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Boletín del presente: Paul Slazinger se ha ido a Polonia, nada menos. Según el New York Times de esta mañana, una organización internacional de escritores llamada PEN lo envió allí a pasar una semana, como miembro de una delegación encargada de investigar la crisis que atraviesan sus asfixiados colegas polacos.

A lo mejor los polacos le corresponden e investigan su crisis a cambio. ¿Quién es más digno de compasión, un escritor limitado y amordazado por la policía o uno que vive en perfecta libertad y que no tiene nada más que decir?

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Boletín del presente: la viuda Berman ha instalado una mesa de billar muy anticuada en medio de mi salón, después de enviar los muebles a los que reemplazaba a Mudanzas y Guardamuebles Hogar Dulce Hogar. Se trata de un verdadero elefante, tan pesado que han tenido que poner unos postes de refuerzo en el sótano para impedir que se hundiera el suelo y el trasto acabara entre las latas de Sateen Dura-Luxe.

No he jugado a este juego desde la época de soldado, y nunca fui un buen jugador. ¡Pero tendríais que ver a Mrs. Berman dejar la mesa limpia de bolas, estén donde estén!

—¿Dónde aprendiste a jugar así al billar? —le pregunté.

Me dijo que en Lackawanna, después de que su padre se suicidara. Ella dejó los estudios y, en lugar de dedicarse a la promiscuidad sexual o convertirse en una alcohólica, se pasaba diez horas diarias dándole al taco.

No hace falta que juegue con ella. No hace falta que nadie juegue con ella, y supongo que no hacía falta que nadie jugara con ella en Lackawanna. Pero pasa algo curioso. De pronto le falla su fabulosa puntería, y le da un ataque y se pone a gritar y a rascarse como si le hubiera dado, además, un picor tremendo. Luego se va a la cama, y a veces se queda durmiendo hasta mediodía del día siguiente.

Es la mujer más rara que he conocido en mi vida.

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¿Y qué hay de las evidentes pistas que ya le he dado respecto al secreto del almacén de patatas? ¿No las leerá en este manuscrito y adivinará el resto fácilmente? No.

Ella cumple sus promesas, y cuando empecé a escribir me prometió que, una vez que hubiera alcanzado las ciento cincuenta páginas, si alguna vez alcanzaba las ciento cincuenta páginas, me recompensaría otorgándome absoluta intimidad en este despacho.

Más adelante me dijo que cuando llegara a ese punto, si es que llegaba tan lejos, este libro y yo tendríamos una relación tan íntima que sería indecente por su parte entrometerse. Y eso está bien, me imagino, ganarse a pulso, mediante el trabajo, ciertos privilegios y muestras de respeto, sólo que tengo que preguntarme: «¿Quién es ella para recompensarme o castigarme, y qué demonios es esto: un parvulario o un campo de concentración?». No se lo pregunto a ella, por descontado, porque entonces sería capaz de retirarme todos mis privilegios.

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Dos jóvenes y acicalados ejecutivos alemanes de Frankfurt vinieron a ver mi colección ayer por la tarde. Eran los típicos empresarios prósperos posnazis, para quienes la historia era una pizarra en blanco. Eran tan nuevos, tan nuevos, tan nuevos. Como Dan Gregory, hablaban el inglés con acento británico de clase alta, pero preguntaron en seguida si Circe y yo entendíamos algo de alemán. Querían saber, estaba claro, si podían o no comunicarse abiertamente entre ellos en ese idioma sin que les entendiéramos. Circe y yo dijimos que no entendíamos el alemán, aunque ella hablaba muy bien el yiddish, y por lo tanto lo entiende bastante, y yo también, porque como prisionero de guerra lo había oído hablar mucho.

Conseguimos quebrar su código hasta este punto: sólo hacían ver que estaban interesados en mis cuadros. En realidad iban a por mi propiedad. Estaban buscando en mí signos de debilidad física o intelectual, o de apuros domésticos o financieros que pudieran facilitarles el camino para sacarme con malas artes de mi valiosísima finca, donde a ellos les gustaría construir apartamentos.

Se fueron con las manos bien vacías. Cuando se marcharon en su cupé Mercedes, Circe, la hija de un judío fabricante de pantalones, me dijo a mí, el hijo de un zapatero armenio:

«Ahora los indios somos nosotros».

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Eran alemanes occidentales, como digo, pero podrían haber sido perfectamente conciudadanos míos de esta playa. Y ahora me pregunto si ése no es un ingrediente secreto de las actitudes de mucha gente de aquí, ciudadanos o no: que éste es todavía un continente virgen, y que sus habitantes son indios que no aprecian su valor, o tal vez son demasiado débiles e ignorantes para defenderse.

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El secreto más oscuro de este país, me temo, es que demasiados de sus ciudadanos se imaginan que pertenecen a alguna otra civilización mucho más elevada. Esa civilización más elevada no tiene que ser otro país. Puede ser también el pasado, los Estados Unidos como eran antes de que los inmigrantes y la liberación de los negros los estropearan.

Este estado mental nos permite a muchos de nosotros, demasiados, mentir y engañar y robar al resto, vendernos basura y venenos que crean adicción y diversiones que corrompen. Ese resto, ¿qué son, después de todo, sino aborígenes infrahumanos?

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Este estado mental explica también muchas costumbres funerarias americanas. El mensaje de muchas de las exequias que se realizan aquí, bien mirado, es éste: que el difunto ha saqueado este continente ajeno, y que ahora regresa a su verdadero hogar con el oro de El Dorado.

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¡Pero volvemos a 1936! Escuchad:

Nuestra anti-epifanía no duró mucho. Dimos buena cuenta de ella. Nos agarramos de los brazos y nos palpamos lo que había allí para palpar, iniciando, supongo, una exploración desde el principio mismo de la clase de mecanismos en que pudiésemos consistir. Había un material tibio y elástico sobre una especie de barras.

Pero entonces oímos cómo abajo se abría y se cerraba el enorme portal. Ya lo dijo Terry Kitchen hablando de una experiencia poscoito propia: «La epifanía volvió, y todo el mundo tuvo que vestirse y salir corriendo otra vez como pollos decapitados».

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Mientras Marilee y yo nos vestíamos, le susurré al oído que la amaba con toda mi alma. ¿Qué más se podía decir?

—No, no me amas. No puedes —me dijo ella. Me trataba como si no nos conociéramos.

—Seré tan buen ilustrador como él —le aseguré.

—Con otra mujer —dijo—. No conmigo. —Habíamos estado haciendo el amor, pero ella se comportaba como si yo fuera un don nadie que quisiera ligar con ella en un lugar público.

—¿He hecho algo mal? —le pregunté.

—No has hecho nada mal ni nada bien —me contestó—, y yo tampoco. —Dejó de vestirse para mirarme fijamente a los ojos. Yo todavía tenía dos—. Esto no ha pasado.

Reemprendió su aseo.

—¿Te encuentras mejor? —me preguntó.

Le dije que sí, que sin duda.

—Yo también —me dijo—, pero no durará mucho.

¡Menudo realismo!

Yo creía que habíamos firmado un contrato para emparejarnos permanentemente. Mucha gente pensaba así de las relaciones sexuales.

También creía que ahora Marilee podía llevar a mi hijo en su seno. Yo ignoraba que una infección que cogió durante un aborto en Suiza, un país supuestamente libre de gérmenes, la había dejado estéril. ¡Había tantas cosas de ella que no sabía, y de las que no me enteraría hasta pasados catorce años!

—¿Adónde crees que tendríamos que irnos ahora? —dije.

—¿Adónde creo que quién tendría que irse?

—Nosotros.

—¿Quieres decir, cuando abandonemos esta cálida casa para siempre, sonriendo con valentía y cogidos de la mano? —me dijo—. Conozco una ópera que te romperá el corazón.

—¿Una ópera?

—La hermosa y mundana amante de un gran pintor que le dobla la edad seduce a su aprendiz, tan joven que podría ser su hijo —me dijo—. Los descubren. Los arrojan al mundo. Ella cree que su amor y sus consejos harán del chico otro gran pintor, y se mueren de frío.

Eso es más o menos lo que habría pasado, sí.

* * *

—Tú tienes que irte, pero yo tengo que quedarme —me dijo—. Tengo algo de dinero ahorrado, lo suficiente para que te defiendas durante una o dos semanas. De todas maneras ya iba siendo hora de que salieras de aquí. Estabas empezando a sentirte demasiado cómodo.

—¿Cómo podemos separarnos después de lo que hemos hecho? —dije.

—Los relojes estaban parados mientras lo hacíamos, y ahora han empezado a andar otra vez. No contó, así que olvídalo.

—¿Cómo quieres que lo olvide?

—Yo ya lo he hecho —me dijo—. Todavía eres un niño, y yo necesito a un hombre capaz de cuidar de mí. Dan es un hombre.

Y me escabullí a mi habitación, confundido y humillado. Hice las maletas. Ella no se despidió de mí. Yo no tenía ni idea de a qué habitación se había ido, ni de lo que pudiera estar haciendo. Nadie se despidió de mí.

Y dejé aquella casa para siempre mientras el sol se ponía, un día de san Patricio de 1936, sin volver la cabeza para mirar la Gorgona del portal de la casa de Dan Gregory.

* * *

Pasé mi primera noche solo a una manzana de distancia, en el YMCA de Vanderbilt, pero no volví a verla ni a tener noticias de ella hasta pasados catorce años. Pensé que me había desafiado a convertirme en un gran éxito comercial, para ir luego a buscarla y llevármela lejos de Dan Gregory. Consideré aquella fantasía como una posibilidad real tal vez uno o dos meses. Cosas así pasaban continuamente en los cuentos que le daban a Dan Gregory para que los ilustrara.

Ella no volvería a verme hasta que yo fuera digno de ella. Dan Gregory estaba trabajando en una nueva edición de los Cuentos del Rey Arturo y sus Caballeros cuando se libró de mí. Marilee había posado como Ginebra. Yo le llevaría el Santo Grial.

* * *

Pero la Gran Depresión me hizo ver en seguida que yo nunca llegaría a conseguir nada. Ni siquiera podía suministrarme comida decente y una cama a mí mismo, y fui con frecuencia un vagabundo entre los vagabundos de los comedores públicos y de los asilos para los que no tenían hogar. Mejoraba mi educación en las bibliotecas, donde no pasaba frío, leyendo libros de historia y novelas y poemas que se tenían por grandes, y enciclopedias y diccionarios, y los últimos libros sobre cómo salir adelante en los Estados Unidos de América, cómo aprender de los errores, cómo gustar a los desconocidos y conseguir que confiaran en ti inmediatamente, cómo montar tu propio negocio, cómo venderle a cualquiera cualquier cosa, cómo ponerte en manos de Dios y dejar de perder tanto tiempo y tanta preciosa energía preocupándote. Cómo comer correctamente.

Sin duda, yo me comportaba como un hijo de Dan Gregory, y también de los tiempos, al intentar hacer que mi vocabulario y mi familiaridad con los grandes temas y acontecimientos y personalidades de todos los tiempos fueran iguales a los de los licenciados de las universidades famosas. Mi acento, además, era tan sintético como el de Gregory, igual que el de Marilee, por cierto. Marilee y yo, la hija de un minero del carbón y el hijo de un zapatero armenio, recordadlo, teníamos el suficiente sentido común para no fingir que éramos de clase alta británica. Ocultábamos nuestros humildes orígenes en unos matices y unas inflexiones vocales que entonces no tenían nombre, por lo que yo recuerdo, pero que ahora se conocen como «transatlánticos»: cultivados, agradables al oído, y ni británicos ni americanos. Marilee y yo éramos como hermanos en eso: sonábamos igual.

* * *

Pero cuando rondaba por Nueva York, sabiendo tantas cosas y capaz de hablar tan bien, y sin embargo tan solo, y a menudo hambriento y muerto de frío, aprendí algo gracioso sobre la esencia del afán de superación de los americanos: el conocimiento no era ni más ni menos que una chatarra que había que someter a un tratamiento especial en las grandes universidades. El verdadero tesoro que ofrecían las universidades era la calidad de miembro vitalicio de una respetada familia extensa y artificial.

Mis padres nacieron de familias biológicas, y familias grandes, además, que eran respetadas por los armenios de Turquía. Yo, que nací en América lejos de otros armenios, aparte de mis padres, me convertí finalmente en un miembro de dos familias extensas y artificiales que eran razonablemente respetables, aunque seguramente no eran iguales socialmente a Harvard o Yale:

1. El Cuerpo de Oficiales del Ejército de los Estados Unidos, en tiempo de guerra.

2. La escuela pictórica del Expresionismo Abstracto, después de la guerra.