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Slazinger parecía un cordero cuando le quitaron los pañales. «Llevadme a la cama», dijo. Indicó en qué habitación quería que le pusiéramos, la que está en el segundo piso con el cuadro de Adolph Gottlieb Sonidos helados número siete sobre la chimenea y una ventana salediza con vistas a las dunas y el mar. Quería aquella habitación y ninguna otra, y parecía convencido de que tenía derecho a dormir allí. Así que debió de haber estado soñando detalladamente por lo menos durante horas, y quizá durante décadas, en venirse a vivir aquí conmigo. Yo era su plan de jubilación. Tarde o temprano cedería, se entregaría, sencillamente, y haría que le mandaran a la casa de verano de un armenio fabulosamente acaudalado.

Él, por cierto, era de una familia americana muy antigua. El primer Slazinger que hubo en este continente fue un granadero de Hesse que sirvió como mercenario en el ejército del general John Burgoyne, el general británico que fue derrotado por las fuerzas dirigidas, en parte, por el general rebelde Benedict Arnold, que más tarde desertó y se pasó a los británicos en la segunda batalla de Freeman’s Farm, al norte de Albany, hace doscientos años. Al antepasado de Slazinger lo hicieron prisionero durante la batalla, y nunca volvió a su casa de Wiesbaden, Alemania, donde vivía su padre, que era… ¿a que no lo adivináis?

Zapatero.

* * *

«Todos los hijos de Dios tienen zapatos».

Negro espiritual.

* * *

Tendría que decir que la viuda Berman estaba mucho más asustada que Slazinger la noche que Slazinger llegó metido en una camisa de fuerza. Él se parecía mucho al viejo Slazinger de siempre cuando la brigada de rescate le dejó suelto en el vestíbulo. Pero Circe, casi catatónica, era una Circe a la que yo no había visto nunca.

De modo que metí a Slazinger en la cama sin ayuda. No le desvestí. De todos modos, tampoco llevaba mucha ropa encima, sólo unos calzoncillos de lunares y una camiseta en la que ponía STOP SHOREHAM. Shoreham es una central nuclear que hay cerca de aquí. Si no funcionara como se supone que tiene que funcionar, podría matar a cientos de miles de personas y dejar Long Island inhabitable durante siglos. Mucha gente se oponía a ella. Mucha gente estaba a favor de ella. Yo procuro pensar lo menos posible en ella.

Me limitaré a decir lo siguiente, aunque sólo he visto la central en fotografías. Jamás he contemplado una arquitectura que dijera con más sarcasmo a todo el mundo: «Soy de otro planeta. Es imposible que me importe lo que sois o lo que queréis o lo que hacéis. Mirad, tíos: os han colonizado».

* * *

Después de meterle en la cama, con las sábanas belgas de lino hasta su gran nariz de alemán del sudoeste, pensé que sería buena idea darle un somnífero. Yo no tenía, pero se me ocurrió que Mrs. Berman podría tener alguno. La había oído subir la escalera muy despacio y meterse en su dormitorio.

La puerta estaba abierta de par en par, así que la llamé. Estaba sentada al borde de la cama, con la mirada fija hacia adelante. Le pregunté si tenía somníferos, y ella me dijo que me sirviera yo mismo y me señaló el cuarto de baño. Yo no había entrado en aquel cuarto de baño desde que ella llegó a esta casa. De hecho, no creo que hubiera estado allí desde hacía años y años. Es muy probable que nunca hubiera estado en aquel cuarto de baño.

¡Dios mío, me gustaría que pudierais ver la cantidad de pastillas que tenía! ¡Parecían muestras de farmacia que su marido hubiera ido acumulando a lo largo de décadas! ¡En el botiquín no cabía ni la mitad! El estante de mármol que rodeaba el lavabo tenía un metro y medio de largo por medio metro de ancho, aproximadamente, y allí había desplegado un verdadero regimiento de botellitas. ¡Era impresionante! De pronto lo comprendí todo: el extraño saludo cuando nos conocimos en la playa, la compulsiva reforma del vestíbulo, del insuperable billar, la locura por el baile, etcétera, etcétera.

¿Y qué paciente era el que más me necesitaba a estas horas de la noche?

Bien, ¿qué podía hacer yo por una drogadicta que no pudiera hacer, mejor o peor, ella misma? Así que volví con Slazinger con las manos vacías, y hablamos un rato de su viaje a Polonia. ¿Por qué no? La necesidad carece de ley.

* * *

He aquí la solución al problema americano de la droga, sugerido hace dos años por la esposa de nuestro presidente: «Di que no».

* * *

A lo mejor Mrs. Berman podía decir que no a sus pastillas, pero el pobre Slazinger no tenía ningún control sobre las peligrosas substancias que su propio cuerpo estaba fabricando y vertiendo en su sangre. No tenía otra alternativa que pensar todo tipo de cosas raras. Y yo me quedé con él un rato oyéndole desvariar sobre lo bien que escribiría si estuviera escondido, o en la cárcel en Polonia, y sobre los libros de Polly Madison, las más grandes obras de la literatura desde El Quijote.

Llegó a soltar un chiste bastante bueno sobre ella, pero no creo que lo dijera con intención de sonar gracioso, porque estaba totalmente en éxtasis cuando lo dijo. La llamó «el Homero de la horda mascachicle».

Y vamos a dejar las cosas claras de una vez por todas en cuanto a los méritos de los libros de Polly Madison. Para formarme una opinión propia sin tener que llegar a leerlos, acabo de solicitar por teléfono las opiniones de un librero y de un bibliotecario de East Hampton, y también de las viudas de un par de los del grupo del Expresionismo Abstracto que ya tienen nietos quinceañeros.

Todos me han dicho más o menos lo mismo, y podría resumirse así: «Útiles, sinceros e inteligentes, pero literariamente poco más que bien hechos».

Eso es. Si Paul Slazinger quiere seguir lejos del manicomio, es evidente que el hecho de que se haya pasado el verano leyendo todos los libros de Polly Madison no dirá mucho en su favor.

Tampoco dirá mucho en su favor el hecho de que cuando no era más que un chiquillo se echara sobre una granada de mano japonesa, y que desde entonces siempre haya estado entrando y saliendo de las academias de la risa. Parece ser que nació no sólo con talento para el lenguaje, sino con un desagradable reloj particular que hace que se vuelva loco cada tres años o así. ¡Cuidado con el talento divino!

La otra noche, antes de que nos fuéramos a dormir, me dijo que no podía evitar ser lo que era, para mal o para bien, que él era «de esa clase de moléculas».

—Hasta que el Gran Demoledor de Átomos venga a buscarme, Rabo —me dijo—, ésa es la clase de molécula que me toca ser.

—Y qué es la literatura, Rabo —me dijo—, sino el informe de un enterado sobre los temas relacionados con las moléculas, que no afecta para nada al universo salvo por lo que hace a unas pocas moléculas que tienen la enfermedad del «pensamiento».

* * *

—Ahora todo está claro —dijo—. Lo entiendo todo.

—Eso es lo que dijiste la última vez —le recordé.

—Bueno, está claro otra vez —dijo—. Vine a la Tierra con sólo dos misiones: conseguir que los libros de Polly Madison tengan la consideración que merecen como obras maestras de la literatura, y publicar mi Teoría de la Revolución.

—Muy bien —le dije.

—¿Suena ridículo?

—Sí.

—Estupendo —dijo—. ¡Tengo que construir dos monumentos! Uno a ella y otro a mí. Dentro de mil años sus libros todavía se leerán y la gente todavía seguirá hablando de la Teoría de la Revolución de Slazinger.

—Es agradable pensarlo —le dije.

Empezaba a animarse.

—Nunca te he explicado mi teoría, ¿verdad?

—No —le dije.

Se golpeó ligeramente las sienes con las yemas de los dedos.

—Eso es porque la he guardado aquí todos estos años en este almacén de patatas —dijo—. No eres el único viejo, Rabo, que se ha guardado lo mejor para el final.

—¿Qué sabes tú del almacén de patatas?

—Nada, palabra de honor: nada. ¿Pero por qué un viejo encierra algo con tanto celo, a no ser que se esté guardando lo mejor para el final? Hace falta ser molécula para entender a una molécula.

—Lo que hay en mi almacén no es lo mejor ni lo peor, aunque no tendría que ser muy bueno para ser lo mejor, ni tendría que ser demasiado horrible para ser lo peor —le dije—. ¿Quieres saber lo que hay?

—Claro que sí, si quieres decírmelo.

—Es el más vacío y sin embargo el más lleno de todos los mensajes humanos —le dije.

—¿Es decir?

—«Adiós».

* * *

¡Invitados!

¿Y quién prepara las comidas y hace las camas de estos invitados míos cada vez más fascinantes?

¡La indispensable Allison White! ¡Gracias a Dios, Mrs. Berman la convenció para que se quedara!

Y mientras se espera que Mrs. Berman, que dice tener ya el noventa por ciento de su última epopeya, regrese a Baltimore en un futuro próximo, Allison White no me dejará plantado. Para empezar, el crack de la bolsa de hace dos semanas ha reducido la demanda de ayuda doméstica por aquí. Además, está embarazada otra vez, y decidida a llevar el feto a término. Y me ha rogado que le dé permiso para quedarse con Celeste por lo menos durante el invierno, y yo le he dicho: «Cuantos más mejor».

* * *

Tal vez debería haber esparcido unos cuantos mojones a lo largo de la ruta que ha seguido este libro, que dijeran: «Hoy es el cuatro de julio», y «Dicen que éste es el agosto más fresco del siglo, y puede que eso tenga algo que ver con la desaparición del ozono en el polo norte», etcétera. Pero no tenía ni idea de que esto iba a ser un diario además de una autobiografía.

Debo deciros que el Día del Trabajo fue hace dos semanas, igual que el crack de la bolsa. ¡Yupi! ¡A la porra la prosperidad! ¡Y yupi! ¡A la porra un verano más!

* * *

Celeste y sus amigos han vuelto al colegio, y esta mañana ella me ha preguntado qué es lo que yo sabía del universo. Tiene que escribir una redacción sobre este tema.

—¿Por qué me lo preguntas a mí?

—Tú lees el New York Times todos los días.

Le he dicho que el universo empezó siendo una fresa de cinco kilos que explotó a las doce y siete minutos de la noche, hace tres billones de años.

—¡Estoy hablando en serio!

—Lo único que te puedo contar es lo que he leído en el New York Times —le he dicho.

* * *

Paul Slazinger ha hecho que le traigan aquí toda su ropa y todo su material de escritura. Está trabajando en su primer libro de no-ficción, al que ha dado este título: La única manera de llevar a cabo con éxito una revolución en cualquier campo de la actividad humana.

Por si sirve de algo: Slazinger asegura haber aprendido de la historia que la mayoría de la gente no es capaz de estar abierta a nuevas ideas a no ser que un equipo de abridores de mentes con un número de miembros específico se ponga a trabajar en ello. De otra forma, la vida seguirá exactamente igual que antes, sin importar lo dolorosa, irreal, injusta, grotesca, o sencillamente estúpida que sea esa vida.

El equipo debe estar formado por tres especialistas diferentes, dice. De otra forma, la revolución, ya sea en la política o en las artes o en las ciencias o lo que sea, está condenada al fracaso.

El más raro de los especialistas, dice, es un auténtico genio, una persona capaz de tener ideas aparentemente buenas y poco difundidas. «A un genio que trabaje solo —dice— se le ignora invariablemente por lunático».

El segundo especialista es mucho más fácil de encontrar: un ciudadano o ciudadana muy inteligente, con buena reputación en su comunidad, que entiende y admira las originales ideas del genio, y que testifica que el genio no está loco ni mucho menos. «Una persona así, que trabaje sola —dice Slazinger—, sólo puede suspirar en voz alta por esos cambios, pero no conseguirá decir qué forma deberían tomar».

El tercer especialista es una persona que puede explicarlo todo, por complicado que sea, y satisfacer a la mayoría de la gente, por estúpida o cabezota que sea. «Dirá casi cualquier cosa con tal de resultar interesante o emocionante —dice Slazinger—. Si trabaja solo, si depende exclusivamente de sus ideas superficiales propias, se dirá de él que está más lleno de mierda que un pavo de Navidad».

* * *

Slazinger, con el ánimo por las nubes, dice que todas las revoluciones triunfantes, incluido el Expresionismo Abstracto, en la que tomé parte yo, tenían ese reparto de personajes a la cabeza. Pollock sería el genio en nuestro caso, Lenin en el de Rusia, y Jesucristo en el caso del cristianismo.

Dice que si no puedes reunir un reparto como ése ya te puedes olvidar de cambiar nada en plan sonado.

* * *

¡Pensad un poco! Esta casa junto al mar, tan vacía y muerta hace sólo unos meses, está dando ahora luz a un libro sobre cómo hacer una revolución con éxito, un libro sobre lo que las niñas pobres sienten por los niños ricos, y unas memorias de un pintor cuyas pinturas se despegaron de los lienzos.

¡Y además estamos esperando un bebé!

* * *

Miro por la ventana y veo un hombre sencillo a horcajadas sobre un tractor que arrastra una brigada espantosamente ruidosa de cortacéspedes. Sé muy poco sobre él aparte de que se llama Franklin Cooley, y que tiene un viejo Cadillac Coupe de Ville caca-de-bebé, y que tiene seis hijos. Ni siquiera sé si Mr. Cooley sabe leer y escribir. Por lo menos cuarenta millones de americanos no saben leer ni escribir, según el New York Times de esta mañana. ¡Eso quiere decir seis veces más analfabetos aquí que gente de origen armenio en todo el mundo! ¡Unos tanto y otros tan poco!

¿Tiene Franklin Cooley, ese pobre bastardo imbécil con seis hijos, y con los oídos destrozados por la estridente jerigonza de los cortacéspedes, la más mínima sospecha de lo que se está cociendo aquí?

* * *

Sí, y ¿sabéis qué más decía el New York Times esta mañana? Los genetistas tienen evidencias incontrovertibles de que los hombres y las mujeres fueron una vez razas separadas. Los hombres evolucionaban en Asia y las mujeres evolucionaban en África. Fue simplemente una coincidencia que se interfertilizaran cuando se conocieron.

¡El clítoris, según la especulación del periódico, es el último vestigio del órgano de inseminación de una raza conquistada, esclavizada, trivializada y finalmente castrada de antropoides más débiles, pero no necesariamente más tontos!

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