siquiera son Karabekians. Se hicieron cambiar legalmente el apellido y tomaron el de su padrastro, que se llamaba Roy Steel.

Terry Kitchen me preguntó una vez por qué me había casado si tenía tan poco talento para hacer de marido y de padre. Y oí cómo yo mismo decía:

—Lo exige el guión de la posguerra.

Aquella conversación debió de tener lugar unos cinco años después de la guerra.

Ambos debíamos de estar echados en los camastros que yo había comprado para el estudio que habíamos alquilado sobre Union Square. Aquel ático se había convertido no sólo en el lugar de trabajo sino en el hogar de Kitchen. Yo me había acostumbrado a pasar allí dos o tres noches a la semana, pues en el sótano donde vivían mi mujer y mis hijos, a tres manzanas de distancia, me sentía cada vez más despreciado.

* * *

¿Qué motivos de queja tenía mi mujer? Yo había dejado mi empleo de vendedor de seguros de vida en la Conneticut General. Me pasaba la mayor parte del día intoxicado, no sólo por el alcohol, sino también por la creación de inmensos campos de un solo color de Sateen Dura-Luxe. Había alquilado un almacén de patatas y había pagado una entrada por una casa en esta región, que entonces era la selva.

Y en plena pesadilla doméstica recibí una carta certificada procedente de Italia, un país que no conocía. Me pedían que fuera a Florencia, con todos los gastos pagados, para testificar en un proceso sobre dos cuadros, un Giotto y un Masaccio, que soldados americanos le habían incautado en París a un general alemán. Se los habían entregado a mi pelotón de expertos en arte para que los catalogaran y los enviaran a un almacén de El Havre, donde los embalarían y los guardarían. Evidentemente, el general se los había robado a un particular mientras se retiraba hacia el norte por Florencia.

En El Havre, el embalaje lo realizaron prisioneros de guerra italianos que habían hecho ese tipo de trabajo en la vida civil. Por lo visto, uno de ellos encontró la forma de enviarle los dos cuadros a su mujer, que vivía en Roma, donde después de la guerra los tuvo escondidos, salvo para enseñárselos a sus amigos. Los propietarios legítimos se querellaban para recuperarlos.

Y me fui para allá, solo, y mi nombre salió en los periódicos, porque yo tenía que responder del viaje de los cuadros desde París hasta El Havre.

* * *

Pero hay algo que hasta ahora le había ocultado a todo el mundo: «¡El que nace ilustrador muere ilustrador!». Me era imposible dejar de ver historias en mis propias composiciones de tiras de cinta adhesiva de colores aplicadas a los vastos e informes campos de Sateen Dura-Luxe. Una idea se me metió en la cabeza sin que la llamara, como la melodía idiota de un anuncio, y no quería salir; cada tira de cinta representaba el alma que había en el fondo de alguna persona o animal inferior.

Y cada vez que pegaba una tira de cinta adhesiva la voz del ilustrador que había en mí y que no moriría nunca decía, por ejemplo: «La cinta naranja es el alma de un explorador del Ártico que se ha separado de sus compañeros, y la blanca es el alma de un oso polar a punto de atacar».

Esta fantasía secreta, además, infectaba y sigue infectando mi forma de ver las escenas de la vida real. Si veo a dos personas hablando en una esquina, veo no sólo sus cuerpos y su ropa, sino también unas estrechas bandas verticales de color dentro de ellas, no exactamente como tiras de cinta adhesiva, sino más bien como tubos de neón de baja potencia.

* * *

Cuando volví al hotel, hacia mediodía, en mi último día de estancia en Florencia, encontré una nota en la casilla de recepción. No tenía ningún amigo en toda Italia, que yo supiera. La nota, escrita en un papel muy caro y con un timbre de nobleza en la parte superior, decía:

No puede haber muchos Rabo Karabekians en el mundo. Si no eres el que yo creo, ven de todas formas. Me encantan los armenios. Como a todo el mundo, ¿no? Puedes frotarte los pies en mis alfombras y hacer chispas. ¿Te gusta la idea? ¡Abajo el arte moderno! Ponte algo verde.

Y estaba firmada: Marilee, Condesa Portomaggiore (la hija del minero del carbón).

¡Uau!