De vuelta al pasado:
Cuando Dan Gregory quemó mi cuadro, ¿por qué no le hice lo que él le había hecho a Beskudnikov? ¿Por qué no me mofé de él y me largué a buscar un empleo mejor? Para empezar, a aquellas alturas ya había aprendido mucho sobre el mundo del arte comercial, y sabía que artistas como yo los había a porrillo y que todos eran unos muertos de hambre.
Tened en cuenta todo lo que tenía que perder: una habitación propia, tres comidas completas al día, un trabajo distraído que me permitía rondar por toda la ciudad, y mucho tiempo de ocio con la hermosa Marilee.
¡Hubiera sido absurdo permitir que el amor propio se interpusiera en mi felicidad!
* * *
Cuando murió la cocinera hermafrodita, por cierto, Sam Wu, el lavandero, pidió el empleo y lo consiguió. Era un maravilloso cocinero de buena y honesta comida americana y también de delicias chinas, y Gregory siguió utilizándole como modelo para pintar al siniestro maestro del crimen, Fu Manchú.
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De nuevo en el presente:
Circe Berman me ha dicho hoy mientras comíamos que si tanto placer me había dado la pintura, debería volver a pintar.
Mi querida esposa Edith hizo la misma sugerencia una vez, y yo le dije a Mrs. Berman lo que le había dicho a ella: «Ya he perdido bastante tiempo no tomándome a mí mismo en serio».
Ella me preguntó qué había sido lo más agradable de mi vida profesional cuando me dedicaba plenamente a la pintura: mi primera exposición individual, ganar un montón de dinero por cuadro, la amistad con mis colegas pintores, ser alabado por un crítico, o qué.
—Solíamos hablar mucho de eso en los viejos tiempos —le dije—. Todas coincidíamos en que si nos metieran en cápsulas individuales con nuestros materiales artísticos, y nos dispararan hacia diferentes partes del espacio, seguiríamos teniendo aquello por lo cual nos gustaba pintar, que era la oportunidad de pintar.
A mi vez yo le pregunté a ella dónde estaba la gracia de ser escritor: conseguir buenas críticas, o un estupendo adelanto, o vender un libro para el cine, o ver a alguien leyendo tu libro, o qué.
Me dijo que también ella podría encontrar la felicidad en el espacio, dentro de una cápsula, si tuviera con ella un manuscrito suyo terminado y corregido, y a alguien de su editorial.
—No lo entiendo —le dije.
—Para mí, el momento orgiástico es cuando le entrego un manuscrito al editor y le digo: «¡Toma! Ya he acabado con él. No quiero volver a verlo nunca» —me contestó.
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De vuelta al pasado otra vez:
Marilee Kemp no era la única que estaba atrapada, como la Nora de Casa de muñecas antes de descorchar la botella. Yo también lo estaba. Y entonces lo comprendí: Fred Jones también. Era tan apuesto y tenía tanta dignidad y tanto honor, aparentemente, porque ayudaba al gran artista Dan Gregory en lo que fuera necesario… pero él también era una Nora.
Desde la Primera Guerra Mundial, donde descubrió su talento para pilotar aquellos pajarracos de chatarra que eran plataformas ametralladoras, su vida había sido una caída ininterrumpida. La primera vez que puso las manos sobre la palanca de mando de un avión, debió de sentir lo mismo que sentía Terry Kitchen cuando empuñaba una pistola de pulverización. También debió de sentirse como Terry Kitchen cuando disparaba sus ametralladoras allá arriba, en el lejano y salvaje azul, y veía un avión que había frente a él dibujando una espiral de humo y llamas, para acabar en un súbito resplandor solar debajo suyo.
¡Qué belleza! ¡Qué inesperada y pura! ¡Qué fácil de conseguir!
Fred Jones me dijo una vez que las estelas de humo de los aviones que caían y los globos de observación eran las cosas más hermosas que podría ver jamás. Y ahora comparo ese regocijo suyo en los arcos y las espirales y los manchones de la atmósfera con lo que sentía Jackson Pollock cuando contemplaba lo que la pintura derramada hacía por sí misma al arrojar un lienzo contra el suelo de su estudio.
¡La misma clase de felicidad!
Excepto que a lo que Pollock hacía le faltaba el componente que más agradaba a las multitudes: el sacrificio humano.
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Pero lo que me choca de Fred Jones es esto: había encontrado un hogar en la aviación, igual que yo lo encontraría en el cuerpo de Ingenieros.
Y luego le echaron por la misma razón por la que me echaron a mí: perdió un ojo no sé dónde.
Y hay algo sorprendente que yo podría decirme a mí mismo, si pudiera volver a la Gran Depresión en una máquina del tiempo: «Pst, tú, el chavalito armenio presumido. Sí, tú. ¿Te crees que Fred Jones es curioso y a la vez triste? Eso es lo que serás tú también algún día: un soldado tuerto, temeroso de las mujeres y sin talento para la vida civil».
Yo solía preguntarme, por aquel entonces, cómo sería tener un ojo en lugar de dos, y experimentaba tapándome un ojo con la mano. El mundo no parecía tan disminuido cuando lo miraba con un solo ojo. Y tampoco ahora siento que tener un solo ojo sea un handicap particularmente grave.
Circe Berman me preguntó qué tal era ser tuerto cuando hacía apenas una hora que nos conocíamos. Era capaz de preguntar cualquier cosa a cualquiera en cualquier momento.
—Está chupado —le contesté.
* * *
Me acuerdo de Dan Gregory, y realmente parecía, como había dicho W. C. Fields, «un arapajó bajito», y también de Marilee y de Fred Jones, sus sirvientes incondicionales. Pienso en qué excelentes modelos podrían haber sido para Gregory en una ilustración que tratara de un emperador romano y una pareja de cautivos germanos, rubios y de ojos azules, a cuestas.
Es curioso, pero era Fred, y no Marilee, el cautivo que a Gregory le gustaba exhibir en público continuamente. Era a Fred a quien llevaba consigo a las fiestas y a las cacerías de zorros en Virginia y a los cruceros en su yate, el Ararat.
No tengo intención de explicar esto, y me limitaré a decir que con toda seguridad Gregory y Fred eran de esa clase de hombres que se llevan bien con los hombres. No eran homosexuales.
Sea cual sea la explicación, a Gregory no le importaba nada que Marilee y yo diéramos largos paseos por todo Manhattan haciendo que las cabezas se volvieran para lanzarle a ella una segunda, tercera, cuarta mirada. La gente debía de preguntarse, también, cómo alguien como yo, que obviamente no era un pariente, podía haberse ganado la compañía de una mujer tan hermosa.
—La gente se cree que estamos enamorados —le dije una vez, mientras paseábamos.
Y ella me dijo:
—Tienen razón.
—No sé si me entiendes —le dije.
—¿Qué te has creído que es el amor?
—Me parece que no lo sé.
—Sabes lo mejor —me dijo—: pasear así y sentirse a gusto con todo. Si te perdieras el resto, yo no me compadecería de ti.
Y fuimos al Museo de Arte Moderno quizá por quincuagésima vez. Yo llevaba ya casi tres años con Gregory, y estaba a punto de cumplir veinte años. Ya no era un artista en ciernes. Era el empleado de un artista y, por fortuna, tenía al menos un empleo. Había montones de personas resignadas a aceptar cualquier clase de trabajo, en espera de que terminara la Gran Depresión para que la vida real pudiera empezar de nuevo. Pero también tendríamos que pasar por una Segunda Guerra Mundial antes de que la vida real pudiera empezar de nuevo.
—¿No os encanta? Esto que ahora vivimos es la vida real.
* * *
Pero dejadme que os diga que la vida parecía asquerosamente real en 1936, cuando Dan Gregory nos pescó a Marilee y a mí saliendo del Museo de Arte Moderno.