El engreído Dan Gregory dejó su empleo aquel mismo día, y no tuvo dificultad para llegar a oficial de otro maestro grabador y serigrafista, que hacía carteles teatrales e ilustraciones de libros para niños. Su falsificación nunca llegó a detectarse, o en todo caso no les siguieron la pista ni a Beskudnikov ni a él.
—Y seguro que Beskudnikov nunca le contó a nadie la verdadera historia —me dijo— de por qué él y su más prometedor aprendiz tomaron caminos diferentes.
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Me dijo que hasta entonces me había hecho el favor de lograr que yo me sintiera molesto.
—Como eres mucho mayor de lo que yo era cuando superé a Beskudnikov —continuó—, no perderemos el tiempo y te asignaremos en seguida un trabajo equivalente en dificultad a copiar un rublo a mano. —Hizo ver que consideraba varios proyectos posibles, pero estoy seguro de que se había decidido por el más diabólico que se pueda imaginar, mucho antes de mi llegada.
—¡Ajá! —exclamó—. ¡Ya lo tengo! Quiero que montes un caballete más o menos donde estás ahora. Luego pintarás un cuadro de esta habitación, y quiero que sea indistinguible de una fotografía. ¿Te parece justo? Espero que no.
Tragué saliva.
—No, señor —dije—, le aseguro que no me parece justo.
Y él dijo:
—¡Excelente!
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Acabo de estar en Nueva York por primera vez desde hace dos años. Fue idea de Circe Berman, y quiso que fuera solo, como para demostrarme a mí mismo que todavía gozo de una salud excelente, que no necesito ningún tipo de ayuda, y que no soy un inválido. Estamos a mediados de agosto. Ella lleva aquí dos meses y pico, ¡lo cual significa que llevo dos meses escribiendo este libro!
Me aseguró que la ciudad de Nueva York sería para mí como un Manantial de Juventud, con sólo seguir la huella de mis pasos cuando llegué la primera vez de California, hace tanto tiempo.
—Tus músculos te demostrarán que conservan casi toda la elasticidad que tenían entonces —me dijo—. Si se lo permites —continuó—, tu cerebro te demostrará que puede ser tan chulo y tan capaz de entusiasmo como lo fue entonces.
Sonaba bien. Pero, ¿sabéis qué? Ella estaba preparando una trampa explosiva.
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Su promesa se cumplió por momentos, aunque a ella le importaba un bledo que fuera falsa o no. Lo único que quería era sacarme de aquí un momento para poder hacer lo que le apeteciera con esta propiedad.
Por lo menos no entró en el almacén de patatas, cosa que podría haber hecho si hubiera tenido el tiempo necesario, una palanca y un hacha. Sólo habría tenido que entrar en las cocheras para encontrar una palanca y un hacha.
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Lo cierto es que me sentía enérgico y engallado cuando reconstruí mis primeros pasos desde la estación Grand Central hasta las tres brownstones que habían sido la mansión de Dan Gregory. Volvían a ser tres casas separadas, como yo ya sabía. Las habían separado por el tiempo en que murió mi padre, tres años antes de que los Estados Unidos entraran en guerra. ¿Qué guerra? La guerra del Peloponeso, por supuesto. ¿Es que soy el único que se acuerda de la guerra del Peloponeso?
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Empiezo de nuevo:
La mansión de Dan Gregory se convirtió otra vez en tres brownstones separadas poco después de que él, Marilee y Fred Jones salieran hacia Italia para tomar parte en el gran experimento social de Mussolini. Aunque tanto él como Fred ya habían sobrepasado los cincuenta, pidieron y recibieron el permiso de Mussolini en persona para vestir el uniforme de oficiales de la infantería italiana, pero sin insignias de rango ni división, y para pintar al ejército italiano en acción.
Los mataron casi exactamente un año antes de que los Estados Unidos entraran en la guerra —contra Italia, por cierto, y contra Alemania y Japón y algunos más—. Los mataron alrededor del 7 de diciembre de 1940 en Sidi Barraní, Egipto, donde sólo treinta mil ingleses arrollaron a ochenta mil italianos, como dice la Encyclopaedia Britannica, y capturaron a cuarenta mil italianos y cuatrocientas armas.
Cuando la Britannica habla de armas capturadas, no se refiere sólo a rifles y pistolas. Se refiere a importantes armas de gran calibre.
Sí, y ya que Gregory y su socio Jones fueron víctimas de tales armas, digamos que eran tanques Matilda, y ametralladoras Sten y Bren y rifles Enfield con bayonetas los que se los cargaron.
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¿Por qué se fue Marilee a Italia con Gregory y Jones? Estaba enamorada de Gregory, y él estaba enamorado de ella.
¿Veis qué simple?
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La más oriental de las tres casas que habían pertenecido a Gregory, según descubrí en este viaje tan reciente a Nueva York, es ahora la sede y morada de la delegación en las Naciones Unidas del Emirato de Salibaar. Era la primera vez que oía hablar del Emirato de Salibaar, un país que no consigo encontrar en mi Encyclopaedia Britannica. Con ese nombre sólo encuentro una ciudad del desierto, de once mil habitantes, más o menos la población de San Ignacio. Circe Berman dice que ya va siendo hora de que me compre una enciclopedia nueva, y también unas cuantas corbatas.
La gran puerta de roble y sus inmensos goznes siguen allí, aunque la aldaba con forma de Gorgona ya no está. Gregory se la llevó con él a Italia, y yo volví a verla en la puerta del palacio florentino de Marilee, después de la guerra.
A lo mejor ahora he emigrado a algún otro lugar, pues la Contessa Portomaggiore, a la que Italia y yo tanto amábamos, murió de causas naturales mientras dormía, durante la misma semana en que murió mi querida Edith.
¡Menuda semana para el viejo Rabo Karabekian!
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La casa del centro está ahora dividida en cinco apartamentos, uno en cada piso, incluido el sótano, según pude ver en los buzones y en los timbres de la entrada.
¡Pero que no me hablen de entradas! ¡Más sobre este tema dentro de un rato! Cada cosa a su tiempo.
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Aquella casa, la del centro, era la que contenía la habitación de invitados donde me encarcelaron primero, justo debajo del enorme comedor de Gregory y, debajo de éste, su biblioteca de investigación, y su almacén de material artístico en el sótano. Lo que más curiosidad me inspiraba, sin embargo, era el último piso, el que antes formaba parte del estudio de Gregory, con su enorme claraboya agujereada. Quería saber si todavía había una claraboya allí arriba, y, en caso de que la hubiera, si alguien había encontrado la manera de tapar las goteras, o si todavía había cacharros de cocina interpretando temas de John Cage bajo la claraboya cuando llovía o nevaba.
Pero como no encontré a nadie a quien preguntar, no me enteré. Así que aquí tienes un gazapo narrativo, querido Lector. Nunca llegué a descubrirlo.
Y aún hay otro. La casa del oeste tiene, a juzgar por los brazos y los timbres, un triplex en el piso de abajo y un dúplex en el piso superior. Era en esta tercera casa donde habitaban los sirvientes interinos, y donde a mí, también, me asignaron un dormitorio, pequeño pero alegre. El dormitorio de Fred Jones, por cierto, estaba justo detrás de las habitaciones de Gregory y Marilee, en el Emirato de Salibaar.
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Una mujer salió de la casa del triplex y el dúplex. Era vieja y vacilaba al andar, pero tenía una figura elegante, y era fácil adivinar que había sido hermosa en sus tiempos. La miré fijamente, y se me encendió una lucecita en el cráneo. Yo la conocía, pero ella no me conocía a mí. No nos habíamos visto nunca. Me di cuenta de que yo la había visto en algunas películas de cuando ella era mucho más joven. Un segundo después, me acordé de su nombre. Era Barbira Mencken, la ex mujer de Paul Slazinger. Él había perdido el contacto con ella hacía muchos años, y no tenía ni idea de dónde vivía. Llevaba mucho, mucho tiempo sin hacer ninguna película ni ninguna obra de teatro, pero allí estaba. Greta Garbo y Katharine Hepburn también viven en ese mismo barrio.
No hablé con ella. ¿Debería haberlo hecho? ¿Qué habría tenido que decirle? ¿«Paul está muy bien y te manda recuerdos»? O qué tal esto: «Cuéntame cómo murieron tus padres».
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Cené en el Century Club, al que pertenezco desde hace muchos años. Había un nuevo maître a quien pregunté qué le había pasado al anterior, Roberto. Me dijo que a Roberto lo había matado un mensajero que iba en bicicleta, en dirección contraria, por una calle de dirección única, justo delante del club.
Le dije que era una pena, y él coincidió conmigo de todo corazón.
No vi a ningún conocido, lo cual no era muy sorprendente, porque todo el mundo que conozco está muerto. Pero hice amistad, en el bar, con un hombre considerablemente más joven que yo, un escritor de novelas para jóvenes adultos, como Circe Berman. Le pregunté si había oído hablar alguna vez de los libros de Polly Madison y él me preguntó si yo había oído hablar alguna vez del océano Atlántico.
Y cenamos juntos. Su mujer estaba fuera de la ciudad, dando una conferencia, me dijo. Era una sexóloga famosa.
Le pregunté, tan delicadamente como pude, si hacer el amor con una mujer tan sofisticada en cuanto a técnicas sexuales resultaba, de alguna manera, especialmente arduo. Me contestó, dirigiendo la mirada hacia el techo, que había puesto el dedo en la llaga.
—Tengo que tranquilizarla respecto a mi amor por ella prácticamente sin cesar —me dijo.
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Pasé una velada sin incidentes en mi habitación del Hotel Algonquin, mirando los programas pornográficos que daban por televisión. Miraba y no miraba al mismo tiempo.
Decidí coger un tren para regresar a la tarde siguiente, pero me encontré a un vecino de East Hampton, Floyd Pomerantz, cuando desayunaba. Él también tenía pensado volver a casa aquella tarde, y se ofreció para llevarme en su larguísima limusina Cadillac. Acepté sin dudarlo.
¡Aquél se demostró que era un magnífico medio de transporte! Ese Cadillac era mejor que un útero. El Twentieth Century Limited era, como ya he dicho, un verdadero útero, en constante movimiento, con toda clase de inexplicables ruidos sordos y estampidos procedentes del exterior. Pero el Cadillac era como un ataúd. Pomerantz y yo estábamos como muertos allí dentro. Al infierno con este rollo de los bebés. Era tan acogedor, dos personas en un único, espacioso ataúd de gánster. Deberían de enterrarnos a todos con alguien más, cualquier otra persona, siempre que fuera posible.
* * *
Pomerantz habló de recoger algunos pedazos de su vida e intentar juntarlos de nuevo. Es de la edad de Circe Berman, que tiene cuarenta y tres años. Tres meses antes, le habían ofrecido once millones de dólares si dimitía de su cargo de presidente de una gran cadena de televisión.
—Todavía me queda mucha vida por delante —me dijo.
—Sí. Supongo que sí.
—¿Crees que todavía estoy a tiempo de dedicarme a la pintura? —me preguntó.
—Nunca es demasiado tarde.
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Yo sabía que, antes, le había preguntado a Paul Slazinger si creía que todavía estaba a tiempo de dedicarse a escribir. Pensaba que a la gente podría interesarle su versión de la historia de lo que le había pasado en la televisión.
Slazinger me dijo, más adelante, que tendría que haber algún método para convencer a la gente como Pomerantz, y esta región está llena de gente como Pomerantz, de que ya habían extorsionado bastante a la economía. Sugirió que construyéramos aquí un Museo del Dinero, con bustos de los mafiosos de la bolsa y de los especialistas en operaciones comerciales turbias y de los capitalistas aventureros y de los banqueros y de los pelotas de oro y de los escaladores de platino, metidos en nichos, con sus estadísticas grabadas en piedra: cuántos millones habían robado legalmente y en qué poco tiempo.
Le pregunté a Slazinger si consideraba que yo merecería estar en su Museo del Dinero. Lo pensó un rato, y llegó a la conclusión de que yo, de algún modo, pertenecía al Museo, pero que mi dinero era el resultado de una serie de accidentes, y no de mi codicia.
—Tú deberías estar en el Museo de los Tontos Afortunados —me dijo. Creía que habría que construirlo en Las Vegas o en Atlantic City, quizá, pero luego cambió de opinión—. En Klondike, creo —dijo—. La gente que quisiera ir al Museo de los Tontos Afortunados para contemplar el busto de Rabo Karabekian tendría que desplazarse hasta allí en trineos tirados por perros y equipada con raquetas para andar por la nieve.
No soporta que yo haya heredado una parte de los Cincinnati Bengals, y a mí me importa un bledo. Es un fan entusiasta del fútbol americano.