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A Dan Gregory, o Gregorian, como se le conocía en el Viejo Mundo, le rescató de sus padres, cuando tenía unos cinco años, la mujer de un artista llamado Beskudnikov, que era el grabador de las planchas de bonos y papel moneda del Imperio. No es que le quisiera. Él era sólo un animal callejero y sarnoso de ciudad que ella no soportaba ver maltratado por la gente. Hizo con él lo que había hecho con muchos gatos y perros callejeros que había recogido: se lo pasó a los sirvientes para que lo limpiaran y lo criaran.

—Sus sirvientes me trataron igual que te tratan mis sirvientes a ti —me dijo Gregory—. Yo no era más que otro trabajo que hacer, como sacar la ceniza de las estufas o limpiar los tubos de cristal de los quinqués o sacudir las alfombras.

Me dijo que estudió lo que hacían los gatos y los perros para sobrevivir, y que luego él hizo lo mismo.

—Los animales pasaban mucho tiempo en el taller de Beskudnikov, que estaba detrás de la casa —me explicó—. Los aprendices y los oficiales los miraban y les daban comida, y yo hice lo mismo. También hice algunas cosas que los otros animales no podían hacer. Aprendí todas las lenguas que se hablaban allí. Beskudnikov había estudiado en Inglaterra y en Francia, y le gustaba dar órdenes a sus ayudantes en una u otra de esas lenguas, y esperaba que todos las entendieran. Muy pronto me hice útil como intérprete, explicándoles exactamente lo que su maestro les había dicho. Yo ya sabía polaco y ruso, porque me los habían enseñado los sirvientes.

—Y armenio —sugerí.

—No —me corrigió—. Con mis beodos padres sólo aprendí a rebuznar como un burro o a farfullar como un mono. O gruñir como un lobo.

Me dijo que también llegó a dominar cada una de las técnicas que se practicaban en el taller, y que, como yo, tenía mucha maña para captar en un apunte rápido una semejanza pasable de casi cualquier persona o cosa.

—A la edad de diez años me hicieron aprendiz a mí —me dijo.

»Cuando tenía quince años —continuó—, todos se habían dado cuenta de que yo era un genio. Hasta Beskudnikov se sintió amenazado, y me asignó una tarea que todo el mundo calificó de imposible. Me ascendería al rango de oficial sólo si dibujaba a mano un billete de un rublo, por ambas caras, lo suficientemente bueno para engañar a los astutos comerciantes del mercado.

Me dirigió una sonrisa burlona.

—El castigo que se les imponía a los falsificadores en aquellos tiempos —me dijo— era ahorcarlos públicamente en aquel mismo mercado.

* * *

El joven Dan Gregory se pasó seis meses haciendo lo que él y sus compañeros de trabajo consideraron un billete perfecto. Beskudnikov calificó el resultado de infantil, y lo rasgó en pequeños pedazos.

Gregorian hizo un billete todavía mejor, en el que también empleó seis meses. Beskudnikov declaró que era todavía peor que el primero, y lo arrojó al fuego.

Gregorian hizo otro aún mejor, y aquella vez empleó todo un año. Al mismo tiempo, por supuesto, también desempeñó sus faenas cotidianas en el taller y en la casa. Pero cuando terminó su tercera imitación, se la metió en el bolsillo. Le enseñó a Beskudnikov el rublo genuino que había utilizado para hacer la copia.

Tal como se esperaba, el viejo también se rió de aquel billete. Pero antes de que Beskudnikov pudiera destruirlo, el joven Gregorian se lo arrebató de las manos y se fue corriendo al mercado. Compró una caja de puros con el rublo genuino, y le dijo al tabaquero que el billete tenía que ser auténtico, porque era de Beskudnikov, el grabador de las planchas de papel moneda del Imperio.

Beskudnikov se quedó horrorizado cuando el chico volvió con los puros. No lo había dicho en serio que tuviera que emplear su imitación en el mercado. Si habló de negociabilidad fue sólo para expresar que para él eso era lo que indicaba el grado de excelencia. Los ojos desorbitados y la frente sudada y su jadeo demostraban que era un hombre honesto cuyo juicio se había visto turbado por los celos. Como era su brillante aprendiz quien le había dado el rublo —su propio trabajo, por cierto—, a él le pareció falso, y sabría de dónde había salido. ¿Y después? La ley era implacable. El grabador imperial y su aprendiz serían ahorcados uno al lado del otro en el mercado.

—Para salvar su buen nombre —me dijo Dan Gregory—, él mismo decidió recuperar lo que creía que era un pedazo de papel fatal. Me pidió el rublo auténtico que yo había copiado. Yo le di mi perfecta falsificación, claro.

* * *

Beskudnikov le contó al tabaquero una extravagante historia sobre el rublo que su aprendiz se había gastado en puros y le dijo que tenía un gran valor sentimental para él. Al tabaquero todo aquello le tenía sin cuidado, y le devolvió el auténtico a cambio de la imitación.

El viejo regresó al taller rebosante de satisfacción. En cuanto estuvo dentro, sin embargo, le prometió a Gregorian la paliza de su vida. Hasta entonces, Gregorian siempre había soportado las palizas del maestro, como era de esperar de un buen aprendiz.

Pero aquella vez el chico se alejó un poco y empezó a reírse de su maestro.

—¿Cómo te atreves a reírte en un momento así? —gritó Beskudnikov.

—Me atrevo a reírme de ti ahora y para el resto de mi vida —contestó el aprendiz. Le contó lo que había hecho con su rublo falso y el auténtico—. Ya no puedes enseñarme nada. Te he superado con mucho —dijo—. Soy tan genial que he conseguido engañar al grabador del Imperio para que pague en el mercado con un rublo falso. Las últimas palabras que pronuncie en este mundo, serán una confesión si llegamos a encontrarnos en el mercado, lado a lado, con la soga alrededor del cuello. Te diré: «Después de todo estabas en lo cierto. No tenía tanto talento como creía. Adiós, mundo cruel, adiós».