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No podía pedir trabajo en ninguna de las compañías que me conocían como mensajero de Dan Gregory. Él les había dicho, me imagino, aunque no tengo ninguna prueba, que yo era interesado, desleal, que no tenía talento, etcétera. Bastante cierto. De todas formas, los empleos iban tan escasos que ellos no tenían por qué darle trabajo a una persona tan poco parecida a ellos como un armenio. Que los armenios se encarguen de sus propios parados.

Y, de hecho, fue un armenio el que vino a salvarme mientras yo hacía caricaturas de niñeras de buena voluntad en Central Park, por el precio de una taza de café y poco más. No era un armenio turco ni un armenio ruso, sino un armenio búlgaro, cuyos padres le habían llevado a París, Francia, en su niñez. La familia había entrado a formar parte de la activa y próspera comunidad armenia de aquella ciudad, que entonces era la Capital Mundial del Arte. Como ya he dicho, mis padres y yo también nos habríamos convertido en parisinos si no nos llega a desviar hacia San Ignacio, California, el malvado Vartan Mamigonian. El nombre original de mi salvador había sido Marktich Kouyoumdjian, posteriormente afrancesado en Marc Coulomb.

Los Coulomb, tanto entonces como ahora, eran gigantes de la industria turística, y tenían agencias de viaje por todo el mundo, y organizaban viajes a casi todas partes. Cuando entabló conversación conmigo en Central Park, Marc Coulomb sólo tenía veinticinco años, y le habían enviado de París para que buscara una agencia de publicidad que hiciera propaganda de la empresa de su familia en los Estados Unidos. Admiró mi destreza con los lápices, y me dijo que, si verdaderamente quería ser artista, tendría que ir a París.

Había una ironía esperando escondida en el futuro lejano, por supuesto: yo acabaría convirtiéndome en miembro de aquel pequeño grupo de pintores que hicieron que la Capital Mundial del Arte fuera Nueva York y no París.

Basándose puramente en los prejuicios raciales, creo —un armenio cuidando de otro—, me compró un traje, una camisa, una corbata y un par de zapatos nuevos, y me llevó a la agencia de publicidad que más le gustaba, que era Leidveld and Moore. Les dijo que podrían llevar la cuenta de Coulomb si me contrataban como dibujante. Y lo hicieron.

Nunca volví a verle ni a tener noticias de él. Pero ¿sabéis qué? Esta misma mañana, mientras yo pienso en Marc Coulomb por primera vez en medio siglo, el New York Times trae su necrológica. Fue un héroe de la resistencia francesa, dicen, y en el momento de su muerte era presidente del consejo de Coulomb Frères et Cie, la más extensa organización turística del mundo.

¡Qué casualidad! Pero eso es todo. Estas cosas no se tienen que tomar demasiado en serio.

* * *

Boletín del presente: Circe Berman se ha vuelto loca por el baile. Siempre convence a alguien, sencillamente a cualquiera, de cualquier edad o condición, para que la acompañe a todos los bailes públicos de los que oye hablar en un radio de cincuenta kilómetros, muchos de ellos para recaudar fondos destinados a los parques de bomberos voluntarios. El otro día llegó a casa a las tres de la mañana con un gorro de bombero.

Me está dando la lata para que tome lecciones de baile de salón en el Elks Lodge de East Quogue.

Yo le he dicho:

—No pienso sacrificar la única pizca de dignidad que me queda en el altar de Terpsícore.

* * *

En Leidveld and Moore experimenté una prosperidad modesta. Fue allí donde pinté el cuadro del más hermoso transatlántico del mundo, el Normandie. En primer plano estaba el más hermoso automóvil del mundo, el Cord. En el fondo estaba el más hermoso rascacielos del mundo, el Edificio Chrysler. Saliendo del Cord estaba la más hermosa actriz del mundo, Madeleine Carroll. ¡Qué tiempos aquellos!

Una dieta mejorada y un colchón más mullido me hicieron el desastroso favor de enviarme una tarde a la Art Students League con una carpeta bajo el brazo. Quería que me enseñaran lo que tenía que hacer para ser un pintor de verdad, así que me presenté, yo mismo y mis trabajos, a un profesor llamado Nelson Bauerbeck, un pintor figurativo, como casi todos los profesores de pintura de entonces. Se le conocía principalmente como retratista, y su obra todavía puede verse por lo menos en un sitio, que yo sepa: la Universidad de Nueva York, mi antigua alma mater. Pintó los retratos de dos antiguos presidentes de aquella institución. Los hizo inmortales, como sólo un cuadro puede conseguirlo.

* * *

Había unos doce alumnos en la habitación, muy ocupados en sus caballetes, todos haciendo dibujos del mismo modelo. Me hacía mucha ilusión unirme a ellos. Parecían formar una familia feliz, y yo necesitaba una. No me consideraban miembro de la familia en Leidveld and Moore. Sentían resentimiento hacia mí por cómo había conseguido mi empleo.

Bauerbeck era viejo para estar enseñando, tendría unos sesenta y cinco años, más o menos. Yo sabía, por el director del departamento artístico de la agencia de publicidad, que había sido alumno suyo, que Bauerbeck era de Cincinnati, Ohio, pero que había pasado la mayor parte de su vida de adulto en Europa, como tantos otros pintores americanos. ¡Era tan viejo que había conversado, aunque brevemente, con James Whistler y Henry James y Emile Zola y Paul Cézanne! También presumía de haber conocido a Hitler en Viena, cuando Hitler era un artista hambriento, antes de la Primera Guerra Mundial.

El mismo viejo Bauerbeck debía de ser un artista hambriento cuando le conocí. Si no, no habría estado enseñando en la Art Students League a esa edad. Nunca he conseguido averiguar qué fue de él. Visto y no visto.

No nos hicimos amigos. Hojeó el contenido de mi carpeta mientras decía en voz baja, gracias a Dios, para que sus alumnos no le oyeran, cosas como: «Oh, no, no, Dios mío» y «Pobrecito» y «¿Quién te ha hecho esto, o es que lo has hecho tú solito?».

Le pregunté qué demonios era lo que pasaba, y él me dijo:

—No estoy seguro de que pueda expresarlo con palabras. —Ciertamente tuvo que pensárselo mucho—. Te parecerá extraño —dijo finalmente—, pero, técnicamente hablando, no hay nada que no puedas hacer. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—No.

—Tampoco sé si yo mismo lo entiendo —me confesó. Frunció el ceño—. Creo, creo… Es, de algún modo, muy útil, y tal vez incluso esencial, que un buen artista tenga que hacer las paces sobre el lienzo con todo lo que no puede hacer. Eso es lo que nos atrae de la buena pintura, creo: ese déficit, al que podríamos llamar «personalidad», o incluso «dolor».

—Entiendo.

Se relajó.

—Creo que yo también —dijo—. Es algo que nunca había tenido que articular. ¡Qué interesante!

—Todavía no sé si me acepta como alumno o no —le interrumpí.

—No, te he rechazado. No sería justo para ninguno de los dos que te aceptara.

Yo estaba enfadado.

—Me rechaza basándose en una teoría rimbombante que se acaba de inventar —protesté.

—Oh, no, no, no. Te rechacé antes de pensar en la teoría.

—¿Basándose en qué? —pregunté.

—Basándome en el primer cuadro de tu carpeta. Esto me sugirió: «He aquí un hombre sin pasión». Y me pregunté lo que ahora te pregunto a ti: «¿Por qué voy a enseñarle el lenguaje de la pintura, si él no parece estar desesperado por contar absolutamente nada?».

* * *

¡Mala suerte!

De modo que me matriculé en un curso de redacción creativa, que daba tres noches a la semana en el City College un cuentista muy famoso llamado Martin Shoup. Sus cuentos trataban sobre negros, aunque él era blanco. Dan Gregory había ilustrado por lo menos un par de ellos, con el acostumbrado placer y simpatía que sentía por gente a la que consideraba poco menos que orangutanes.

Shoup me dijo, hablando de mi redacción, que no llegaría muy lejos a menos que pusiera más entusiasmo en detallar la apariencia de las cosas, y especialmente de las caras de la gente. Sabía que yo dibujaba, y encontraba raro que no me interesara insistir en la apariencia de las cosas.

—Para cualquiera que sepa dibujar —le dije—, la idea de poner la apariencia de algo en palabras es como intentar hacer una cena de Acción de Gracias a base de cojinetes de bolas y cristales rotos.

—Entonces será mejor que dejes este curso —me dijo. Y lo hice.

No tengo ni idea de cómo acabó Martin Shoup, tampoco. Es posible que le mataran en la guerra. Circe Berman nunca ha oído hablar de él. Visto y no visto.

* * *

Boletín del presente: ¡Paul Slazinger, que también da clases de redacción creativa de vez en cuando, ha vuelto a nuestras vidas por todo lo alto! Todo está perdonado, aparentemente. Ahora está aquí, durmiendo como un tronco en una de las habitaciones de arriba. Cuando se despierte veremos lo que pasa.

La brigada de rescate del parque de bomberos voluntarios de Springs lo trajo aquí ayer noche, a eso de las doce. Había despertado a sus vecinos de Springs pidiendo socorro a gritos por diferentes ventanas de su casa, quizá por todas y cada una de ellas. La brigada de rescate quería llevarle al hospital de veteranos de Riverhead. Todo el mundo sabía que él era un veterano. Todo el mundo sabe que yo soy un veterano.

Pero se calmó, y prometió a sus salvadores que se portaría bien si le traían aquí. Y entonces llamaron al timbre, y les recibí en el vestíbulo de los cuadros de niñitas columpiándose. Rodeada y sostenida por aquellos compasivos voluntarios había una camisa de fuerza que contenía los frenéticos huesos de Slazinger. Si yo les daba permiso, iban a probar de dejarlo suelto.

Circe Berman había bajado. Los dos íbamos en pijama. La gente hace cosas raras cuando se enfrenta de repente a una persona que está fuera de sus casillas. Después de lanzarle una prolongada, dura mirada a Slazinger, Circe nos dio la espalda a todos y empezó a poner rectos los cuadros de las niñitas columpiándose. De modo que sí había algo que le daba miedo a esta mujer aparentemente temeraria. Le horrorizaba la locura.

Los locos, para ella, son Gorgonas. Si mira a uno, se convierte en estatua de piedra. Aquí hay gato encerrado.