Recuerdo la tarde en que llegué del colegio a casa cuando tenía unos quince años o así, y mi padre estaba sentado a aquella mesa con el hule, en nuestra pequeña cocina, con las cartas de Marilee en un montón delante suyo. Las había releído todas.
Aquello no era una violación de mi vida privada. Las cartas eran propiedad familiar, si es que se puede llamar familia a la formada por sólo dos personas. Eran como bonos que hubiéramos acumulado, valores de máxima garantía de los que yo sería beneficiario en cuanto ellos y yo alcanzáramos la madurez. Una vez amortizados, yo podría cuidar de mi padre también, y no cabe duda de que él necesitaba ayuda. La quiebra del Luma County Savings and Loan Association, que todos los de la ciudad llamábamos el «Banco Busto»[2], se había pulido sus ahorros. No había ningún programa federal que garantizara los depósitos bancarios en aquel tiempo.
El Banco Busto, además, había hecho la hipoteca del pequeño edificio cuyo primer piso era el taller de mi padre y cuyo segundo piso era nuestro hogar. Mi padre había sido propietario del edificio, gracias a un préstamo del banco. Cuando el banco quebró, sin embargo, los destinatarios liquidaron todos sus bienes raíces y ejecutaron todas las hipotecas atrasadas, que eran la mayoría. ¿Por qué estaban atrasadas? Prácticamente todo el mundo había sido lo suficientemente tonto para confiar sus ahorros al Banco Busto.
Así que el padre al que me encontré leyendo las cartas de Marilee aquella tarde era un hombre que se había convertido en un mero inquilino de un edificio del que había sido propietario. En cuanto al taller del piso de abajo: estaba vacío, porque él no podía permitirse el lujo de alquilar también eso. Había vendido toda su maquinaria en una subasta, de todos modos, a fin de sacar unos cuantos centavos para lo que éramos ahora: gente que había sido lo suficientemente tonta para confiar sus ahorros al Banco Busto.
¡Menuda engañifa!
* * *
Mi padre levantó la mirada de las cartas de Marilee cuando yo entré con mis libros de texto, y me dijo:
—¿Sabes lo que es esta mujer? Te lo ha prometido todo, pero no tiene nada que darte. —Mencionó al malvado armenio que les había estafado a él y a mí y a mi madre en El Cairo—. Es el nuevo Vartan Mamigonian —dijo.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
Y dijo, exactamente como si las cartas manuscritas fueran bonos o pólizas de seguro o lo que sea:
—Lee la letra pequeña.
Luego me dijo que las primeras cartas de Marilee eran ricas en frases como «Mr. Gregory dice», y «Mr. Gregory cree», y «Mr. Gregory quiere que sepas», pero que, desde la tercera carta, aquellas locuciones habían desaparecido por completo.
—¡Ni es nadie —dijo—, ni nunca será nadie, aunque está intentando llegar a ser alguien a base de robarle la reputación a Gregorian!
No me asombré. Una parte de mí había sospechado lo mismo leyendo las cartas. Otra parte de mí había conseguido enterrar las horribles consecuencias.
* * *
Le pregunté a mi padre qué era lo que había puesto en marcha esa investigación justo en aquel momento. Me señaló los diez libros que Marilee me había enviado y que habían llegado cuando yo acababa de salir para la escuela. Mi padre los había amontonado en el escurreplatos del fregadero, un fregadero lleno de platos y sartenes sucios. Los examiné. Eran clásicos del momento de la literatura para jóvenes: La Isla del Tesoro, Robinson Crusoe, La Familia Robinson, Las Aventuras de Robin Hood, Cuentos de Tanglewood, Los Viajes de Gulliver, Cuentos de Shakespeare, etcétera. Los temas de lectura para jóvenes anteriores a la Segunda Guerra Mundial estaban a miles de años luz de los embarazos involuntarios y el incesto y la esclavitud y las traidoras amistades escolares y demás de las novelas de Polly Madison.
Marilee me había enviado aquellos libros porque estaban magníficamente ilustrados por Dan Gregory. No sólo eran los más hermosos objetos de nuestro apartamento: eran los más hermosos objetos de todo el Condado de Luma, y mi respuesta estuvo en consonancia con este hecho.
—¡Que amable ha sido! —exclamé—. ¡Mira esto! ¡Pero mira, mira esto!
—Ya lo he visto —me dijo mi padre.
—¡Son preciosos!
—Sí —dijo—, son preciosos. Pero a ver si consigues explicarme por qué Mr. Gregorian, que tiene tan alta opinión de ti, no ha firmado ni uno solo de los libros, o quizá garabateado una nota de ánimo para mi superdotado hijo.
Dijo todo aquello en armenio. En casa nunca hablaba otra cosa que no fuera armenio desde la quiebra del Banco Busto.
* * *
Entonces a mí no me importaba demasiado si los consejos y las palabras de ánimo venían de Gregory o de Marilee. De todas formas, me había convertido en un artista buenísimo para mi edad. Me había vuelto tan engreído respecto a mis proyectos, con ayuda de Nueva York o sin ella, que defendí a Marilee, sobre todo para animar a mi padre.
—Si esta Marilee, sea quien sea, sea lo que sea, tiene tan alta opinión de tus cuadros —me dijo mi padre—, ¿por qué no vende unos cuantos y te envía el dinero?
—Ha sido muy generosa —le contesté, y era cierto: generosa regalándome su tiempo, pero también enviándome los mejores materiales de pintura disponibles entonces en el mundo. Yo no tenía ni idea de su valor, y ella tampoco. Los había cogido sin permiso del almacén que había en el sótano de la mansión de Gregory. Yo mismo vería esa habitación al cabo de un par de años, y había material suficiente allí dentro para satisfacer las necesidades que Gregory, con lo prolífico que era, pudiera tener en una docena de vidas. A Marilee no se le ocurrió que él pudiera echar de menos lo que me enviaba, y no le pidió permiso porque le tenía terror.
El solía darle puñetazos y patadas.
Pero acerca del valor real del material: las pinturas que yo utilizaba no eran Sateen Dura-Luxe. Eran óleos Mussini y acuarelas Horadam de Alemania. Los pinceles eran de Windsor y Newton, Inglaterra. Los pasteles y los lápices y las tintas eran de Lefébvre-Foinet, París. Las telas venían de Claessen, Bélgica. ¡Ningún otro artista al oeste de las Rocosas disponía de materiales tan preciosos!
Dan Gregory era el único ilustrador que he conocido que esperaba ver sus cuadros ocupar un lugar importante entre los grandes tesoros artísticos del mundo y que usaba materiales que podrían hacer lo que se suponía que podía hacer el Sateen Dura-Luxe: sobrevivir a la sonrisa de la Mona Lisa. El resto se daba por satisfecho si sus obras sobrevivían al viaje hasta la imprenta. Solían decir con desprecio que hacían aquel trabajo mercenario sólo por dinero, y que era arte para gente que no entendía nada de arte. Pero Dan Gregory no.
* * *
—Te está utilizando —me dijo mi padre.
—¿Para qué? —dije.
—Para sentirse importante —me contestó.
* * *
La viuda Berman está de acuerdo en que Marilee me utilizaba, pero no como pensaba mi padre.
—Tú eras su público —me dijo—. Los escritores se mueren por tener un público.
—¿Un público de una sola persona?
—Era todo lo que ella necesitaba. Es lo que cualquiera necesitaría. Mira cómo mejoró su caligrafía y cómo se amplió su vocabulario. Mira todas las cosas que encontró para explicar tan pronto como se dio cuenta de que tú esperabas ansiosamente cada palabra. Seguro que no habría podido escribir para ese cerdo de Gregory. Tampoco tenía ninguna gracia escribir a sus familiares. ¡Ni siquiera sabían leer! ¿De verdad le creíste cuando te dijo que te describía cosas que veía en la ciudad porque podría interesarte pintarlo?
—Sí —le dije—, creo que sí.
Marilee me escribía largas descripciones de las colas donde distribuían alimentos gratuitos para toda la gente que se había quedado sin trabajo por culpa de la Depresión, y de hombres que vestían trajes elegantes y que obviamente habían tenido dinero, pero que ahora vendían manzanas en las esquinas, y de un hombre cojo montado en una especie de carretilla, que era mutilado de la Primera Guerra Mundial, o lo hacía ver, y que vendía lápices en la estación Grand Central, y de gente de alta sociedad emocionada porque se codeaban con gángsters famosos en los despachos clandestinos de bebidas. Cosas así.
—Ese es el secreto de cómo pasártelo bien escribiendo y asegurarte de alcanzar un alto nivel —me dijo Mrs. Berman—. No escribes para todo el mundo, ni para diez personas, ni para dos. Escribes para una sola persona.
* * *
—¿Y quién es esa persona para la que tú escribes? —le pregunté.
Y ella me dijo:
—Te sonará muy extraño, porque seguramente habrás pensado que sería alguien de la edad de mis lectores, pero no es así. Ese es el ingrediente secreto de mis libros, me parece. Por eso los jóvenes los encuentran tan fuertes y fidedignos, por eso no les parezco una quinceañera idiota hablando con otra. No escribo ni una sola cosa que Abe Berman no hubiera encontrado interesante y verídica.
Abe Berman era su esposo, el neurocirujano que murió de apoplejía hace siete meses, claro.
* * *
Me ha pedido las llaves del almacén otra vez. Le he dicho que si vuelve a mencionar el almacén otra vez, le diré a todo el mundo que ella es Polly Madison, que invitaré a los periodistas locales para que la entrevisten, etcétera. Si lo hiciera, no sólo destrozaría a Paul Slazinger: también atraería a un pelotón de linchamiento de fundamentalistas hacia la puerta de nuestra casa.
La otra noche estuve escuchando por televisión el sermón de un evangelista, y éste dijo que Satanás estaba realizando un ataque a cuatro frentes contra la familia americana mediante el comunismo, las drogas, el rock and roll y los libros de la hermana de Satanás, que era Polly Madison.
* * *
Volviendo a mi correspondencia con Marilee Kemp: mis cartas se enfriaron después de que mi padre la acusara de ser el nuevo Varían Mamigonian. Yo ya no contaba con ella para nada. Como parte de mi proceso de maduración, sencillamente, yo no quería que ella siguiera intentando ser mi madre sustituta. Yo me estaba haciendo un hombre, y ya no necesitaba una madre, o eso creía.
De hecho, había empezado a ganar dinero como artista sin ninguna ayuda de ella, pese a lo joven que era, y estando en San Ignacio, y en la bancarrota. Había ido al periódico local, el Luma County Clarion, a buscar trabajo, cualquier clase de trabajo que pudiera hacer al salir de la escuela, y mencioné que sabía dibujar muy bien. El director me preguntó si podía dibujar un retrato del dictador italiano Benito Mussolini, el héroe de Dan Gregory, por cierto, y yo lo hice en dos o tres minutos quizá, sin necesidad de copiar su cara de una fotografía.
Luego me hizo dibujar un ángel femenino, y lo hice.
Luego me hizo dibujar un retrato de Mussolini vertiendo un litro de algo por el pescuezo del ángel. Me dijo que etiquetara la botella con las palabras ACEITE DE RICINO y el ángel con las palabras PAZ MUNDIAL. A Mussolini le gustaba castigar a la gente haciéndoles beber un litro de aceite de ricino. Puede parecer una forma graciosa de enseñarle una lección a alguien, pero no lo era. Las víctimas solían morir a causa de los vómitos y las diarreas. A los que sobrevivían los despedazaba.
Así es como, a mi tierna edad, me convertí en un caricaturista político a sueldo. Hacía una caricatura por semana, y el director me decía exactamente lo que tenía que dibujar.
* * *
Para mi sorpresa, mi padre también floreció como artista. Tratando de indagar de quién habría yo heredado mi talento artístico, había algo que parecía indudable: no lo había heredado de él ni de ningún miembro de su familia. Cuando todavía tenía su taller de reparación de calzado, nunca le vi hacer nada creativo con los retales de cuero sobrantes, como un cinturón de fantasía para mí o un monedero para mi madre. Era un zapatero remendón serio, y nada más.
Pero entonces, como si estuviera en trance, y utilizando las herramientas más sencillas, empezó a hacer unas preciosas botas de vaquero, y se puso a venderlas de puerta en puerta. No sólo eran fuertes y cómodas: eran deslumbrantes piezas de joyería para pies y pantorrillas de hombre, con estrellas centelleantes de oro y plata, y águilas y flores y potros de rodeo cordados de latas chafadas y de chapas de botellas.
Pero esa nueva orientación de su vida no eran tan agradable para mí como podríais pensar.
En realidad me ponía la carne de gallina, porque le miraba a los ojos y tenía la sensación de que no le conocía.
* * *
Años después me ocurriría lo mismo con Terry Kitchen. Era mi mejor amigo. Y de pronto empezó a pintar aquellos cuadros que hicieron que mucha gente diga hoy que era el más grande de los expresionistas abstractos, superior a Pollock, a Rothko.
No pasaba nada, me imagino, sólo que cuando miraba a los ojos a mi mejor amigo, tenía la sensación de que ya no le conocía.
* * *
Pobre de mí.
En fin: en las Navidades de 1932, las cartas más recientes de Marilee yacían en algún lugar, la mayoría sin leer. Me había cansado de ser su público.
Y entonces llegó aquel telegrama, dirigido a mí.
Mi padre me comentó, antes de que lo abriéramos, que era el primer telegrama que recibía nuestra familia.
Este era el mensaje:
SÉ MI APRENDIZ. PAGARÉ TRANSPORTE.
PENSIÓN COMPLETA Y ALOJAMIENTO GRATIS.
SUELDO MÓDICO. LECCIONES DE DIBUJO.
DAN GREGORY.