¡De nuevo en la Gran Depresión!
Para abreviar: Alemania invadió Austria y luego Checoslovaquia y luego Polonia y luego Francia, y yo era un accidente insignificante en la lejana Nueva York. Coulomb Frères et Cie se había quedado sin trabajo, así que perdí mi empleo en la agencia, poco después de las exequias musulmanas de mi padre. Y me alisté en un Ejército de los Estados Unidos que todavía no estaba metido en la guerra, y obtuve buenos resultados en el test de clasificación. La Gran Depresión era más desalentadora que nunca, y el ejército de este país todavía era una familia muy pequeña, de modo que tuve suerte de que me aceptaran. Recuerdo que el sargento de reclutamiento de Times Square me había comentado que resultaría más atractivo como partido si me hacía cambiar el nombre legalmente por algo que sonara más americano.
Incluso recuerdo su amable sugerencia: que me convirtiera en «Robert King». Imaginaos: alguien podría estar invadiendo ahora mi playa privada y contemplando asombrado esta mansión, y preguntándose quién podría ser tan rico para vivir así de bien, y la respuesta podría fácilmente ser ésta: «Robert King».
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Pero el ejército me adoptó como Rabo Karabekian, por el siguiente motivo, como pronto descubriría: el general de división Daniel Whitehall, que entonces era el comandante de las tropas de combate del cuerpo de Ingenieros, quería que le hiciera un retrato al óleo vestido de uniforme, y creía que alguien con un nombre que sonara extranjero haría un magnífico trabajo. Como regular del ejército, yo tendría que retratarle gratis, claro. Aquel hombre anhelaba la inmortalidad. Se iba a retirar al cabo de seis meses, por un problema de riñón, y se le había escapado por los pelos la oportunidad de prestar servicio en dos guerras mundiales.
Sólo Dios sabe lo que se hizo del retrato que le pinté, fuera de horas, mientras duró la instrucción básica. Utilicé los materiales más caros, que él estuvo encantado de comprarme. ¡Por lo menos hay un cuadro mío que podría sobrevivir a la «Mona Lisa»! Si me hubiera percatado de eso a tiempo, podría haberle dado una media sonrisa desconcertante cuyo significado sólo yo conociera con seguridad: había llegado a general, pero se había perdido las dos grandes guerras de su vida.
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Otro cuadro mío que podría sobrevivir a la «Mona Lisa», para bien o para mal, es el gigantesco hijo de perra que hay en el almacén de patatas.
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¡Hay tantas cosas de las que no me he dado cuenta hasta ahora! Cuando pinté el retrato del general Whitehall en una mansión casi tan grande como ésta, propiedad del Ejército, yo era el estereotipo del armenio. ¡Bienvenido a tus verdaderas raíces! Era un recluta flacucho y él era un pachá de más de noventa kilos, que hubiera podido aplastarme como a un insecto las veces que le hubiese dado la gana.
Pero qué consejos más astutos e interesados, pero verdaderamente buenos, fui incapaz de darle junto con lisonjas de este tipo: «Tiene usted una barbilla muy firme, ¿lo sabía?».
Con un estilo muy parecido, seguramente, al de los impotentes consejeros armenios de las cortes turcas, yo le felicitaba por tener ideas que seguramente nunca se le habrían pasado por la cabeza. Un ejemplo:
—Debe usted pensar seriamente en lo importante que será la fotografía aérea, si llega a haber una guerra. —Por entonces la guerra había llegado prácticamente a todo el mundo salvo a los Estados Unidos, por supuesto.
—Sí —me dijo.
—¿Quiere hacer el favor de girar un poquito la cabeza hacia la izquierda? —le dije—. ¡Maravilloso! Así no hay tantas sombras en las cuencas de los ojos. No quiero desperdiciar ni una pizca de esos ojos. Y ahora, ¿podría imaginar que está en la cima de una colina, al atardecer, contemplando un valle donde al día siguiente va a tener lugar una batalla?
Y él lo hizo lo mejor que pudo, y no podía hablar porque lo habría estropeado todo. Pero yo, igual que un dentista, gozaba de perfecta libertad para seguir cotorreando.
—¡Estupendo! ¡Maravilloso! ¡Perfecto! ¡No se mueva! —le dije. Y luego añadí, casi sin darme cuenta, mientras iba colocando la pintura—: Todas las ramas del ejército reclaman el camuflaje aéreo como especialidad suya, aunque ésa sea, obviamente, tarea de los ingenieros.
Y poco después le dije:
—Los artistas, por naturaleza saben mucho de camuflaje, y me imagino que soy tan sólo el primero de los muchos que va a reclutar el cuerpo de Ingenieros.
¿Funcionó aquella astuta y zalamera y levantina obra de seducción? Juzgad vosotros mismos:
El cuadro fue descubierto durante la ceremonia de retiro del general. Yo ya había concluido la instrucción y me habían ascendido a soldado de primera. Era simplemente un soldado más con un anticuado Springfield, de pie en una fila frente la tarima cubierta de estameña sobre la que habían colocado el caballete con el cuadro, y desde la que hablaba el general.
Pronunció un discurso sobre la fotografía aérea y la inequívoca misión que tenían los ingenieros de enseñar a las otras ramas del ejército los secretos del camuflaje. Dijo que entre las últimas órdenes que iba a dar había una que exigía que todos los hombres alistados que tuvieran lo que él llamaba «experiencia artística» fueran asignados a una nueva unidad de camuflaje bajo el mando de, fijaos bien, «el sargento mayor Rabo Karabekian. Espero haber pronunciado su nombre correctamente».
¡Sí, sí, lo había pronunciado muy bien!
* * *
Yo era sargento mayor y estaba en Fort Belvoir cuando leí que Dan Gregory y Fred Jones habían muerto en Egipto. No mencionaban a Marilee. Habían muerto como civiles, aunque llevaran uniformes, y ambos tuvieron unas exequias respetuosas, porque los Estados Unidos todavía eran una nación neutral. Los italianos aún no eran nuestros enemigos, y los ingleses que mataron a Gregory y a Fred aún no eran aliados nuestros. Recuerdo que el autor del artículo se despedía de Gregory como del más famoso artista americano de la historia, posiblemente. A Fred lo enviaban al día del Juicio final como un ace[4] de la Primera Guerra Mundial, cosa que no era, y un pionero de la aviación.
Yo me preguntaba, por supuesto, qué habría sido de Marilee. Todavía era joven y me imaginaba que hermosa, y tenía buenas posibilidades de encontrar a algún hombre mucho más rico que yo dispuesto a cuidar de ella. Yo no estaba en situación, desde luego, de hacerla mía. La paga militar todavía era muy baja hasta para un sargento mayor. En la oficina de correos no vendían Santos Griales.
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Cuando mi país finalmente entró en guerra como todos los demás, me nombraron teniente, y serví, aunque no luché, en África del Norte, en Sicilia, en Inglaterra y en Francia. Al final me vi obligado a luchar en la frontera de Alemania, y me hirieron y me capturaron sin que yo hubiera disparado ni un solo tiro. Hubo ese destello blanco.
En Europa, la guerra terminó el día 8 de mayo de 1945. Mi campamento de prisioneros todavía no había sido capturado por los rusos. Yo, junto con cientos de oficiales capturados de Gran Bretaña, de Francia, de Bélgica, de Yugoslavia, de Rusia, de Italia —país que se había cambiado de bando—, de Canadá, de Nueva Zelanda y de Sudáfrica y de Australia, de todas partes, salí desfilando a paso ligero de la prisión, hacia el campo todavía no conquistado. Una noche, nuestros guardianes desaparecieron, y a la mañana siguiente nos despertamos al borde de un gran valle verde en lo que ahora es la frontera entre Alemania del Este y Checoslovaquia. Puede que hubiera hasta diez mil personas a nuestros pies, supervivientes de campos de concentración, esclavos, lunáticos liberados de los manicomios y delincuentes comunes liberados de las cárceles y las prisiones, oficiales capturados y hombres alistados de todos los ejércitos que habían luchado contra los alemanes.
¡Qué panorama! Y, por si aquella visión no bastara para que uno se maravillara durante el resto de su vida, escuchad esto: los ultimísimos vestigios de los ejércitos de Hitler, con los uniformes hechos jirones, pero con las máquinas de matar todavía en buen estado, también estaban allí.
¡Inolvidable!