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No sé cómo encaja esto en mi historia, y seguramente no encaja en absoluto. Es, sin duda, la nota más trivial que se pueda imaginar en una historia del Expresionismo Abstracto, pero ahí va:

La cocinera que me sirvió, de mala gana, mi primera cena en Nueva York y que no paraba de preguntar: «¿Y qué más, y qué más?», murió dos semanas después de mi llegada. Esto era lo que iba a pasar a continuación: ella cayó muerta en el Turtle Bay Chemist, una farmacia que había a dos manzanas.

Pero el caso es que en la funeraria descubrieron que no era una mujer, ni tampoco un hombre. Era ambas cosas a la vez. Era un hermafrodita.

Una nota todavía más trivial: ella sería inmediatamente reemplazada en la cocina de Dan Gregory por Sam Wu, el lavandero.

* * *

Marilee volvió del hospital en una silla de ruedas dos días después de mi llegada. Dan Gregory no bajó a recibirla. No creo que hubiera dejado de trabajar ni aunque la casa se estuviera incendiando. Era como mi padre cuando hacía botas de vaquero o como Terry Kitchen con su pistola de pulverización o como Jackson Pollock derramando pintura sobre una tela, en el suelo: cuando estaba creando, el resto del mundo no contaba para nada en absoluto.

Y yo también fui así, después de la guerra, y eso arruinó mi matrimonio y mi determinación de ser un buen padre. Lo pasé muy mal hasta que le cogí el truco a la vida civil tras la guerra, y entonces descubrí algo tan poderoso e irresponsable como inyectarse heroína: si empezaba a pintar una tela enorme de un solo color, podía conseguir que el resto del mundo no contara para nada.

* * *

Y la concentración total de Dan Gregory en su trabajo durante doce horas diarias o más significaba que yo, como aprendiz suyo, tenía un trabajo realmente fácil. Él no me necesitaba para nada, y no quería perder el tiempo inventándose tareas que asignarme. Me había dicho que pintara un cuadro de su estudio, pero en cuanto se puso a trabajar, creo que se le olvidó del todo.

* * *

¿Pinté un cuadro de su estudio virtualmente indistinguible de una fotografía? Sí, sí, lo hice.

Pero yo era la única persona a la que le importaba algo si había intentado hacer realidad aquel milagro o no. Yo merecía tan poco su atención, estaba tan lejos de ser un genio, un Gregorian para su Beskudnikov, una amenaza o un hijo o lo que sea, que podría haber sido su cocinero, a quien había que decirle lo que tenía que hacer para cenar.

¡Lo que sea! ¡Lo que sea! ¡Rosbif! ¡Pinta un cuadro de mi estudio! ¿Qué más da? ¡Brécol!

Muy bien. Ya me las pagarás.

Y así fue.

* * *

Era su verdadero ayudante, Fred Jones, el aviador de la Primera Guerra Mundial, el encargado de encontrar tareas que darme. Fred me hizo mensajero, lo cual debió de ser un terrible golpe para el servicio de mensajeros que siempre había utilizado. Alguien que necesitaba un empleo urgentemente, cualquier clase de empleo, debió de quedarse en la calle cuando Fred me dio un puñado de fichas de metro y un mapa de Nueva York.

También me asignó la tarea de catalogar todos los objetos de valor que había en el estudio de Gregory.

—¿No le molestará a Mr. Gregory que esté allí mientras él trabaja? —le pregunté.

—Podrías serrarle la cintura al ritmo de «The Star Spangled Banner», y ni se enteraría. Tú mantente lejos de sus ojos y de sus manos —me contestó.

* * *

Así que yo estaba arriba, en el estudio, a unos pocos palmos de Dan Gregory, especificando en un libro mayor su extensa colección de bayonetas, cuando Marilee llegó a casa. Todavía recuerdo lo llenas de embrujo que parecían estar aquellas bayonetas que se ponían en la punta de los rifles. Una era como una barra de cortina afilada. Otra era triangular y tenía un corte transversal para que la herida que hiciera no se cerrara otra vez impidiendo que la sangre y las extrañas se cayeran. Otra tenía dientes de sierra, para poder abrirse camino a través del hueso, supongo. Recuerdo que pensé que la guerra era tan espantosa que, por fin, gracias a Dios, nadie se dejaría engañar nunca más por los cuadros románticos ni por la ficción y la historia para volver a ir a la guerra.

Hoy en día, por supuesto, puedes comprarle a tu crío una ametralladora con una bayoneta de plástico en la juguetería más cercana.

* * *

Los sonidos de la llegada de Marilee, subieron flotando desde el piso inferior. Tampoco yo, que tanto le debía a ella, me apresuré a recibirla. Creo que la cocinera y mi primera mujer tenían razón: siempre he sido un poco receloso con las mujeres, posiblemente porque, como sugirió Circe Berman esta mañana mientras desayunábamos, yo no tenía fe en mi madre, que un buen día cogió y se me murió.

Puede ser.

En fin: tuvo que mandar a buscarme, y yo me comporté con formalidad. Yo no sabía que Gregory había estado a punto de matarla por culpa de los materiales artísticos que ella me había enviado. Si lo hubiera sabido, creo que también habría estado muy formal. Seguramente una cosa que me impidió mostrarme efusivo fue la conciencia de mi propia fealdad y debilidad y virginidad. Yo no la merecía a ella, pues ella era tan hermosa como Madeleine Carroll, la estrella de cine más hermosa del mundo.

Ella también se mostró fría y tensa conmigo. Tengo que decir que seguramente reaccionó a mi formalidad con formalidad. Probablemente también había este otro factor: ella quería dejarnos claro —a mí, a Fred, a Gregory, a la cocinera hermafrodita, a todo el mundo— que no había hecho que me trajeran desde la costa Oeste para ligar conmigo.

Y si yo pudiera volver a aquel momento en una máquina del tiempo, qué increíble predicción podría hacerle:

«Serás tan hermosa como ahora, pero mucho, mucho más inteligente, cuando tú y yo nos reunamos en Florencia, Italia, después de la Segunda Guerra Mundial. ¡Qué guerra habrás pasado!

»Tú y Fred y Gregory os habréis ido a Italia, y a Fred y a Gregory los habrán matado en la batalla de Sidi Barraní, en Egipto. Luego tú te habrás ganado el corazón del ministro de Cultura de Mussolini, Bruno, el conde Portomaggiore, educado en Oxford, uno de los terratenientes más importantes de Italia, quien también habrá sido el jefe de la organización de espionaje británica en Italia durante toda la guerra».

* * *

Cuando la visité en su palacio después de la guerra, por cierto, me enseñó un cuadro que le había regalado el alcalde de Florencia. Representaba la muerte de su marido ante un pelotón fascista de fusilamiento, poco antes del final de la guerra.

El cuadro era el tipo de kitsch comercial que solía hacer Dan Gregory, y del que yo mismo era y sigo siendo capaz.

* * *

El concepto que ella tenía del lugar que ocupaba en el mundo, en 1933, en medio de la Gran Depresión, se reveló, creo, en una conversación que tuvimos sobre Casa de muñecas, la obra de Henrik Ibsen. Acababa de salir una nueva edición impresa de la obra, con ilustraciones de Dan Gregory, y la leímos juntos y hablamos de ella después.

La ilustración más atractiva era la que representaba el final de la obra, con la protagonista, Nora, saliendo por la puerta de su cómoda casa, dejando atrás a su marido de clase media y a sus hijos y sirvientes, declarando que tenía que descubrir su propia identidad fuera, en el mundo real, antes de poder ser una madre y una esposa fuerte.

* * *

Así termina la obra. Nora ya no piensa permitir que la subyuguen por ser tan ignorante y tan poco independiente como una criatura.

Y Marilee me dijo:

—Aquí es donde empieza la obra, tal como lo entiendo yo. Nunca sabremos cómo sobrevivió. ¿Qué clase de empleo podría encontrar una mujer en aquellos tiempos? Nora no sabía ningún oficio ni tenía educación. Ni siquiera tenía dinero para comer, ni un sitio donde vivir.

* * *

Aquélla era exactamente la situación de Marilee, claro. No había nada esperándola fuera de la cómoda casa de Gregory salvo el hambre y la humillación, pese a todo lo mal que él pudiera tratarla.

Unos días después, me dijo que había resuelto al problema.

—¡Ese final es un timo! —me dijo, encantada consigo misma—. Ibsen lo añadió allí para que los espectadores se pudieran ir a casa felices. No tuvo agallas para contar lo que ocurrió realmente, lo que todo el resto de la obra dice que tiene que pasar.

—¿Qué es lo que tiene que pasar? —le pregunté.

—Ella tiene que suicidarse —dijo Marilee—. Y quiero decir en seguida, tirándose bajo un tranvía o algo así, antes de que baje el telón. Ése es el auténtico final. Nadie lo ha visto nunca, pero ése es el auténtico final.

* * *

He tenido bastantes amigos que se han suicidado, pero nunca he sido capaz de ver esa dramática necesidad de hacerlo que Marilee vio en la obra de Ibsen. El hecho de que no pueda ver esa necesidad es probablemente un signo más de mi escasa profundidad como partícipe en una vida dedicada al arte.

Estos son mis amigos pintores que se suicidaron, todos con éxitos artísticos considerables ya conseguidos o por venir:

Arshile Gorky se ahorcó en 1948. Jackson Pollock, borracho, chocó con su coche contra un árbol en una carretera desierta, en 1956. Eso fue justo antes de que mi mujer y los niños me plantaran. Tres semanas después, Terry Kitchen se pegó un tiro en el velo del paladar con una pistola.

Cuando todos nosotros vivíamos en Nueva York, Pollock y Kitchen y yo, grandes bebedores, éramos conocidos en la Cedar Tavern como «Los Tres Mosqueteros».

Pregunta banal: ¿Cuántos mosqueteros quedan vivos actualmente? Respuesta: Yo.

Sí, y Mark Rothko, que tenía suficientes somníferos en su botiquín para matar a un elefante, se mató clavándose un cuchillo, en 1970.

¿Qué conclusión puedo sacar de tan espantosas demostraciones de descontento terminal? Sólo ésta: hay personas mucho más duras que otras, y Marilee y yo representábamos a esas otras, por ejemplo.

Marilee dijo esto sobre la Nora de Casa de muñecas: «Debería haberse quedado en casa y haberle sacado el mejor partido a las cosas».