21

Dan Gregory nos pescó a Marilee y a mí saliendo del Museo de Arte Moderno entre el estrépito de un desfile del día de san Patricio que subía por la Quinta Avenida, a media manzana de distancia. El desfile hizo que el automóvil de Gregory, un Cord descapotable, el más hermoso medio de transporte americano jamás fabricado, quedara apresado en un atasco justo enfrente del Museo de Arte Moderno. Era un biplaza con la capota bajada, y Fred Jones, el viejo aviador de la Primera Guerra Mundial, estaba al volante.

Nunca llegué a saber lo que Fred Jones hacía con su esperma. De suponerme algo, diría que lo estaba ahorrando, como yo. Ese aspecto tenía sentado al volante de aquel automóvil sublime, pero al diablo con Fred. Iba a estar la mar de bien durante un buen tiempo, hasta que le dispararan en Egipto, mientras que yo estaba a punto de entrar en el mundo real, preparado o no, e intentaba mantener mi independencia.

¡Todo el mundo llevaba algo verde! Entonces, como ahora, hasta los negros, los orientales y los judíos hasídicos llevaban algo verde para no provocar disputas con los irlandeses católicos romanos. Marilee y Dan Gregory y yo y Fred Jones íbamos vestidos de verde. En la cocina de Dan Gregory, Sam Wu iba vestido de verde.

Gregory nos señaló con el dedo. Temblaba de rabia.

—¡Os he visto! —gritó—. ¡No os mováis! ¡Quiero hablar con vosotros!

Salió del coche saltando por encima de la puerta, atravesó la multitud a empujones y se plantó frente a nosotros, con los pies separados y los puños apretados. Había pegado a Marilee muchas veces, pero a mí nunca me había tocado. Parece mentira, pero a mí nadie me había pegado. Nadie me ha pegado, nunca.

El sexo era la causa de nuestra emoción: la juventud contra la edad, la riqueza y el poder contra la atracción física, los momentos furtivos de diversión prohibida y demás. Pero Gregory sólo habló de gratitud, lealtad y arte moderno.

En cuanto a la modernidad de los cuadros expuestos en el museo: la mayoría habían sido pintados antes de la Primera Guerra Mundial, ¡antes de que naciéramos Marilee y yo! El mundo, por aquel entonces, era muy lento aceptando los cambios en los estilos pictóricos. Hoy en día, por supuesto, todas las novedades se celebran inmediatamente como obras de arte.

* * *

—¡Parásitos! ¡Ingratos! ¡Asquerosos niños mimados! —gritó Dan Gregory—. Vuestro querido papaíto sólo os pidió una cosa como expresión de vuestra lealtad: «No entréis nunca en el Museo de Arte Moderno».

Dudo que muchas de las personas que le oyeron supieran que estábamos delante de un museo. Seguramente pensaron que nos había pescado saliendo de un hotel o de un edificio de apartamentos, un sitio con camas para amantes. Si se lo tomaron en serio cuando se llamó a sí mismo «papaíto», debieron concluir que era mi papaíto, y no el de Marilee, porque él y yo nos parecíamos mucho.

—¡Era simbólico! —dijo—. ¿No lo entendéis? Era una manera de demostrar que estabais de mi lado y no del de ellos. No me asusta que veáis la porquería que hay ahí dentro. Formabais parte de mi cuadrilla, y estabais orgullosos de ello. —Se quedó atascado, y agitó la cabeza—. Por eso os hice este requerimiento tan simple, tan modesto, tan fácil de cumplir: «No os acerquéis al Museo de Arte Moderno».

* * *

Marilee y yo estábamos tan desconcertados por este entretenimiento que hasta puede que siguiéramos cogidos de la mano. Habíamos venido a escondidas y cogidos de la mano como dos tortolitos. Sí, seguramente seguimos cogidos de la mano, como dos tortolitos.

Hasta ahora no me he dado cuenta de que Dan Gregory nos pescó en un momento en que nosotros, de alguna manera, habíamos acordado que aquella tarde íbamos a hacer el amor. Ahora veo que no nos podíamos controlar, y que habríamos hecho el amor tanto si nos lo hubiéramos encontrado como si no. Cada vez que he contado esta historia, he indicado que no habríamos hecho el amor si no llega a ser por ese enfrentamiento.

No es así.

* * *

—Me importa un bledo los cuadros que miréis —dijo—. Lo único que os pedí es que no presentarais vuestros respetos a una institución que considera que las manchas y los salpicones y los manchones y los pintarrajos y los goterones y el vómito de unos lunáticos y degenerados y charlatanes son grandes tesoros dignos de admiración.

Reconstruyendo lo que nos dijo hace tanto tiempo, me conmueve el cuidado que tenían él y casi todos los varones enfadados, cuando estaban en compañía mixta, de no usar palabras que pudieran ofender a las mujeres y los niños, como mierda y joder.

Circe Berman argumenta que la inclusión de palabras consideradas tabú en conversaciones normales es muy positiva, porque ahora las mujeres y los niños tienen libertad para hablar de sus cuerpos sin vergüenza, y por lo tanto de cuidar de sí mismos más inteligentemente.

Yo le dije:

—Es posible. ¿Pero no crees que toda esta franqueza también ha provocado un colapso de la elocuencia?

Le recordé el hábito de la hija de la cocinera de referirse a cualquier persona que no le gustara, por la razón que fuera, como «un gilipollas».

—Nunca he oído a Celeste —le dije— dar una explicación concienzuda de qué cosa es la que tal persona podría haber hecho para ganarse ese ridículo sobrenombre.

* * *

—De todas las formas de herirme —continuó Gregory con aquel acento británico suyo—, no podríais haber elegido otra más cruel. Te he tratado como a un hijo —me dijo a mí—, y a ti como a una hija —le dijo a Marilee—, y así me lo agradecéis. Y lo más insultante no es que hayáis entrado ahí. No, no es eso. ¡Es lo felices que estabais cuando salíais! ¿Qué otra cosa podía ser esa felicidad sino una burla de mí y de todas las personas que alguna vez han intentado manejar un pincel?

Dijo que iba a ordenarle a Fred que le llevara a City Island, donde tenía su yate, el Ararat, en dique seco, y que iba a vivir a bordo del barco hasta que Fred pudiera asegurarle que nos habíamos marchado de su casa de la calle 48, y que no quedaba ningún rastro de nuestra estancia allí.

—¡Fuera! —gritó—. ¡La basura, al cubo con ella!

¡Qué acción más surrealista estaba a punto de hacer el maestro realista! ¡Iba a instalarse en un velero de veinticinco metros en dique seco! ¡Tendría que subir y bajar por una escalera, tendría que usar el teléfono y el lavabo del astillero!

¡Y pensad qué creación más estrafalaria era su estudio, una alucinación creada a base de tremendo gasto y esfuerzo!

¡Y finalmente se las compondría para que los mataran a él y a su único amigo llevando uniformes italianos!

¡Todo lo relacionado con Dan Gregory, salvo sus cuadros, tenía menos conexiones con la realidad y el sentido común que el más radical arte moderno!

* * *

Boletín del presente: Circe Berman acaba de descubrir, después de interrogarme concienzudamente, que nunca he leído un libro entero de Paul Slazinger, mi ex mejor amigo.

Ella, por lo visto, los ha leído todos desde que vive aquí. Yo los tengo todos. Les he asignado un pequeño estante de honor en la biblioteca, y están dedicados para testimoniar lo íntima que ha sido nuestra relación durante todos estos años. He leído las críticas de la mayoría de ellos, y sé bastante bien de qué van.

Creo que Paul lo sabía, aunque desde luego nunca hemos hablado de eso abiertamente. Me es imposible tomarme sus libros en serio sabiendo lo imprudente que ha sido en la vida real. ¿Cómo voy a estudiar sus opiniones impresas sobre el amor y el odio y Dios y el hombre y si los fines justifican los medios y todo eso con solemnidad? En cuanto a una compensación no le debo ninguna. Nunca me ha alabado como pintor ni como coleccionista, ni falta que le hacía.

Entonces, ¿cuál era el lazo que nos unía?

La soledad y las heridas de la Segunda Guerra Mundial, que eran bastante graves.

* * *

Circe Berman ha roto su silencio respecto al insondable almacén de patatas. Encontró en la biblioteca un gran libro de imágenes con el lomo desgarrado y las páginas no sólo arrugadas sino pringadas de huellas de dedos llenos de pintura, aunque se editó hace sólo tres años. En él aparecen prácticamente todos los uniformes utilizados por todo tipo de soldados regulares o marineros o aviadores durante la Segunda Guerra Mundial. Me preguntó a bocajarro si tenía algo que ver con lo que había en el almacén.

—Puede que sí y puede que no —le contesté.

Pero os diré un secreto: Sí, sí.

* * *

Total, que Marilee y yo nos volvimos del Museo de Arte Moderno a casa con la cabeza gacha, como si nos hubieran dado unos azotes. A veces nos reíamos, también, nos abrazábamos y no parábamos de reír. Y durante todo el trayecto nos metíamos mano mutuamente y nos gustábamos muchísimo.

Nos paramos para presenciar la pelea entre dos hombres blancos frente a un bar de la Tercera Avenida. Ninguno de los dos llevaba puesto nada verde. Gruñían en una lengua que no comprendíamos. Puede que fueran macedonios o vascos o isleños frisios, o algo parecido.

Marilee cojeaba ligeramente y se inclinaba hacia la izquierda, consecuencias permanentes de haber sido arrojada escaleras abajo por un armenio. Pero otro armenio la estaba acariciando y sobándole el cabello y demás, y tenía una erección con la que se habrían podido partir cocos. Me gusta imaginar que éramos marido y mujer. La vida misma puede ser muy sacramental. La hipótesis era que íbamos a abandonar juntos el Jardín del Edén, y que nos seríamos fieles el uno al otro en un territorio salvaje, a las duras y a las maduras.

No sé por qué nos reíamos tanto.

Os recordaré nuestras edades: yo tenía casi veinte años, y ella veintinueve. El hombre al que estábamos a punto de ponerle los cuernos o lo que sea tenía cincuenta y tres, y le quedaban sólo otros siete años de vida, un mero mozalbete, visto desde aquí. ¡Imaginaos, tener siete años enteros de vida por delante!

* * *

Tal vez Marilee y yo nos reíamos tanto porque estábamos a punto de hacer esa otra cosa, además de comer y beber y dormir, para la que nuestros cuerpos decían que estábamos en la tierra. No había venganza ni desafío ni profanación en ello. No lo hicimos en la cama que ella y Gregory compartían, ni en la de Fred de la habitación contigua, ni en la inmaculada habitación de invitados estilo Imperio, ni en el estudio, y ni siquiera en mi propia cama, aunque podríamos haberlo hecho en casi cualquier sitio excepto en el sótano, pues Fu Manchú era la única persona que había en la casa entonces. Nuestro inconsciente acto de amor se anticipó en cierto modo al Expresionismo Abstracto, pues no trataba sobre otra cosa que sobre sí mismo.

Sí, y ahora me acuerdo de lo que me dijo el pintor Jim Brooks sobre cómo funcionaba él, sobre cómo funcionaba todo el Expresionismo Abstracto: «Yo doy la primera pincelada de color. Después de eso el lienzo tiene que hacer por lo menos la mitad del trabajo». El lienzo, si todo iba bien, empezaría, después de la primera pincelada, a sugerir o incluso solicitar que él hiciera esto o lo otro. En nuestro caso, la primera pincelada fue un beso que nos dimos en el portal, una cosa grande, húmeda, cálida y alegremente untuosa.

¡Vaya con la pintura!

* * *

Nuestro lienzo, por decirlo así, pidió más y más húmedos besos, y luego un tango de caricias bobo y desmayado por la escalera de caracol y por todo el enorme comedor. Chocamos contra una silla, y la pusimos otra vez en su sitio. El lienzo, haciendo todo el trabajo, y no sólo la mitad, nos llevó a través de la despensa del mayordomo hasta un almacén de unos dos metros cuadrados que no se utilizaba. Lo único que había allí dentro era un sofá destartalado que se debieron de dejar los antiguos propietarios. Había una ventana diminuta que daba al norte, a las copas peladas de los árboles del jardín trasero.

No nos hicieron falta más instrucciones del lienzo sobre lo que teníamos que hacer si queríamos dar el último toque a una obra de arte. Eso es lo que hicimos.

* * *

Y tampoco necesité instrucciones de aquella mujer mayor con experiencia sobre lo que yo tenía que hacer.

¡Diana y diana y otra diana!

¡Y era tan retroactivo! ¡Aquello era algo que llevaba toda la vida haciendo! ¡Y además era tan premonitorio! Me iba a pasar el resto de la vida haciéndolo a todas horas.

Sí, así fue. Sólo que nunca volvería a ser tan fabuloso.

El lienzo de la vida, por decirlo así, nunca nos volvió a ayudar a mí y a mi pareja a crear una obra maestra sexual.

Rabo Karabekian, así pues, creó por lo menos como amante una obra maestra, que fue necesariamente creada en privado y que se esfumó de la tierra incluso más rápido que los cuadros que me convirtieron en una nota a pie de página en la Historia del Arte. ¿Es que no he hecho nada que pueda sobrevivirme, aparte del oprobio de mi primera mujer y mis hijos y nietos?

¿Me importa mucho?

¿Acaso no nos importa a todos?

Pobre de mí. ¡Pobres de casi todos nosotros, con tan pocos productos no perecederos que dejar atrás!

* * *

Después de la guerra, cuando le comenté a Terry Kitchen algo sobre mis tres horas de sexo ideal con Marilee, y de cómo me hicieron sentir maravillosamente a la deriva en el cosmos, él me dijo esto:

—Estabas experimentando una anti-epifanía.

—¿Una qué?

—Es un concepto de mi propia invención —me explicó.

Eso fue cuando él todavía era un parlanchín y no un pintor, mucho antes de que yo le comprara la pistola de pulverización. En cuanto a mí, yo no era más que un parlanchín y un colega de los pintores. Todavía pensaba convertirme en un hombre de negocios.

—Lo malo de Dios no es que se deje ver con tan poca frecuencia —continuó—. Lo malo de Dios es precisamente lo contrario: nos tiene a ti y a mí y a todos agarrados por el cogote casi constantemente.

Me dijo que acababa de pasar la tarde en el Museo Metropolitano de Arte, donde había muchos cuadros que representaban a Dios dando órdenes, a Adán y Eva y a la Virgen María, y a varios santos en agonía, etcétera.

—Esos momentos son muy extraños, de creer a los pintores. Pero ¿quién ha sido alguna vez tan mentecato como para creer a un pintor? —me dijo, y pidió otro whisky doble, seguro de que yo lo pagaría—. Esos momentos suelen llamarse «epifanías», y te digo yo que son tan frecuentes como las moscas domésticas —me aseguró.

—Entiendo —le dije. Creo que Pollock estaba allí, escuchando todo esto, aunque a él y a Kitchen y a mí todavía no se nos conocía como «Los Tres Mosqueteros». Él era un verdadero pintor, y por eso casi no hablaba. Cuanto Terry Kitchen se convirtió en un verdadero pintor, también él dejó de hablar, prácticamente.

—¿«Maravillosamente a la deriva en el cosmos», dices? —me dijo Kitchen—. Es una descripción perfecta de una anti-epifanía, esos momentos rarísimos en que Dios Todopoderoso te suelta el cogote y te deja ser humano durante un rato. ¿Cuánto duró la sensación?

—Oh, quizá media hora —le contesté.

Y se reclinó en la silla y dijo con honda satisfacción:

—Ahí lo tienes.

* * *

Aquello pudo pasar la misma tarde en que alquilé un estudio para nosotros dos en un ático propiedad de un fotógrafo, en un edificio de Union Square. En aquellos tiempos, en Manhattan los estudios eran baratísimos. ¡Un artista podía, en efecto, permitirse el lujo de vivir en Nueva York! ¿Os imagináis?

Cuando alquilamos el estudio, le dije:

—Si mi mujer se entera de esto, me mata.

—Dale siete epifanías a la semana —me recomendó Terry— y estará tan agradecida que te dejará hacer lo que quieras.

—Es más fácil decirlo que hacerlo.

* * *

La misma gente que cree que los libros de Polly Madison están destruyendo la estructura de la sociedad americana porque les dicen a las quinceañeras que se pueden quedar embarazadas si no se andan con cuidado, etcétera, considerarían blasfemo, seguramente, el concepto de las anti-epifanías de Terry Kitchen. Pero no se me ocurre nadie que intentara con más ahínco que él encontrar recados que valiese la pena llevarle a Dios. Podría haber hecho una buena carrera dedicándose a la jurisdicción o los negocios o las finanzas o la política. Era un pianista magnífico, y también un excelente atleta. Podría haber permanecido en el ejército y haber llegado pronto al rango de general y quizá al de presidente de la comisión de jefes del Estado Mayor.

Sin embargo, cuando yo le conocí, lo había dejado todo para hacerse pintor, aunque era incapaz de dibujar dos manzanas podridas, y nunca en su vida había recibido una lección de dibujo.

—¡Tiene que haber algo que valga la pena! —dijo—. Y la pintura es una de las pocas cosas que no he probado.

* * *

Mucha gente, lo sé, cree que Terry Kitchen podía hacer dibujos realistas, si quería. Pero la única prueba que tienen es un trocito de una pintura que estaba colgada en el hall de mi casa. Nunca le puso título al cuadro, pero se lo conoce como La ventana mágica.

Aparte de ese pedazo, el cuadro es una típica aerografía de la formación de una tormenta, brillantemente coloreada, vista desde un satélite en órbita, o como queráis llamarlo. Pero ese pedacito, si se examina cuidadosamente, resulta ser una copia diminuta puesta boca abajo del Retrato de Madame X de John Singer Sargent, un retrato de cuerpo entero, con sus famosos hombros níveos y su nariz respingona, etcétera.

Lo siento, amigos: ese peregrino añadido, esa ventana mágica, no era obra de Terry, y no habría podido ser obra de Terry. Lo realizó, ante la insistencia de Terry, un ilustrador mercenario con el insólito nombre de Rabo Karabekian.

* * *

Terry Kitchen dijo que los únicos momentos que había experimentado jamás como anti-epifanías, cuando Dios le dejaba solo, eran los que seguían al sexo y las dos veces que tomó heroína.