La primera persona a la que le hablé de aquella magnífica oportunidad fue el viejo director del periódico para quien había estado dibujando caricaturas. Se llamaba Arnold Coates, y me dijo:
—Eres un verdadero artista, y tienes que salir de aquí si no quieres arrugarte como una pasa. No te preocupes por tu padre. Es un zombi autosuficiente y perfectamente satisfecho, y perdona mi franqueza.
»Nueva York no será más que una escala para ti —continuó—. Los verdaderos pintores están y estarán siempre en Europa.
En eso se equivocaba.
—Yo nunca rezo, pero esta noche rezaré para que no tengas que ir a Europa como soldado. No deberíamos permitir que nos conviertan otra vez en carne de los cañones y las ametralladoras que tanto les gustan. Podrían emprender una guerra en cualquier momento. ¡Mira lo grandes que son sus ejércitos en medio de una Gran Depresión!
»Si las ciudades aún están en pie cuando llegues a Europa —me dijo—, y te sientas en un café horas y horas, sorbiendo café o vino o cerveza, y hablando de pintura y música y literatura, recuerda que los europeos que te rodean, y a los que tú consideras mucho más civilizados que los americanos, sólo están deseando una cosa: el momento en que sea legal matarse unos a otros y derribarlo todo otra vez.
»Si estuviera en mi mano —dijo—, los libros de geografía americanos llamarían a esos países europeos por sus verdaderos nombres: “El Imperio de la Sífilis”, “La República del Suicidio”, “Demencia Precoz”, que por supuesto limita con la hermosa “Paranoia”.
»¡Vaya! He estropeado tu idea de Europa y tú ni siquiera la has visto todavía. Y es posible que también te haya estropeado la idea del arte, pero espero que no. No entiendo cómo se puede culpar a los artistas si sus hermosas y por lo general inocentes creaciones hacen que los europeos se sientan por algún motivo cada vez más desgraciados y más sanguinarios.
* * *
Así es como hablaban entonces los patriotas americanos. Parece mentira lo cansados que estábamos de la guerra. Solíamos jactarnos de lo pequeños que eran nuestro ejército y nuestra armada, y de la poca influencia que tenían los generales y los almirantes en Washington. A los fabricantes de armamento los llamábamos «mercaderes de la muerte».
¿Os imagináis?
* * *
Hoy en día, nuestra única industria solvente es la mercantilización de la muerte, dirigida por nuestros nietos, y el mensaje de las principales formas artísticas, del cine, de la televisión y de los discursos políticos y de los artículos periodísticos ha de ser, por el bien de la economía, éste: la guerra es un infierno, de acuerdo, pero un niño sólo se puede hacer hombre en medio de un tiroteo del tipo que sea, preferentemente, pero de ningún modo forzosamente, en un campo de batalla.
* * *
Y me fui a renacer a Nueva York.
Era y sigue siendo fácil para la mayoría de los americanos irse a alguna otra parte a empezar de nuevo. Yo no era como mis padres. Yo no tenía ningún trozo de tierra supuestamente sagrado ni montones de amigos y parientes que dejar atrás. En ningún otro lugar ha tenido el número cero más valor filosófico que en los Estados Unidos.
«Ahí va nadie», dice el americano cuando salta del alto trampolín.
Sí, y mi mente estaba realmente tan en blanco como la de un embrión mientras cruzaba este enorme continente en vagones Pullman que eran como úteros. Como si San Ignacio no hubiera existido nunca. Sí, y cuando el Twentieth Century Limited procedente de Chicago penetró en un túnel bajo Nueva York, con sus estribaciones de cañerías y cables, yo salí del útero y entré en el canal de nacimiento.
Diez minutos después nací en la estación Grand Central, vestido con el primer traje que había tenido en mi vida, y cargado con una maleta de cartón y la carpeta donde llevaba mis mejores dibujos.
¿Quién había allí para recibir a aquel persuasivo infante armenio?
Ni un alma, ni un alma.
* * *
Podría haberle servido a Dan Gregory de modelo para ilustrar un cuento sobre un paleto que se encuentra solo en una gran ciudad que nunca había visto. Me había comprado un traje por correo en Sears, Roebuck, y nadie dibujaba las ropas baratas compradas por correo como Dan Gregory. Llevaba unos zapatos viejos y rotos, pero yo mismo los había limpiado y les había puesto suelas de goma nuevas. También les había ensartado cordones nuevos, pero uno de ellos se había roto en algún lugar cerca de Kansas City. Una persona verdaderamente observadora habría advertido la torpe chapuza en el cordón roto. Nadie describía la condición económica y espiritual de un personaje a través de sus zapatos como Dan Gregory.
Mi cara, sin embargo, no correspondía a la de un palurdo de historieta. Gregory habría tenido que convertirme en un anglosajón.
* * *
Mi cabeza le habría servido para un cuento de indios. Yo podía pasar por Hiawatha. Gregory ilustró una vez una edición muy cara de Hiawatha, y el modelo que utilizó para ese personaje fue el hijo de un cocinero de fritanga griego.
En las películas de entonces, cualquiera con una nariz grande cuyos antepasados vinieran de las costas del Mediterráneo o del Próximo Oriente, si sabía actuar un poco, podía interpretar el papel de un violento sioux o lo que sea. El público quedaba más que satisfecho.
* * *
¡Me moría de ganas de volver al tren! ¡Había sido tan feliz allí! ¡Cómo adoraba aquel tren! ¡El mismo Dios Todopoderoso debió de reírse cuando los seres humanos mezclaron el hierro y el agua y el fuego para fabricar un tren!
Hoy en día, todo debe estar hecho, por supuesto, con plutonio y rayos láser.
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¡Y qué cuadros de trenes pintaba Dan Gregory! Solía trabajar con los cianotipos que le proporcionaban los fabricantes, para eliminar así la posibilidad de que un remache incorrecto o cualquier otra cosa molestara a un ferroviario que hubiera visto los cuadros. Y si hubiera hecho un cuadro del Twentieth Century Limited el día que yo llegué, las manchas y el barro del exterior habrían sido exclusivas del trayecto entre Chicago y Nueva York. Nadie pintaba la mugre como Dan Gregory.
¿Y dónde estaba él ahora? ¿Dónde estaba Marilee? ¿Por qué no habían enviado a nadie a recogerme con su enorme Marmon descapotable?
* * *
Gregory sabía perfectamente que yo llegaba aquel día. El mismo había elegido la fecha, una fecha fácil de recordar. Era el día de San Valentín. Y había sido muy amable conmigo por carta, y no por mediación de Marilee ni de ningún lacayo. Todos los mensajes eran de su puño y letra. Eran breves, pero también increíblemente generosos. Me había dicho que me comprara un traje, y, por si fuera poco, que le comprara también uno a mi padre.
¡Sus notas eran tan consideradas! No quería que me asustara ni que me hiciera un lío en los trenes, y me explicaba qué tenía que hacer en las literas de los Pullman y en el vagón restaurante, y cuándo tenía que dar qué propinas a los camareros y a los mozos, y cómo cambiar de tren en Chicago. No podría haber sido más amable ni con su propio hijo, si hubiera tenido un hijo.
Incluso se tomó la molestia de enviarme dinero para mis gastos en giros postales en lugar de hacerlo en cheques personales, lo cual indicaba que estaba al corriente de la quiebra del único banco de San Ignacio.
Lo que yo no sabía era que, en diciembre, cuando me envió el telegrama, Marilee estaba en el hospital con las dos piernas y un brazo rotos. Gregory le había dado un empujón en su estudio y ella se había caído por la escalera. Cuando llegó abajo de todo parecía muerta, y resultó que había dos sirvientes allí, al pie de la escalera.
Gregory estaba asustado y muy arrepentido. Cuando visitó a Marilee en el hospital la primera vez, todo avergonzado, le dijo que lo sentía y que la quería tanto que le daría cualquier cosa que a ella se le ocurriera pedirle, cualquier cosa.
Seguramente pensó que serían diamantes o algo así, pero ella le pidió un ser humano. Me pidió a mí.
* * *
Circe Berman acaba de sugerir que yo era el sustituto del bebé armenio que le habían sacado del vientre en Suiza.
Es posible.
* * *
Y luego Marilee le dijo a Gregory lo que tenía que poner en el telegrama, y luego en las cartas, y cuánto dinero tenía que enviarme y para qué, etcétera. Ella todavía estaba en el hospital cuando yo llegué a Nueva York, pero desde luego no esperaba que Gregory fuera a darme plantón.
Pero eso es lo que hizo.
Se estaba volviendo mezquino otra vez.
* * *
Y además aquélla no era toda la verdad. Yo no supe toda la verdad hasta que visité a Marilee en Florencia después de la guerra. Gregory, por cierto, llevaba unos diez años muerto y enterrado en Egipto para entonces.
Marilee no me contó hasta después de la guerra, convertida ya en Contessa Portomaggiore, que yo fui el motivo por el que Gregory la empujó escalera abajo en 1932. Me había protegido de aquella información, y lo mismo había hecho, por muy diferentes razones, desde luego, Dan Gregory.
Pero ella subió a su estudio la noche en que él casi la mató para obligarlo a prestar atención a mis dibujos por primera vez. Durante todo el tiempo que yo llevaba enviando cuadros a Nueva York, él ni siquiera les había echado un vistazo. Marilee creía que aquel día las cosas podrían ir mejor, porque nunca había visto a Gregory tan feliz. ¿Por qué estaba él tan feliz? Aquella tarde había recibido una carta de agradecimiento del hombre al que consideraba el más brillante líder de la tierra, el dictador italiano Mussolini, el hombre que hacía beber aceite de ricino a sus enemigos.
Mussolini le daba las gracias por un retrato que Dan Gregory le había regalado. Mussolini estaba representado como general de las tropas alpinas en la cima de una montaña al amanecer, y podéis estar seguros de que cada pieza de piel y cada ribete y cada galón y cada botón y cada plisado, y toda la decoración, eran exactamente como deberían ser. Nadie pintaba uniformes como Dan Gregory.
Gregory, por cierto, llevaba un uniforme italiano cuando le mataron los ingleses en Egipto, ocho años después.
* * *
Pero el caso es que Marilee extendió mis dibujos sobre una mesa del estudio de Gregory, y él identificó aquello inmediatamente. Tal como ella había esperado, se acercó a ellos con toda la amabilidad de la que fue capaz. Cuando los miró de cerca, sin embargo, le dio un ataque de rabia.
Pero no era la naturaleza de mis dibujos lo que lo enfureció. Era la calidad de los materiales que yo había empleado. Ningún artista joven de California podía permitirse unos lápices, papel y telas de importación tan caros. Marilee, evidentemente, los había cogido de su almacén.
Y le dio un empujón, y ella se cayó por la escalera.
* * *
Quiero hacer un inciso para hablaros del traje que encargué a Sears, Roebuck, además del mío. Mi padre y yo nos medimos el uno al otro para saber las tallas, lo cual era bastante extraño, porque si no recuerdo mal, nunca antes nos habíamos tocado.
Pero cuando llegaron los trajes, fue evidente que alguien había puesto mal la coma en un decimal con los pantalones de mi padre. Aunque sus piernas eran muy cortas, mucho más cortos todavía eran los pantalones. Tan flacucho que era, y no se podía abrochar los pantalones. La chaqueta, sin embargo, era sencillamente perfecta.
Y le dije:
—Siento mucho lo de los pantalones. Tendrás que enviarlos otra vez para que te los arreglen.
Y él me contestó:
—No. En verdad me gustan mucho. Es un traje de funeral excelente.
—¿Traje de funeral? ¿Qué quieres decir? —tuve la visión de mi padre yendo al funeral de alguien sin pantalones, aunque mi padre no había ido a ningún otro funeral que el de mi madre, que yo sepa.
—No hace falta llevar pantalones en tu propio funeral —me dijo.
* * *
Cuando volví a San Ignacio para asistir a su funeral, cinco años después, le habían puesto la chaqueta de aquel traje, por lo menos, pero una mitad de la tapa del ataúd estaba cerrada, y tuve que preguntarle al sepulturero si mi padre llevaba puestos los pantalones.
Resultó que sí, y que los pantalones le iban estupendamente. Mi padre se había tomado la molestia de que los de Sears, Roebuck le enviaran unos pantalones que le sentaran bien.
Pero había dos notas curiosas e inesperadas en la respuesta del sepulturero. No era el mismo que había enterrado a mi madre, por cierto. El que había enterrado a mi madre se había arruinado y se había ido de la ciudad a buscar fortuna en algún otro lugar. El que iba a enterrar a mi padre había venido a buscar fortuna a San Ignacio, la ciudad donde uno podía hacerse de oro.
Una de las noticias sorprendentes era que mi padre sería enterrado con sus propias botas de vaquero, las que llevaba puestas en el cine cuando se murió.
La otra sorpresa era que el enterrador estaba convencido de que mi padre era mahometano. Aquello le emocionaba mucho. Era una gran prueba de piedad e imparcialidad en una democracia locamente pluralista.
—Tu padre es el primer mahometano del que me encargo —me dijo—. Espero no haber cometido ningún error hasta ahora. No había por aquí ningún mahometano para asesorarme. Tendría que haberme ido hasta Los Ángeles.
Como no quería desilusionarle, le dije que todo estaba perfectamente.
—No coma carne de cerdo cerca del ataúd —le dije.
—¿Nada más?
—Nada —dije—, y no se olvide de decir «Que Alá te proteja» cuando cierre la tapa. Y lo hizo.