16

En cuanto el gruñido y el borboteo del Ferrari del psiquiatra se desvanecieron en el ocaso, la cocinera me comunicó que ella y su hija también se irían.

—Ya le he avisado. Dentro de dos semanas nos vamos —me dijo.

¡Vaya golpe!

—¿Qué le ha hecho decidirse tan de repente? —le pregunté.

—No ha sido de repente —me contestó—. Celeste y yo estábamos a punto de irnos justo antes de que llegara Mrs. Berman. Esto estaba muerto. Ella hacía que todo fuera emocionante, y nos quedamos. Pero siempre nos decíamos la una a la otra: «Cuando ella se vaya, nosotras también nos iremos».

—Pero yo la necesito, de verdad —le dije—. ¿Qué puedo hacer para convencerla de que se quede? —A ver si me explico: Dios mío, ya tenían habitaciones con vistas al mar, y los amigos de Celeste se paseaban por aquí como si ésta fuera su casa, y comían y bebían cuanto querían. La cocinera tenía permiso para coger cualquiera de los coches cuando quisiera, y cobraba un sueldo de estrella de cine.

—Podría aprenderse mi nombre —me dijo.

—¿Hacer qué?

—Siempre que se refiere a mí me llama «la cocinera» —protestó—. Tengo un nombre: me llamo Allison White.

—¡Madre mía! —exclamé con tremenda jovialidad—. Lo sé perfectamente. Ese es el nombre que pongo en sus cheques cada semana. ¿Acaso lo he escrito mal alguna vez, o me he equivocado con su seguridad social?

—Usted sólo piensa en mí cuando me extiende el cheque —se quejó—, y creo que ni siquiera entonces piensa en mí. Antes de que viniera Mrs. Berman, cuando Celeste estaba en el colegio, y nosotros dos estábamos solos en la casa, y dormíamos bajo el mismo techo noche tras noche, y usted se comía lo que yo le cocinaba…

Se paró aquí. Me imagino que esperaba haber dicho suficiente. Ahora me doy cuenta de que aquello era muy duro para ella.

—¿Y? —dije.

—Esto es ridículo.

—Yo no puedo decir si lo es o no —dije.

Y entonces dijo, bruscamente:

—¡Yo no quiero casarme con usted!

¡Dios Santo!

—¡A nadie se le ocurriera! —exclamé.

—Sólo quiero ser un ser humano, y no una cosa insignificante, si tengo que vivir bajo el mismo techo con un hombre, con cualquier hombre —dijo. E inmediatamente se corrigió—: Con cualquier persona.

Esto era sospechosamente parecido a lo que me había dicho mi primera mujer, Dorothy: que yo la trataba como si a mí ni siquiera me importara cómo se llamaba, como si ella no estuviera allí. La siguiente cosa que me dijo la cocinera también se la había oído decir a Dorothy:

—Creo que le dan pánico las mujeres.

—Yo también —dijo Celeste.

* * *

—Celeste —dije—, tú y yo somos buenos amigos, ¿no?

—Eso es porque tú te crees que soy estúpida —me contestó.

—Y todavía es demasiado joven para resultar peligrosa —añadió su madre.

—Y ahora todos se van —dije—. ¿Dónde está Paul Slazinger?

—Ha salido por la puerta —dijo Celeste.

* * *

¿Qué había hecho yo para merecer aquello? ¡Lo único que había hecho era irme a Nueva York a pasar una noche, y darle tiempo a la viuda Berman de decorar el vestíbulo! ¡Y ahora, mientras yo estaba sumergido en una vida que ella había arruinado, se había ido de juerga a Southampton, a codearse con Jackie Kennedy!

—Pobre de mí —dije por fin—. Y seguro que también vosotras odiáis mi famosa colección de arte.

Sus rostros se iluminaron un poco, supongo que porque yo había sacado a colación un tema que era mucho más fácil de discutir que la relación entre hombres y mujeres.

—Yo no los odio —dijo la cocinera, ¡dijo Allison White, Allison White, Allison White!

Esta mujer es de una presencia impecable, con rasgos graciosos, incluso, y con buen tipo y con un bonito cabello castaño. Yo soy el problema. Yo soy el que no tiene buena presencia.

—A mí no me dicen nada —continuó—. Estoy segura de que es porque no tengo educación. Si estudiara, seguramente acabaría entendiendo lo maravilloso que son. El único que me gustaba lo vendió.

—¿Cuál era? —Hasta yo me animé un poco, esperando salvar algo, por lo menos, de esta pesadilla: una sentencia por parte de estas personas tan poco sofisticadas sobre cuál de mis cuadros, uno que había vendido, desde luego, tenía tanto poder que hasta a ellas les había gustado.

—Aquél de los dos niños negros y los dos niños blancos —dijo.

Registré mi memoria buscando cualquier cuadro de la casa que pudiera haber sido interpretado erróneamente de aquella forma por una persona simple e imaginativa. ¿Cuál tenía dos manchas negras y dos blancas? Tenía toda la pinta de ser un Rothko.

Pero entonces caí en la cuenta de que se refería a un cuadro que yo nunca había considerado perteneciente a mi colección, sino un simple souvenir. ¡Y era de Dan Gregory, nada menos! Se trataba de una ilustración para un cuento de Booth Tarkington sobre dos niños blancos y dos niños negros, de unos diez años que se encuentran en el oscuro callejón de una ciudad del medio oeste, no en este siglo sino en el anterior.

En el cuadro, los niños se estaban preguntando, obviamente, si podrían ser amigos, o si sería mejor que cada uno siguiera su camino.

En el cuento, los dos niños negros tenían nombres muy cómicos: «Herman» y «Verman». Yo había oído decir a mucha gente que nadie pintaba a los negros como Dan Gregory, pero lo cierto es que lo hacía a partir de fotografías. Una de las primeras cosas que me dijo fue que ningún negro pisaría nunca su casa.

Yo lo encontré muy correcto. Durante un tiempo, encontré correcto todo lo que él decía. Yo iba a convertirme en lo que él era, y, lamentablemente, en muchos aspectos, lo hice.

* * *

Le vendí aquel cuadro de los dos niños negros y los dos niños blancos a un millonario de Lubbock, Texas, que tiene la colección de obras de Dan Gregory más completa del mundo, según me dijo. Por lo que sé, la suya es la única colección, y ha hecho construir para ella un enorme museo.

Descubrió, no sé cómo, que yo había sido aprendiz de Dan Gregory, y me llamó para preguntar si tenía alguna obra de mi maestro de la que quisiera deshacerme. Sólo tenía aquélla, y hacía años que no la miraba, porque estaba colgada en el lavabo de una de las habitaciones de invitados, en la que no tenía ningún motivo para entrar.

—Vendió el único cuadro que trataba sobre algo —me dijo Allison White—. Yo solía mirarlo e intentaba adivinar lo que pasaría a continuación.

* * *

Ah: una última cosa que me dijo Allison White antes de que ella y Celeste subieran a sus habitaciones con preciosas vistas al mar:

—Ahora nos apartaremos de su camino, y no nos importa quedarnos sin saber lo que hay en el almacén de patatas.

* * *

Y allí me quedé, solo, en el recibidor. Me daba miedo subir. No tenía ningunas ganas de quedarme en la casa, y consideré seriamente la posibilidad de volver a instalarme en el almacén de patatas y volver a ser lo que había sido para mi querida Edith después de que muriera su marido: un viejo mapache domesticado.

Y caminé horas enteras por la playa, hasta Sagaponack y vuelta, reviviendo mis días de ermitaño de cerebro en blanco y respiración profunda.

En la mesa de la cocina había una nota de la cocinera, de Allison White, que decía que mi cena estaba en el horno. Y me la comí. Siempre tengo buen apetito. Me tomé unas cuantas copas, y escuché un poco de música. Hay una cosa que aprendí durante mis ocho años de soldado profesional y que ha resultado ser muy útil en la vida civil: cómo quedarse dormido casi en cualquier sitio, sin importar lo malas que puedan ser las noticias.

Me despertó a las dos de la madrugada alguien que me acariciaba la nuca muy suavemente. Era Circe Berman.

—Todos se van —le dije—. La cocinera me ha dado el aviso. Dentro de dos semanas, ella y Celeste se irán.

—No, no —me dijo Mrs. Berman—. He hablado con ellas, y se quedarán.

—¡Gracias a Dios! —exclamé—. ¿Qué les has dicho? Están hartas de todo esto.

—Les he prometido que no me iré, y ellas también se quedarán. ¿Por qué no te acuestas? Si te quedas toda la noche aquí, mañana no podrás moverte.

—Está bien —dije con voz débil.

—Mamá ha salido, a bailar, pero ya está de vuelta —me dijo—. Váyase a la cama, Mr. Karabekian. Todo está en orden.

—Nunca volveré a ver a Slazinger.

—¿Qué más da? Tú nunca le has caído bien a él, y él nunca te ha caído bien a ti. ¿No lo sabías?