El que os haya contado la historia de Barbazul no quiere decir que mi almacén esté lleno de cadáveres. La primera de mis dos mujeres, que fue y es Dorothy, se volvió a casar poco después de nuestro divorcio, se casó felizmente, según tengo entendido. Ahora Dorothy es una viuda que vive en una finca en la playa de Sarasota, Florida. Su segundo marido era lo que nosotros dos pensábamos que yo podría llegar a ser justo después de la guerra: un agente de seguros competente y bien parecido. Ambos tenemos nuestra propia playa.
Mi segunda mujer, mi querida Edith, está enterrada en el cementerio de Green River, muy cerca de aquí, donde espero que me entierren a mí también, a sólo unos metros, de hecho, de las tumbas de Jackson Pollock y Terry Kitchen.
Si maté a alguien en la guerra —aunque la posibilidad de que lo hiciera es muy remota—, debió de ser durante los breves segundos antes de que un casquillo de procedencia incierta me dejara inconsciente y me sacara un ojo.
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Cuando tenía dos ojos, era el mejor dibujante que jamás hubiera pisado el desvencijado instituto de enseñanza de San Ignacio, lo cual no es decir mucho. A varios de mis profesores les causé tan buena impresión que les sugirieron a mis padres que tal vez me convendría hacer una carrera artística.
Pero mis padres encontraron este consejo tan poco práctico que pidieron a los profesores que dejaran de meterme tales ideas en la cabeza. Ellos creían que los artistas vivían en la pobreza, y que era necesario que murieran antes de que sus obras fueran apreciadas. En eso, generalizando, tenían razón, claro. Las piezas más valiosas de mi colección son cuadros de pintores muertos que en vida habían sido pobres.
Y si un artista quiere aumentar de verdad la cotización de sus creaciones, le recomiendo esto: el suicidio.
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Pero en 1927, cuando yo tenía once años, y me faltaba poco, por cierto, para llegar a ser tan buen zapatero como mi padre, mi madre leyó algo sobre un artista americano que había ganado tanto dinero como las estrellas de cine y los magnates, y que de hecho era amigo e igual de muchas estrellas de cine y de muchos magnates, y que tenía un yate, y una granja de caballos en Virginia, y una casa en la playa de Montauk, no lejos de aquí.
Mi madre me diría, más adelante, y no mucho más adelante, porque sólo le quedaba un año de vida, que nunca habría leído el artículo si no llega a ser por una fotografía de aquel rico artista a bordo de su yate. El nombre del yate era el nombre de la montaña que para los armenios es tan sagrada como lo es el Fujiyama para los japoneses: Ararat.
Aquel hombre tenía que ser armenio, pensó mi madre, y no se equivocaba. La revista decía que su verdadero nombre era Dan Gregorian y que había nacido en Moscú, donde su padre había sido domador de caballos, y que había sido aprendiz del grabador jefe de la Casa de la Moneda del Imperio Ruso.
Había llegado a este país en 1907 como un vulgar inmigrante, y no como superviviente de ninguna masacre, y se había cambiado el nombre por el de Dan Gregory, y se había convertido en ilustrador de historietas y anuncios para revistas y de libros para jóvenes. El autor del artículo decía que probablemente era el artista mejor pagado de la historia de América.
Eso podría decirse todavía hoy de Dan Gregory, o «Gregorian», como mis padres siempre le llamaban, si los ingresos que tenía en los años veinte, o especialmente durante la Gran Depresión, fueran traducidos a los depreciados dólares de hoy. Él podría ser todavía el rey, vivo o muerto.
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Mi madre tenía intuición respecto a los Estados Unidos, y mi padre no. Ella se había dado cuenta de que la más penetrante enfermedad americana era la soledad, y de que incluso la gente de clase más alta la sufría a menudo, y de que esas personas podían ser sorprendentemente sensibles a los desconocidos guapos y simpáticos.
Y mi madre me dijo, y me costaba creer que aquella fuera mi madre, porque la expresión de su rostro era perspicaz como la de una hechicera: «Tienes que escribir al Gregorian ese. Debes decirle que tú también eres armenio. Debes decirle que quieres ser un pintor la mitad de bueno de lo que él es, y que crees que es el mejor artista que ha existido jamás».
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Y yo escribí la carta, o unas veinte cartas por el estilo, con mi letra infantil, hasta que mi madre quedó satisfecha y convencida de que el cebo era irresistible. Ese duro trabajo lo hice sumergido en la nube acre de las burlas de mi padre.
Él decía cosas como «Dejó de ser armenio cuando se cambió el nombre», y «Si se crió en Moscú es ruso, no armenio», y «¿Sabes lo que pensaría yo si recibiera una carta así?: En la próxima me pedirá dinero».
Y mi madre le dijo, en armenio: «¿No ves que estamos pescando? Si sigues haciendo tanto ruido vas a ahuyentar los peces».
En la Armenia turca, por cierto, o eso me han dicho, eran las mujeres y no los hombres quienes pescaban.
¡Y vaya picada consiguió mi carta!
¡Pescamos a la querida de Dan Gregory, una antigua corista del Ziegfeld Follies llamada Marilee Kemp!
Esta mujer se convertiría en la primera mujer con la que hice el amor, ¡a los diecinueve años! Y, oh, Dios mío, me siento como un viejo chocho quisquilloso, pensando en aquella iniciación sexual como si hubiera sido tan maravillosa como el Edificio Chrysler, ¡mientras la hija de mi cocinera, que tiene quince años, toma píldoras anticonceptivas!
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Marilee Kemp decía que era la ayudante de Mr. Gregory, y que mi carta les había conmovido profundamente a ambos. Mr. Gregory, como yo podría imaginar, era un hombre muy ocupado, y le había pedido a ella que contestara por él. Era una carta de cuatro páginas llenas de garabatos casi tan infantiles como los míos. Ella, la hija de un minero analfabeto de West Virginia, sólo tenía entonces veintiún años.
Cuando cumplió treinta y siete, ya era Contessa Portomaggiori, y tenía un palacio en Florencia, Italia. Cuando cumplió los cincuenta era la distribuidora más importante de Sony en Europa, y la mayor coleccionista de arte moderno americano de posguerra de todo el viejo continente.
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Mi padre dijo que tenía que estar loca para escribirle una carta tan larga a un desconocido, un chico para más inri, y tan lejos.
Mi madre dijo que debía de encontrarse muy sola, y tenía razón. Gregory la tenía como un perro por la casa, porque era preciosa, y a veces la utilizaba como modelo. Pero ella no era su ayudante ni nada parecido. A él no le interesaban lo más mínimo sus opiniones.
Y tampoco la incluía nunca en sus fiestas, nunca la llevaba de viaje ni a ver un espectáculo ni a cenar fuera ni a las fiestas de otros, ni se la presentaba a sus amigos famosos.
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Marilee Kemp me escribió setenta y ocho cartas entre 1927 y 1933. Las puedo contar porque todavía las tengo encuadernadas, ahora en un volumen de piel hecho a mano, dentro de un estuche en la biblioteca. La encuadernación y el estuche me los regaló mi querida Edith por nuestro décimo aniversario de bodas. Mrs. Berman lo encontró, como ha encontrado todo lo que tiene algún valor sentimental salvo las llaves del almacén.
Leyó todas las cartas sin preguntarme primero si las consideraba privadas, y las considero privadas, por supuesto. Y me dijo, y fue la primera vez que su voz sonaba atemorizada:
—Una sola carta de esta mujer dice cosas más maravillosas sobre la vida que cualquiera de los cuadros que hay en esta casa. Son la historia de una mujer explotada y despreciada que descubre que era una gran escritora, porque en eso es en lo que se convirtió. Espero que lo sepas.
—Lo sé —le contesté. Tenía toda la razón: cada carta es más profunda, más expresiva, más segura y más ufana que la anterior.
—¿Qué educación tuvo? —me preguntó.
—Un año de instituto.
Mrs. Berman sacudió la cabeza, maravillada.
—¡Menudo año debió de ser! —dijo.
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En cuanto a mi parte de la correspondencia: los mensajes más importantes eran cuadros que yo había hecho, y que creía que ella le enseñaría a Dan Gregory, junto a unas breves notas.
Cuando le dije a Marilee que mi madre se había muerto del tétanos que había cogido en la fábrica de conservas, sus cartas se hicieron muy maternales, aunque ella sólo tenía nueve años más que yo. Y la primera de estas cartas maternales no la envió desde Nueva York, sino desde Suiza, donde, como me decía en la carta, estaba esquiando.
Cuando la visité en su palacio de Florencia después de la guerra me contó, por fin, la verdad: Dan Gregory la había enviado sola a una clínica suiza para que la libraran del feto que llevaba en el vientre.
—Debería estarle agradecida a Dan por aquello —me dijo en Florencia—. Fue entonces cuando me interesé por los idiomas. —Se rió.
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Mrs. Berman me acaba de contar que mi cocinera no sólo ha tenido un aborto, como Marilee Kemp, sino tres, y no en Suiza sino en el consultorio de un médico de Southampton. Eso me ha fastidiado, pero en fin, casi todas las cosas de este mundo moderno me fastidian.
No le he preguntado dónde encajan los nueve meses durante los que la cocinera llevó a Celeste en el vientre. No quería saberlo, pero de todos modos Mrs. Berman me ha proporcionado la información.
—Dos abortos antes de tener a Celeste, y uno después —me ha dicho.
—¿Te lo ha contado la cocinera?
—Me lo ha contado Celeste. También me ha contado que su madre quiere hacerse un ligamento.
—Me alegro muchísimo de saberlo —le he dicho—, por si hay una emergencia.
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Vuelvo otra vez al pasado, con el presente mordiéndome los tobillos como un foxterrier rabioso:
Mi madre murió creyendo que me había convertido en el protegido de Dan Gregory, de quien yo nunca había tenido noticias directas. Antes de ponerse enferma, predijo que «Gregorian» me enviaría a una escuela de arte, que «Gregorian» conseguiría que alguna revista me contratara como ilustrador cuando yo tuviera la edad suficiente, que «Gregorian» me presentaría a todos sus amigos ricos, y que éstos me dirían cómo podría hacerme rico yo también, invirtiendo en bolsa el dinero que ganara como dibujante. En 1928, la bolsa no hacía otra cosa que subir y subir, ¡igual que la de ahora! ¡Yupiiii!
No sólo se perdió el crack de la bolsa, que tuvo lugar un año después, sino que tampoco se enteró, dos años después del crack, de que yo ni siquiera estaba en contacto indirecto con Dan Gregory, de que probablemente él ni siquiera sabía que yo existía, de que los efusivos elogios de las obras de arte que yo enviaba a Nueva York para conocer su opinión crítica no venían del artista mejor pagado de la historia de América, sino de quien mi padre llamaba, en armenio: «… quizá su asistenta, quizá su cocinera, quizá su fulana».