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Una revista de arte afirmó que sabía exactamente lo que había en mi almacén: la obra cumbre del Expresionismo Abstracto, una obra que yo mantenía apartada del mercado para hacer ascender el valor de otros cuadros relativamente poco importantes que tengo en la casa.

Falso.

* * *

Después de que dicho artículo se publicara, mi paisano armenio de Southampton, Kevork Hovanissian, me hizo una oferta formal de tres millones de dólares por lo que hubiera dentro del almacén, sin haberlo visto.

—No sería capaz de hacerte una cosa así —le dije—. Sería poco armenio.

Si hubiera aceptado su dinero, habría sido como venderle el puente de Brooklyn.

* * *

Hubo una respuesta al artículo que no fue tan graciosa. Un hombre cuyo nombre no reconocí dijo, en una carta al director, que me había conocido en la guerra, lo cual debía de ser cierto. Por lo menos estaba familiarizado con mi pelotón de artistas, y lo describía con todo detalle. Sabía cuál era la misión que nos asignaron cuando la aviación alemana ya había sido barrida del cielo y ya no tenía sentido seguir jugando con nuestras impresionantes bromas de camuflaje. Esta era la misión, que fue como dejar a una manada de niños en el taller de Papá Noel: teníamos que evaluar y catalogar todas las obras de arte que habían sido capturadas.

Este hombre decía que había servido en el Cuartel General Supremo del Cuerpo Expedicionario Aliado, y yo debí de tratar con él más de una vez. Tenía el convencimiento, como afirmaba en la carta, de que yo había robado obras de arte que deberían haber sido devueltas a sus legítimos propietarios europeos. Por temor a los pleitos que podrían ponerme los propietarios legítimos, decía, yo había encerrado los cuadros en el almacén.

Falso.

* * *

Se equivoca respecto al contenido del almacén. Confieso que tiene un poquito de razón al decir que yo me aproveché de las insólitas oportunidades que me brindó la guerra. No habría podido robar nada que me hubiera sido entregado por las unidades militares que lo capturaran. Yo tenía que darles recibos, y los interventores del Cuerpo de Finanzas nos visitaban regularmente.

Pero los viajes que hicimos más allá de las líneas nos pusieron en contacto con personas en circunstancias desesperadas que tenían obras de arte para vender. Conseguimos algunas gangas importantes.

Nadie en el pelotón consiguió ningún cuadro de algún gran pintor clásico, ni nada que procediera, obviamente, de una iglesia, un museo o una gran colección privada. Por lo menos, no creo que nadie lo hiciera. No puedo estar absolutamente seguro de eso. En el mundo del arte, como en todas partes, hay oportunistas y hay ladrones.

Pero yo que le compré a un civil un dibujo al carboncillo que me pareció de Cézanne, y que luego fue autenticado como tal. Ahora forma parte de la colección permanente de la Escuela de Dibujo de Rhode Island. Y le compré un Matisse, mi pintor favorito, a una viuda que me dijo que el artista en persona se lo había vendido a su marido. También es cierto que me colaron un Gauguin falso, pero me estuvo bien empleado.

Y las compras las puse a buen recaudo enviándoselas a la única persona que conocía y en la que podía confiar en todos los Estados Unidos de América, Sam Wu, un lavandero chino de Nueva York que había sido durante un tiempo el cocinero de mi antiguo maestro, el ilustrado Dan Gregory.

¡Imaginaos, luchar por un país cuyo único civil que conoces es un lavandero chino!

Y un buen día, mi pelotón de artistas y yo fuimos enviados al frente para contener, si podíamos, la última gran penetración alemana de la Segunda Guerra Mundial.

* * *

Pero nada de todo aquello está en el almacén, ni siquiera en la casa. Lo vendí todo cuando volví de la guerra, con lo cual conseguí un considerable fajo de billetes para invertir en bolsa. Había abandonado mi sueño infantil de ser artista. Me matriculé en cursos de contabilidad y economía y derecho comercial y marketing y demás en la Universidad de Nueva York. Quería ser un hombre de negocios.

Pensaba lo siguiente respecto a mi relación con el arte: que yo, con paciencia y con los mejores instrumentos y materiales, podía captar la apariencia de todo cuanto veía. Después de todo, había sido el aprendiz del ilustrador más meticuloso de este siglo, Dan Gregory. Pero las cámaras podían hacer lo que él había hecho y lo que yo sabía hacer. Y yo sabía que éste era el mismo pensamiento que había llevado a los impresionistas y a los cubistas y a los dadaístas y a los surrealistas y demás a sus esfuerzos, bastante logrados, de hacer cuadros buenos que ni las cámaras ni la gente como Dan Gregory pudieron reproducir.

Llegué a la conclusión de que mi mente era tan ordinaria, es decir vacía, que yo nunca podría ser nada más que una cámara medianamente buena. De modo que me contentaría con un tipo de meta más común y general que el arte serio: el dinero. Eso no me entristeció. ¡En realidad me alivió mucho!

Pero seguía divirtiéndome participar de las frivolidades del arte, pues sabía hablar, si no pintar, tan bien como cualquier otro. Y por la noche iba a los bares que había cerca de la Universidad de Nueva York, y en seguida hice amistad con varios pintores que creían que tenían razón en casi todo, pero que nunca habían esperado tanto respeto de nadie. Yo podía hablar tan bien como el mejor de ellos, y beber tanto como ellos. Lo mejor era que podía pedir la cuenta al final de la velada, gracias al dinero que estaba ganando en la bolsa, a las ayudas que recibía del gobierno mientras iba a la universidad, y a una pensión vitalicia que me había asignado una nación agradecida porque yo hubiera dado un ojo en defensa de la Libertad.

Para los verdaderos pintores, mi dinero era un pozo sin fondo. Yo servía para pagar no sólo las copas, sino también los alquileres, las letras de los coches, los abortos de las novias, los abortos de las esposas. Cualquier cosa. Fuera cual fuera la cantidad de dinero que necesitaran para lo que fuera, podían obtenerla de Diamond Rabo Karabekian.

* * *

Compré esas amistades. Mi pozo de dinero, en realidad, tenía fondo. Hacia fines de mes me habían sacado todo lo que tenía. Pero el pozo, que era pequeño, se volvía a llenar en seguida.

Había para todos. Yo disfrutaba de su compañía, especialmente porque me trataban como si fuera también un pintor. Era uno de ellos. Había encontrado otra gran familia que reemplazaría a mi perdido pelotón.

Y ellos me recompensaron con algo más que compañerismo. Y saldaron sus deudas lo mejor que pudieron con unos cuadros que nadie quería.

* * *

Casi me olvido: yo me había casado y en aquel tiempo mi mujer estaba embarazada. Sería fecundada dos veces por aquel amante incomparable, Rabo Karabekian.

* * *

He vuelto a esta máquina de escribir desde las inmediaciones de mi piscina, donde les he preguntado a Celeste y a sus amigos que estaban dentro y alrededor de esa instalación pública para atletas adolescentes, si sabían quién era Barbazul. Quería citar a Barbazul en este libro. Quería saber si tendría que explicar, pensando en los lectores jóvenes, quién era Barbazul.

Nadie lo sabía. De paso les he preguntado si conocían los nombres de Jackson Pollock, Mark Rothko, o Terry Kitchen, o Truman Capote, o Nelson Algren, o Irwin Shaw, o James Jones, personajes que no sólo figuran en la historia de la pintura y la literatura, sino también en la historia de los Hampton. No los conocían. Ya veo que es imposible alcanzar la inmortalidad por medio de las artes.

Pues bien: Barbazul es un personaje de ficción de un cuento infantil muy antiguo, seguramente basado libremente en la vida de un aristócrata asesino de tiempos ha. En el cuento, se casa muchas veces. Se casa por enésima vez y se lleva a su última esposa a su castillo. Le dice a la chica que puede entrar en todas las habitaciones salvo en una, y le enseña la puerta prohibida.

Barbazul es un psicólogo muy malo, o muy bueno, porque su nueva esposa no puede pensar en otra cosa que en lo que podría haber detrás de la puerta. Así que echa un vistazo cuando cree que él no está en casa, pero él está en casa.

La pesca cuando ella está mirando, horrorizada, los cuerpos de todas sus anteriores mujeres, a las que ha matado, excepto a la primera, por mirar lo que había detrás de la puerta. La primera murió por alguna otra razón.

* * *

Pues bien. De toda la gente que ha oído hablar de mi almacén de patatas, la persona que encuentra el misterio más intolerable es sin duda Circe Berman. Me persigue continuamente para que le diga dónde están las seis llaves, y yo le digo que están enterradas en un cofre de oro al pie del Monte Ararat.

La última vez que me lo preguntó, y fue hace unos cinco minutos, le dije:

—Mira, piensa en otra cosa. Soy Barbazul, y por lo que a ti respecta, mi estudio es mi alcoba prohibida.