9

¿Eran buenos aquellos dibujos míos a los que Dan Gregory echó un vistazo antes de empujar a Marilee por la escalera? Técnicamente, si no espiritualmente, eran muy buenos para un chico de mi edad, un chico cuyas lecciones autodidactas habían consistido en copiar, trazo a trazo, las ilustraciones de Dan Gregory.

No cabe duda de que nací para dibujar mejor que la mayoría de la gente, igual que la viuda Berman y Paul Slazinger nacieron, sin duda, para contar historias mejor que la mayoría de la gente. Otras personas nacen, sin duda, para cantar y bailar o para interpretar los astros del cielo o hacer trucos de magia o ser grandes líderes o atletas, etcétera.

Creo que podría remontarme a la época en que la gente tenía que vivir en pequeños grupos de parientes, quizá cincuenta o cien personas como máximo. Y la evolución o Dios o lo que sea arregló las cosas genéticamente para que las pequeñas familias siguieran adelante, para animarlas, de modo que todos pudieran tener a alguien que contara historias junto al fuego por la noche, y a alguien que dibujara en las paredes de las cuevas, y a alguien que no le tuviera miedo a nada, etcétera.

Eso es lo que yo pienso. Y por supuesto, un esquema como aquél ya no tiene sentido, porque los talentos regulares a secas no tienen valor debido a la prensa escrita y la radio y la televisión y los satélites y todas esas cosas. Una persona de talento moderado, que habría sido una joya de la comunidad hace mil años, tiene que abandonar, tiene que tomar otra línea de acción, porque los medios de comunicación modernos le enfrentan en competición diaria con nada menos que los campeones mundiales de su especialidad.

Ahora el planeta entero puede funcionar muy bien con, pongamos, una docena de campeones en cada área de los talentos humanos. Una persona moderadamente dotada tiene que mantener sus dones embotellados hasta que, por decirlo así, va a una boda y se emborracha y se pone a bailar claqué sobre la mesa como Fred Astaire o Ginger Rogers. Tenemos un nombre para esa persona. La llamamos «exhibicionista».

¿Cómo recompensamos a un exhibicionista? Le decimos a la mañana siguiente: «¡Vaya trompa llevabas anoche!».

* * *

Y cuando me convertí en el aprendiz de Dan Gregory, subí al cuadrilátero para enfrentarme al campeón mundial del arte comercial. Sus ilustraciones debieron de hacer que muchos artistas jóvenes bien dotados abandonaran el arte, pensando: «Dios mío, nunca podré hacer nada tan maravilloso».

Yo era un joven verdaderamente engreído, ahora me doy cuenta. Desde el principio, cuando empecé a copiar a Gregory, me decía: «Si trabajo en serio, yo también puedo hacerlo».

* * *

Allí estaba yo, en la estación Grand Central, y todo el mundo menos yo besaba y abrazaba a todo el mundo. Yo ya había previsto que Dan Gregory podría no venir a recibirme, pero ¿dónde estaba Marilee?

¿Sabía qué aspecto tenía yo? Por supuesto. Le había enviado muchos autorretratos, y también fotos que mi madre me había hecho.

Mi padre, por cierto, se negó a tocar una cámara porque decía que todo lo que captaba era el pelo, las uñas y la piel que los muertos habían dejado tras ellos tiempo ha. Creo que pensaba que las fotografías eran un pobre sustituto de la gente que murió en la masacre.

Aunque Marilee no hubiera visto esas fotos mías, le habría resultado fácil reconocerme, porque yo era el pasajero de piel más oscura que había en los vagones Pullman. En aquellos tiempos, cualquier pasajero mucho más oscuro que yo no hubiera sido admitido por derecho consuetudinario en los vagones Pullman, ni en la mayoría de los hoteles y teatros y restaurantes.

* * *

—¿Estaba seguro de que podría reconocer a Marilee en la estación? Es curioso: no. A lo largo de aquellos años ella me había enviado nueve fotografías, que ahora están junto con las cartas. Fueron realizadas con los mejores materiales por Dan Gregory en persona, que hubiera podido ser un famoso fotógrafo fácilmente. Pero Gregory también la había hecho disfrazar y posar cada vez como personaje de alguna historieta que estuviera ilustrando: la Emperatriz Josefina, una jovencita moderna de una novela de F. Scott Fitzgerald, una mujer de las cavernas, la esposa de un pionero, una sirena, con cola y todo, etcétera. Era y sigue siendo difícil creer que no fueran fotos de nueve mujeres diferentes.

Había muchas mujeres hermosas en el andén, pues el Twentieth Century Limited era el tren con más encanto de aquellos tiempos. Yo intercambiaba miradas con cada mujer con la que me cruzaba, esperando que se disparara el flash del reconocimiento en el cráneo de alguna de ellas. Pero lo único que conseguí, me temo, fue confirmarle a cada mujer que las razas más oscuras eran sin duda impúdicamente lujuriosas, y que estaban más cerca que las más blancas de los gorilas y los chimpancés.

* * *

Polly Madison, alias Circe Berman, ha entrado y se ha ido, después de leer lo que hay en mi máquina de escribir sin preguntarme si me importaba. ¡Me importa mucho!

—Estoy a mitad de frase —le he dicho.

—¿Y quién no? Me preguntaba si no te iba a parecer horripilante escribir sobre gente de hace tanto tiempo.

—No, o al menos no me he dado cuenta. Me he disgustado por cosas en las que no había pensado en muchos años, pero nada más. ¿Causarme horror? No.

—Piénsalo —me ha dicho—. Sabes muchas de las cosas terribles que les sucederán a esas personas, incluido tú mismo. ¿No te gustaría meterte en una máquina del tiempo y volver a avisarles, si pudieras? —Describió una escena fantástica en la estación de ferrocarril de Los Ángeles en 1933—. Un joven armenio cargado con una maleta de cartón y una carpeta se despide de su padre inmigrante. Se dispone a buscar fortuna en una gran ciudad que está a cuatro mil kilómetros. Un anciano que lleva un parche en el ojo y que acaba de llegar en una máquina del tiempo desde el año 1987 se acerca disimuladamente. ¿Qué le dice el anciano al joven?

—Tendría que pensarlo —le he dicho. Luego he agitado la cabeza—. Nada. Suprime la máquina del tiempo.

—¿Nada?

Le he dicho:

—Quiero que piense, en tanto le sea posible, que se va a convertir en un gran pintor y en un buen padre.

* * *

Sólo media hora después: se ha vuelto a asomar otra vez.

—Se me había ocurrido algo que tal vez puedas usar en algún momento —me dijo—. Lo que me hizo pensar en eso es lo que escribiste antes sobre cómo, después de que tu padre empezara a hacer bonitas botas de vaquero, le miraste a los ojos y te pareció no reconocerle. O cuando tu amigo Terry Kitchen empezó a pintar sus mejores cuadros con su pistola, y le miraste a los ojos y te pareció no reconocerle.

Me rendí. Desconecté la máquina de escribir eléctrica. ¿Dónde aprendí a escribir a máquina? Hice un curso de mecanografía después de la guerra, cuando creí que me iba a convertir en un hombre de negocios.

Me acomodé en la silla y cerré los ojos. Las ironías le entran por un oído y le salen por el otro, especialmente las relacionadas con la intimidad, pero de todos modos lo intenté.

—Soy todo oídos —le dije.

—Nunca te he contado qué fue la última cosa que Abe dijo antes de morir, ¿verdad?

—No, nunca.

—Era en eso en lo que estaba pensando aquel primer día, cuando tú bajaste a la playa —dijo.

—Ya.

Al final, su marido neurocirujano ya no podía hablar, pero todavía podía garabatear breves mensajes con la mano izquierda, aunque normalmente era diestro. La mano izquierda era lo único que le quedaba que todavía funcionaba un poco.

Según Circe, éste fue su último comunicado: «Yo reparaba radios».

—O su dañado cerebro creía que aquello era una verdad literal —me explicó—, o había llegado a la conclusión de que todos los cerebros que había operado eran básicamente receptores de señales de algún otro lugar. ¿Captas la idea?

—Creo que sí.

—El que de una cajita que llamamos radio salga música —me dijo, y se acercó a mí y me golpeó con los nudillos en la coronilla como si fuera una radio— no quiere decir que haya una orquesta sinfónica dentro.

—¿Y eso qué tiene que ver con mi padre y con Terry Kitchen?

—Tal vez, cuando de pronto empezaron a hacer algo que nunca habían hecho, y sus personalidades también cambiaron —dijo—, tal vez habían empezado a captar señales de otra emisora, que tenía ideas muy diferentes sobre lo que deberían decir y hacer.

* * *

Luego puse a prueba esta teoría de seres-humanos-como-simples-receptores-de-radio con Paul Slazinger, y él jugueteó un poco con ella.

—Así que el cementerio de Green River está lleno de radios estropeadas —dijo pensativamente—, y los transmisores con los que estaban sintonizadas siguen funcionando.

—Esa es la teoría —dije.

Él dijo que lo único que había sido capaz de recibir en su propia cabeza durante los pasados veinte años eran interferencias y algo parecido a partes meteorológicos en alguna lengua extranjera que nunca había oído. Dijo, también, que hacia el final de su matrimonio con Barbira Mencken, la actriz, ella actuaba «como si llevara unos auriculares puestos y escuchara la Obertura 1812 en estéreo. Era cuando se estaba convirtiendo en una verdadera actriz, en algo más que una chica bonita que gustaba a todo el mundo. Y dejó de ser “Barbara”. De repente se convirtió en “Bar-beer-¡ah!”»[3].

Me dijo que la primera vez que oyó el cambio de nombre fue durante los trámites del divorcio, cuando el abogado de su mujer se refirió a ella como «Barbira», y deletreó la palabra para el estenógrafo del tribunal.

Después, en uno de los pasillos del juzgado, Slazinger le preguntó: «¿Qué ha pasado con Barbara?». ¡Y ella le contestó que Barbara estaba muerta!

Y Slazinger le dijo: «Entonces, ¿para qué demonios nos hemos gastado todo este dinero en abogados?».

* * *

He dicho que vi cómo una cosa semejante le ocurría a Terry Kitchen la primera vez que jugó con una pistola rociadora, disparando ráfagas de pintura roja para automóviles contra el tablero viejo que había apoyado contra el almacén de patatas. De repente parecía que también él estuviera escuchando a través de auriculares una maravillosa emisora de radio que yo no podía oír.

El rojo era el único color que tenía para jugar. Habíamos comprado dos latas de pintura y la pistola en un taller de automóviles de Montauk un par de horas antes.

—¡Pero mira esto! ¡Mira! —decía después de cada ráfaga.

—Había estado a punto de abandonar la pintura e iba a empezar a hacer prácticas de derecho con su padre, antes de que encontráramos la pistola —le dije a Slazinger.

—Barbira había estado a punto de dejar su carrera de actriz para tener un hijo. Y justo entonces le dieron aquel papel de la hermana de Tennessee Williams en El zoo de cristal.

* * *

En realidad, ahora que lo pienso, Terry Kitchen sufrió un cambio radical de personalidad en cuanto vio la pistola en venta, y no cuando disparó las primeras ráfagas de rojo contra el tablero. Yo vi la pistola, y le dije que seguramente sería un excedente de guerra, porque era idéntica a las que yo usaba en el ejército para el camuflaje.

—Cómpramela —me dijo.

—¿Para qué?

—Cómpramela —insistió. Se empeñó en conseguirla, y ni siquiera habría sabido lo que era si yo se lo hubiera dicho.

Él nunca tenía dinero, aunque venía de una vieja familia muy rica, y el único dinero que yo tenía estaba destinado, teóricamente, a adquirir una cuna y una cama sencilla para la casa que había comprado en Springs. Yo estaba en pleno traslado de mi familia, contra su voluntad, de la ciudad al campo.

—Cómpramela —dijo otra vez.

Y yo le dije:

—Está bien, tranquilo. Está bien, está bien.

* * *

Y ahora, entremos en nuestra infalible máquina del tiempo y volvamos al año 1932.

¿Estaba enfadado porque me habían plantado en la estación Grand Central? No, en absoluto. Como yo consideraba que Dan Gregory era el más fabuloso artista vivo, creía que no podía equivocarse. Y antes de que yo acabara con él y él acabara conmigo, tendría que perdonarle por cosas mucho peores que el no ir a recibirme a la estación.

* * *

¿Qué fue lo que le impidió alcanzar la fama, aunque no había existido nunca un técnico tan maravilloso como él? Lo he pensado mucho, y todas las respuestas que me doy tienen que ver conmigo también. Yo era el mejor técnico, con mucho, entre los expresionistas abstractos, pero yo tampoco conseguí hacerme famoso, era imposible. Y no estoy hablando de mis fracasos con el Sateen Dura-Luxe. Había pintado muchos cuadros antes del Sateen Dura-Luxe, y unos cuantos después, pero eran malísimos.

Pero vamos a olvidarnos de mí por un momento, y a centrarnos en las obras de Gregory. Respecto a lo material, eran sinceras, pero mentían con respecto al tiempo. Gregory celebraba los momentos, cualquier cosa, desde el primer encuentro de un niño con un Papá Noel de grandes almacenes hasta la victoria de un gladiador en el Circus Maximus, desde la colocación del clavo de oro que completaba la vía de un ferrocarril transcontinental hasta un hombre arrodillándose para declararse a una mujer. Pero le faltaba el valor o la sabiduría, o quizá sólo el talento, para indicar de algún modo que el tiempo es líquido, que un momento no es más importante que cualquier otro, y que todos los momentos pasan deprisa.

Permitidme decirlo de otra forma: Dan Gregory era un taxidermista. Disecaba y montaba y barnizaba y protegía de las polillas a momentos supuestamente grandes, todos los cuales acababan convirtiéndose en deprimentes víctimas del polvo, como una cabeza de alce comprada en una subasta campestre o un pez vela colgado de la pared en la sala de espera de un dentista.

¿Vale?

Dejadme decirlo de otra manera: la vida, por definición, nunca está quieta. ¿Adónde nos lleva? Del nacimiento a la muerte, sin altos en el camino. Hasta un cuadro de un plato de peras sobre un mantel a cuadros es líquido, si está pintado por el pincel de un maestro. Sí, y algún milagro impidió que yo alcanzara mi objetivo como pintor, y lo mismo le ocurrió a Dan Gregory, pero los mejores expresionistas abstractos lo consiguieron, y en los cuadros verdaderamente buenos el nacimiento y la muerte están siempre presentes.

El nacimiento y la muerte estaban incluso en aquel viejo tablero sobre el que Terry Kitchen disparaba con su pistola al azar, por lo visto, hace tanto tiempo. No sé cómo consiguió meterlos allí, y él tampoco.

Suspiro. «Pobre de mí», dice Rabo Karabekian.