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De nuevo en 1933:

Le di la dirección de Dan Gregory a un policía de la estación Grand Central. Me dijo que estaba a sólo ocho manzanas de allí, y que no podía perderme porque aquel barrio era sencillo como un tablero de ajedrez. La Gran Depresión continuaba, y la estación y las calles estaban abarrotadas de vagabundos, igual que hoy en día. Los periódicos iban llenos de noticias sobre despidos de trabajadores y cierres de granjas y quiebras de bancos, igual que hoy en día. Lo único que ha cambiado, en mi opinión, es que, gracias a la televisión, ahora podemos esconder una Gran Depresión. Hasta podríamos estar escondiendo una Tercera Guerra Mundial.

Fue un paseo agradable, y pronto me encontré de pie ante una puerta de madera de roble que mi nuevo maestro había utilizado para la cubierta del ejemplar navideño de la revista Liberty. Los macizos goznes de hierro estaban oxidados. Nadie imitaba el orín ni la madera de roble mohosa como Dan Gregory. La aldaba tenía forma de cabeza de Gorgona, con áspides entrelazados que formaban el collar y el cabello.

Se suponía que si mirabas directamente a una Gorgona te convertías en una estatua de piedra. Les he contado eso a los chicos que había en mi piscina. Nunca habían oído hablar de las Gorgonas. No creo que hayan oído hablar de nada que no saliera por la tele hace menos de dos semanas.

En la cubierta de aquel ejemplar de Liberty, como en la vida real, las líneas del malévolo rostro de la Gorgona y los pliegues de los áspides retorcidos estaban cubiertos de verdín. Nadie imitaba el verdín como Dan Gregory. En la cubierta había una guirnalda, alrededor de la aldaba, que ya había sido retirada cuando yo llegué. Algunas de las hojas tenían los bordes marrones o estaban cubiertas de puntos, nadie imitaba las enfermedades de las plantas como Dan Gregory.

Y levanté el pesado collar de la Gorgona y lo dejé caer. El boom retumbó en un recibidor cuya araña y cuya escalera de caracol también me eran muy familiares. Las había visto en una ilustración de una historieta sobre una chica fabulosamente rica que se enamoraba del chófer de su familia, en un ejemplar de Colliers’s me parece.

También conocía la cara, pero no el nombre, del hombre que contestó a mi boom, porque le había servido de modelo a Gregory para muchos de sus dibujos, incluido uno sobre una chica rica y su chófer. Él era el chófer, que en el cuento salva el negocio del padre de la chica pese a que todo el mundo excepto la chica lo despreciaba porque no era más que un chófer. Esta historia, por cierto, inspiró la película You’re Fired, la segunda película en la que imagen y sonido compartían el protagonismo. La primera fue El Cantor de Jazz, protagonizada por Al Jolson, que fue amigo de Dan Gregory hasta que tuvieron una diferencia de opiniones sobre Mussolini, en la primera noche de mi estancia en aquella casa.

El hombre que me abrió la puerta tenía una cara perfecta de héroe americano, y de hecho había sido piloto de aviación durante la Primera Guerra Mundial. Era el verdadero ayudante de Gregory, no como Merilee, que sólo lo hacía ver, y se convertiría en el único que permaneció junto a Gregory hasta el final. También él llevaba un uniforme italiano cuando le mataron en Egipto, no en su Primera sino en su Segunda Guerra Mundial.

Eso dice este adivino armenio tuerto mientras se asoma a su bola de cristal.

* * *

—¿Puedo ayudarle? —me dijo. En sus ojos no había ni la menor señal de que me hubiera reconocido, aunque sabía quién era y que llegaría en cualquier momento. Gregory y él se habían propuesto darme una bienvenida gélida. Sólo puedo especular acerca de sus deliberaciones anteriores a mi llegada, pero debieron de estar de acuerdo al considerarme un parásito que Marilee había traído a la casa, un ladrón que ya había robado materiales artísticos por valor de cientos de dólares.

Seguramente también se convencieron de que Marilee era la única responsable de sus saltos mortales por la escalera del estudio, y de que había culpado injustamente a Gregory. Como digo, yo mismo lo creí hasta que ella me contó toda la verdad, después de la guerra.

Y para empezar a demostrar que era correcto que yo estuviera ante la puerta, pregunté por Marilee.

—Está en el hospital —me dijo, todavía cerrándome el paso.

—Oh —dije—. Lo siento. —Y le dije mi nombre.

—Ya me lo imaginaba —dijo él—. Pero seguía sin hacerme entrar.

Y entonces Gregory, que estaba en la escalera de caracol, le preguntó quién había en la puerta, y el hombre, que se llamaba Fred Jones, dijo, como si «aprendiz» fuera un sinónimo de tenia:

—Es su aprendiz.

—¿Mi qué? —dijo Gregory.

—Su aprendiz —dijo Jones.

Y Gregory se refirió a un problema sobre el que yo mismo había reflexionado: ¿qué se suponía que tenía que hacer un aprendiz en los tiempos modernos, cuando las pinturas y los pinceles y demás ya no tenían que fabricarse en el taller del artista?

—Necesito un aprendiz tanto como un escudero o un trovador —dijo.

* * *

Su acento no era ni armenio ni ruso, ni americano. Era acento británico de clase alta. Si así lo hubiera querido, allí, en la escalera de caracol, mirando a Fred Jones, no a mí, podría haber imitado a un gángster o a un vaquero de película, o a un inmigrante alemán o irlandés o italiano o sueco, o a qué sé yo quién más. Nadie imitaba tantos acentos del teatro, el cine o la radio como Dan Gregory.

* * *

Aquello fue sólo el principio de la novatada que tan amorosamente me habían preparado. Fue a última hora de la tarde, y Gregory se volvió arriba sin saludarme, y Fred Jones me llevó al sótano, donde me sirvieron una cena de sobras frías en el comedor del servicio, junto a la cocina.

En realidad, aquella habitación, amueblada con piezas americanas de época que Dan Gregory había utilizado para sus ilustraciones, era de las agradables. Reconocí la larga mesa y la rinconera llena de objetos de peltre y la rústica chimenea con un trabuco naranjero colgado de unos ganchos es el antepecho, porque las había visto en un cuadro de Gregory que representaba la celebración del día de Acción de Gracias en la colonia de Plymouth.

Me colocaron en un extremo de la mesa, con mi cubertería de plata dispuesta de cualquier manera, y sin servilleta. Todavía me acuerdo de que no había servilleta. Mientras que en el otro extremo había cinco servicios perfectamente dispuestos, con servilletas de lino y cristalería y porcelana y la cubertería de plata correctamente colocada, y un candelabro en el centro. Los sirvientes iban a celebrar una fiesta a la que el aprendiz no estaba invitado. No debía considerarme uno de ellos.

Y ninguno de los sirvientes me dirigió la palabra. Podría haber sido un vagabundo recién llegado de la calle. Además, Fred Jones se quedó de pie junto a mí mientras yo comía, como un hostil carcelero.

Mientras comía, sintiéndome más solo que nunca, un lavandero chino, Sam Wu, entró con unas camisas limpias para Gregory. ¡Ostras! Una lucecita se encendió en mi cráneo. ¡Le conocía! ¡Y él tenía que conocerme! Días después me di cuenta de por qué creía que conocía a Sam Wu, aunque él no me conocía a mí. Disfrazado con batas de seda y tocado con un solideo, este lavandero de sonrisa boba y extremada cortesía había servido de modelo a Dan Gregory para sus dibujos de uno de los personajes de ficción más siniestros, la Amenaza Amarilla personificada, ¡el temido criminal Fu Manchú!

* * *

Luego Sam Wu se convirtió en el cocinero de Dan Gregory, y después volvió a la lavandería. Y fue la persona a la que envié los cuadros que compré en Francia durante la guerra.

Fue una relación curiosa y conmovedora la que mantuvimos durante la guerra. Me encontré a Sam Wu por casualidad en Nueva York justo antes de embarcarme, y él me pidió mi dirección. Había oído por la radio, me dijo, que los soldados se encontraban muy solos en Europa, y que la gente debería escribirles con frecuencia. Me dijo que yo era el único soldado al que conocía bien, y que había pensado escribirme a mí.

En el pelotón aquello se convirtió en motivo de broma cuando llegaba el correo. La gente me decía cosas como: «¿Qué noticias hay de Chinatown?» o «¿No has recibido carta de Sam Wu esta semana? Quizá alguien le haya envenenado el chow mein», etcétera.

Después de recuperar mis cuadros, después de la guerra, no volví a verle. Es posible que yo ni siquiera le cayera bien. Para él yo no era más que una actividad de guerra.

* * *

De nuevo en 1933:

Después de una cena tan desagradable, no me habría sorprendido que a continuación me hubieran escoltado hasta una habitación sin ventanas, junto a la caldera, y que me hubieran dicho que aquélla sería mi habitación. Pero me hicieron subir tres pisos de escaleras hasta la más suntuosa alcoba que ningún Karabekian haya ocupado jamás, y me dijeron que esperara allí hasta que Gregory tuviera tiempo de atenderme, cosa que ocurriría al cabo de seis horas, más o menos hacia medianoche, estimó Fred Jones. Gregory estaba dando una cena en el comedor que había justo debajo para, entre otros, Al Jolson y el cómico W. C. Fields, y para el escritor cuyos cuentos Gregory había ilustrado tantas veces, Booth Tarkington. Nunca conocí a ninguno de los invitados, porque nunca volvieron por aquella casa, después de una fuerte discusión con Gregory sobre Benito Mussolini.

Acerca de la habitación en la que me metió Jones: era una imitación de Dan Gregory, realizada a base de antigüedades francesas genuinas, del dormitorio de la Emperatriz Josefina. La alcoba era una habitación de invitados, y no el dormitorio de Gregory o el de Marilee. Encarcelarme allí dentro durante seis horas fue un ejercicio sutil de sadismo de primera categoría, sin duda. Para empezar, Jones, con un rostro perfectamente inalterable, me indicó que aquélla sería mi habitación durante el aprendizaje, como si cualquiera, salvo una persona de origen tan modesto como el mío, hubiera tenido que encontrar que era un lugar perfectamente corriente donde dormir. Y además, que no me atreviera a tocar nada. Sólo para asegurarse de que no lo haría, Jones me dijo: «Por favor, no haga ruido y no toque nada».

Cualquiera habría pensado que estaban intentando librarse de mí.

* * *

Acabo de realizar esta encuesta, sencillísima, entre los amigos de Celeste que había por las pistas de tenis: «Identifique a los siguientes personajes históricos: W. C. Fields, la Emperatriz Josefina, Booth Tarkington y Al Jolson».

Sólo conocían a W. C. Fields, cuyas películas se proyectan en televisión.

Y yo no llegué a conocer a Fields, pero aquella primera noche salí de puntillas de mi jaula dorada para oír la llegada de los ilustres invitados. Oí el inconfundible gangueo Medio Oeste de Fields cuando presentó a Gregory a la mujer que le acompañaba con estas palabras: «Este, mi niña, es Dan Gregory, el hijo natural de la hermana de Leonardo da Vinci y un arapajó bajito».

* * *

Anoche me quejé a Slazinger y a Mrs. Berman de que los jóvenes de hoy parecen estar intentando pasar por la vida con la mínima información posible.

—Ni siquiera saben nada de la guerra de Vietnam ni de la Emperatriz Josefina, ni lo que es una Gorgona —dije.

Mrs. Berman los defendió. Dijo que ellos habían llegado un poco tarde para hacer algo contra la guerra de Vietnam, y que tenían formas más interesantes de aprender lo que era la vanidad y el poder del sexo que estudiar a una mujer que vivió en otro país hace ciento setenta y cinco años.

—Lo único que hay que saber sobre las Gorgonas —añadió— es que no existen.

Slazinger, que todavía cree que ella es prácticamente analfabeta, utilizó estas delicadas palabras para exhibir su superioridad:

—Como dijo el filósofo George Santayana, aquéllos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo.

—¿En serio? —dijo ella—. Pues mira, yo tengo noticias para Mr. Santayana: estamos condenados a repetir el pasado de todas formas. En eso consiste la vida. Los niños que a los diez años no se han dado cuenta de eso son verdaderamente torpes.

—Santayana era un ilustre filósofo de Harvard —dijo Slazinger, que estudió en Harvard.

Y Mrs. Berman le contestó:

—La mayoría de los chicos no se pueden permitir el lujo de ir a Harvard para que les informen mal.

* * *

El otro día vi por casualidad en el New York Times una fotografía de un escritorio francés estilo Imperio que se vendió en subasta a un kuwaití por tres cuartos de millón de dólares, y estoy casi seguro de que era el mismo que había en la habitación de invitados de Gregory en 1933.

Había dos anacronismos en aquella habitación, y los dos eran cuadros de Gregory. Sobre la chimenea había una ilustración de Robinson Crusoe, cuando el narrador náufrago descubre una huella humana en la playa de la isla de la que creía ser el único residente. Sobre el escritorio había una ilustración del momento en que Robin Hood y Little John, que ignoran que acabarán convirtiéndose en amigos inseparables, se encuentran a mitad de camino, sobre un tronco, cruzando un arroyo. Cada uno va armado con una barra, y ninguno de los dos quiere retroceder para que el otro pueda llegar a donde a él le gustaría muchísimo estar.

Robin Hood acaba en el agua, por supuesto.