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Me quedé dormido en el suelo de aquella habitación. No tenía ninguna intención de arrugar la cama ni de desordenar nada. Soñé que estaba en el tren, con su cliquiti-clac, cliquiti-clac, ding-ding-ding y su uuu-ah. El ding-ding-ding no venía del tren, claro, sino de las señales de los pasos a nivel, donde los que no nos cedieran el paso quedarían hechos tortilla. ¡Tendrían su merecido! Ellos no eran nada. Nosotros lo éramos todo.

Muchos de los que tenían que pararse al pasar nosotros para que no les matáramos eran granjeros con sus familias, con todas sus pertenencias atadas de cualquier manera en camiones destartalados. Los huracanes o los bancos les habían quitado sus granjas, seguramente, igual que la Caballería de los Estados Unidos les había quitado las mismas tierras a los indios en la época de sus abuelos. Las granjas que se llevó el viento, ¿dónde están ahora? Criando comida para peces en el fondo del Golfo de México.

Aquellos indios blancos fracasados de los pasos a nivel no eran nada nuevo para mí. Yo había visto a muchos como ellos que pasaban por San Ignacio y que les preguntaban a personas como mi padre o yo, o incluso a algún opaco indio luma, si conocían a alguien que necesitara gente para hacer cualquier clase de trabajo.

Y Fred Jones me despertó de mi sueño ferroviario a medianoche. Me dijo que Mr. Gregory quería verme. No pareció extrañarle que yo estuviera durmiendo en el suelo. Cuando abrí los ojos, las puntas de sus zapatos estaban a pocos centímetros de mi nariz.

Los zapatos han jugado un papel muy importante en la historia de los nobles Karabekian.

* * *

Fred me guió hasta el pie de la escalera por la que Marilee había rodado, y que me conduciría a un extremo del sanctasanctórum, el estudio. Estaba oscuro allí arriba. Tenía que subir la escalera solo. No resultaba difícil creer que allí arriba, detrás de alguna trampilla, hubiera una horca con una soga colgando.

Y subí. Me paré al final de la escalera, y vi algo que parecía imposible: seis chimeneas centrales, con un resplandeciente fuego de carbón en el hogar de cada una de ellas.

Dejadme dar una explicación arquitectónica de lo que pasaba allí. Veréis: Gregory había comprado tres típicas broumstones neoyorquinas, de tres ventanas de ancho, cuatro pisos de alto y quince metros de profundidad cada una, y con dos chimeneas en cada piso. Yo me imaginaba que sólo le pertenecía la casa con la puerta de roble y la aldaba con forma de Gorgona manchada de verdete. Y no estaba preparado para el paisaje del piso superior, cuya aparente infinitud violaba todas las leyes del tiempo y el espacio. En los pisos inferiores, incluido el sótano, había unido las tres casas mediante puertas y arcos. Pero en el piso superior había derribado totalmente las paredes divisorias, de extremo a extremo y de lado a lado, dejando sólo aquellas seis chimeneas centrales.

* * *

Aquella noche, la única iluminación provenía de los seis fuegos de carbón, y de unas franjas pálidas que había en el techo. Las franjas eran luz procedente de una farola, partida por las nueves ventanas que daban a la calle 48 Este.

¿Dónde estaba Dan Gregory? Al principio no pude verle. Estaba inmóvil y en silencio —y el enorme caftán negro que llevaba hacía que fuera difícil distinguir su silueta—, dándome la espalda, a poca altura, sentado con el cuerpo encorvado en una montura de camello frente a una de las chimeneas, en el centro de la sala, a unos siete metros de mí. Identifiqué los objetos que había en la repisa de aquella chimenea antes de entender dónde estaba él. Eran las cosas más blancas de aquella cueva. Eran ocho cráneos humanos, una octava ordenada por tamaños, con el de un niño en un extremo y el de un bisabuelo en el otro: una marimba de caníbales.

Había una especie de música allí arriba, una fuga tediosa para cacharros de cocina colocados bajo una claraboya agujereada, a la derecha de Gregory. La claraboya estaba cubierta de una capa de nieve que se derretía.

* * *

Clink-plonk. Silencio. Plink-pank. Silencio. Plup. Silencio. Así sonaba la canción de la claraboya, y mi mirada examinaba la única obra maestra indudable de Dan Gregory, aquel estudio, su única obra de asombrosa originalidad.

Un sencillo inventario de las armas y las herramientas y los ídolos y los iconos y los sombreros y los cascos y las maquetas de barcos y las maquetas de aviones y los animales disecados, incluidos un cocodrilo y un oso polar erguido, que había en aquella obra maestra ya sería bastante sorprendente. Pero pensad en esto: había cincuenta y dos espejos de todos los períodos y formas imaginables, muchos de ellos colgados en lugares inesperados y en ángulos rarísimos, para multiplicar al perplejo observador hasta el infinito. Yo estaba allí, en lo alto de la escalera, incapaz de ver a Dan Gregory, ¡pero estaba en todas partes!

Sé que había cincuenta y dos espejos porque los conté al día siguiente. Algunos iba a tener que limpiarlos todas las semanas. A otros no tenía que sacarles el polvo bajo pena de muerte, según mi maestro. Nadie imitaba las imágenes reflejadas en espejos polvorientos como Dan Gregory.

Entonces habló, y movió sus hombros hacia mí para que pudiera ver dónde estaba. Y dijo:

—A mí tampoco me dieron nunca la bienvenida.

Estaba usando su acento británico otra vez, que era el único que utilizaba, a no ser que estuviera bromeando. Continuó:

—Me sirvió de mucho que me recibieran tan mal, que mi propio maestro me despreciara, porque mira en lo que me he convertido.

* * *

Me dijo que su padre, el domador de caballos, había estado a punto de matarle cuando era un crío porque no soportaba oírle llorar.

—Si yo me ponía a llorar, él hacía todo lo posible para hacerme callar inmediatamente —dijo—. Él no era más que un niño, como yo, y eso no se olvida fácilmente de un padre. ¿Cuántos años tienes tú?

Y yo pronuncié mi primera palabra:

—Diecisiete.

* * *

—Mi padre sólo tenía un año más que tú cuando yo nací —dijo Dan Gregory—. Si empiezas a copular ahora, tú también puedes tener un berreante bebé cuando cumplas dieciocho, en una gran ciudad como ésta, y lejos de tu casa. Te crees que todo el mundo se va a enterar de lo artista que eres, ¿verdad? Mira, mi padre, que era domador de caballos, también se creía que en Moscú todo el mundo se iba a enterar de quién era él, pero se dio cuenta bastante pronto de que el mundo de los caballos lo controlaban los polacos, y de que a lo más que podría aspirar, sin importar lo bueno que fuera, era al rango más bajo de mozo de cuadra. Había arrastrado a mi madre con él y la había separado de su gente y de todo lo que ella conocía cuando ella sólo tenía dieciséis años, y le había prometido que pronto serían ricos y famosos en Moscú.

Se puso en pie y me miró. Yo no me había movido de lo alto de la escalera. Las suelas de goma nuevas que les había puesto a mis viejos zapatos estaban en volandas sobre el borde del último escalón, tanto miedo me daba adentrarme en aquel ambiente asombrosamente complicado y lleno de espejos.

Gregory era sólo cabeza y manos ahora, porque su caftán era negro. La cabeza me dijo:

—Yo nací en un establo, como Jesucristo, y chillaba así.

De su garganta salió una desgarradora imitación del llanto de un bebé no deseado incapaz de hacer otra cosa que llorar y llorar.

Se me pusieron los pelos de punta.